Una semana después de haber presentado la demanda, el bufete había reunido un total de ocho casos de fallecimiento. Era una cantidad respetable y que sin duda los haría ricos. Wally había insistido tanto en que cada caso iba a reportar al bufete medio millón de dólares netos en concepto de honorarios que la idea se había convertido en algo aceptado por todos. Lo cierto era que sus cálculos eran aproximados y se basaban en conceptos que tenían que ver poco con la realidad, al menos en aquel estado preliminar de la demanda; sin embargo, los tres abogados ya pensaban en términos de esas cantidades, y Rochelle también. El Krayoxx se había convertido en noticia por todo el país y casi ninguna era buena. En lo tocante a Varrick Labs, el futuro del medicamento no parecía nada prometedor.
El bufete había trabajado tanto para reunir aquellos casos que todos se llevaron una sorpresa cuando se enteraron de que podían perder uno. Millie Marino se presentó en el despacho una mañana y pidió ver al señor Figg. Lo había contratado para validar el testamento de su marido y después había aceptado a regañadientes firmar con Finley & Figg para que representara a su difunto esposo en el caso contra el Krayoxx. Una vez en el despacho de Wally y con la puerta cerrada, le explicó que le costaba conciliar el hecho de que un abogado del bufete —Oscar— hubiera redactado un testamento que la dejaba sin una parte importante de la herencia —la colección de fichas de béisbol—, y que en esos momentos fuera otro abogado del mismo bufete —Wally— el encargado de validarlo. En su opinión, eso planteaba un flagrante conflicto de intereses y era definitivamente poco limpio. Estaba tan alterada que se echó a llorar.
Wally intentó explicarle que los abogados estaban obligados por el principio de confidencialidad. Cuando Oscar había redactado el testamento había tenido que ajustarse a los deseos de Chester, y puesto que este deseaba que nadie supiera de la existencia de su colección de fichas y que esta fuese a parar exclusivamente a manos de su hijo Lyle, su socio así lo había dispuesto. Desde un punto de vista estrictamente ético, Oscar no podía divulgar ninguna información relativa a las últimas voluntades de su cliente.
Millie no lo veía igual. Como viuda de Chester tenía derecho a conocer el patrimonio íntegro de su marido, especialmente algo tan valioso como aquellas fichas de béisbol. Había consultado a un anticuario y este le había dicho que solo la de Shoeless Joe valía como mínimo cien mil dólares. La colección entera podía llegar a los ciento cincuenta mil.
A Wally le importaban un comino las fichas, lo mismo que el caudal hereditario. En esos momentos, los cinco mil dólares de honorarios que había calculado le parecían calderilla. Tenía ante sí un caso de fallecimiento por culpa del Krayoxx y no pensaba dejarlo escapar.
—Le seré sincero —dijo mirando hacia la puerta muy serio—, yo habría llevado el asunto de otra manera, pero el señor Finley es de la vieja escuela.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que es tirando a machista. Para él, el marido es el cabeza de familia, el que acumula todos los bienes y el único que decide. Ya me comprende. Para él, si el marido quiere ocultar algo a su esposa, está en su derecho. Yo, en cambio, tengo un punto de vista mucho más liberal.
—Pero ya es demasiado tarde —contestó la señora Marino—. El testamento está redactado y solo falta validarlo.
—Es cierto, Millie, pero no se preocupe. Las cosas se arreglarán. Su marido dejó la colección de fichas a su hijo, pero a usted le dejó una preciosa demanda.
—¿Una qué?
—Ya sabe, la demanda contra el Krayoxx.
—Ah, ya… Si le digo la verdad, tampoco estoy muy contenta con eso. He hablado con otro abogado y me ha dicho que este asunto a ustedes los supera, que este bufete nunca ha llevado un caso parecido.
Wally dio un respingo y se las arregló para preguntar con voz temblorosa:
—¿Y por qué ha consultado con otro abogado?
—Porque me llamó la pasada noche. Comprobé sus credenciales en internet. Era de un bufete muy importante que tiene delegaciones por todo el país y se dedica esencialmente a denunciar a las empresas farmacéuticas. Estoy pensando en contratarlo.
—No lo haga, Millie. Esos tipos son famosos por reunir cientos de casos y después olvidarse de sus clientes. Si firma con ellos, nunca más volverá a hablar con ese abogado. Le asignarán un auxiliar. Es un timo, se lo aseguro. En cambio, a mí siempre me tiene disponible para hablar de lo que quiera por teléfono.
—No quiero hablar con usted, ni por teléfono ni en persona. —Se levantó y recogió su bolso.
—Por favor, Millie…
—Lo pensaré, Figg, pero ya le digo que no estoy nada contenta.
Diez minutos después de que se hubiera marchado, llamó Iris Klopeck para pedir prestados cinco mil dólares a cuenta de su futura indemnización. Wally se sentó con la cabeza entre las manos y se preguntó qué más podía salirle mal.
La demanda de Wally fue a parar a manos del honorable Harry Seawright, uno de los magistrados designados por Reagan y que llevaba casi treinta años en su cargo de juez federal. Tenía ochenta y un años, esperaba con ganas la jubilación y no lo entusiasmaba demasiado tener que encargarse de una demanda que podía tardar un par de años en resolverse y seguramente le ocuparía todo su tiempo. Sin embargo, sentía cierta curiosidad: su sobrino favorito llevaba años tomando Krayoxx con mucho éxito y sin haber sufrido efectos adversos. Como no podía ser de otra manera, el juez Seawright nunca había oído hablar de Finley & Figg, de modo que pidió a su ayudante que hiciera algunas averiguaciones. El correo electrónico que este le envió decía lo siguiente: «Es un humilde bufete de dos socios, situado en Preston, en la zona sudoeste de Chicago. Hace publicidad de divorcios rápidos, se dedica a todo tipo de delitos de lesiones y de conducción bajo los efectos del alcohol o las drogas. Hace más de diez años que no ha presentado ninguna demanda ante los tribunales federales y que no ha acudido a ningún juicio con jurado ante los tribunales del estado. Mantiene escasa actividad con el Colegio de Abogados, pero uno de sus miembros ha comparecido ante la justicia: Figg ha sido detenido dos o tres veces por conducir bajo los efectos del alcohol en los últimos doce años; además, en una ocasión denunciaron al bufete por acoso sexual. El asunto se zanjó con una indemnización».
Seawright apenas se lo podía creer, así que respondió lo siguiente: «¿Estos tipos no tienen experiencia ante los tribunales y, sin embargo, han presentado una demanda de cien millones contra la tercera empresa farmacéutica más grande del mundo?».
«Así es», contestó el ayudante.
«¡Es de locos! ¿Qué hay detrás de todo esto?», preguntó el juez.
«Una histeria colectiva con el Krayoxx. Es el último medicamento que ha salido que tiene efectos secundarios perniciosos. Los bufetes especialistas en acciones conjuntas están frenéticos. Lo más seguro es que Finley & Figg confíen en poder subirse al carro de las indemnizaciones de algún pez gordo», explicó el ayudante.
«Manténgame informado», escribió Seawright.
Poco después, el ayudante añadió: «La demanda está firmada por Finley & Figg y también por un tercer abogado, un tal David Zinc, antiguo asociado de Rogan Rothberg. He llamado a un amigo que tengo allí. Zinc no aguantó la presión, se largó hará unos diez días y de algún modo aterrizó en Finley & Figg. Carece de experiencia ante los tribunales. Imagino que ha ido a parar al lugar adecuado».
«Será mejor seguir este caso de cerca», repuso el juez Seawright.
«Como de costumbre», concluyó el ayudante.
Varrick Labs tenía su sede central en un llamativo conjunto de edificios de vidrio y acero situados en un bosque cerca de Montville, en Nueva Jersey. El complejo era obra de un arquitecto famoso en su día que no había tardado en repudiar su propio diseño. En ocasiones lo alababan por atrevido y futurista, pero lo habitual era que lo consideraran monótono, feo, parecido a un búnker, y de estilo soviético. Lo cierto era que en muchos sentidos parecía una fortaleza alejada del tráfico y protegida por los árboles que la rodeaban. Teniendo en cuenta la frecuencia con la que le llovían las demandas, su aspecto resultaba el más adecuado. Varrick Labs estaba atrincherada en el bosque, lista para el siguiente asalto.
Su consejero delegado era Reuben Massey, un hombre de la compañía que había dirigido el destino de la misma durante años y a través de etapas turbulentas, pero siempre con impresionantes beneficios. Varrick se hallaba en guerra permanente contra los bufetes especializados en acciones conjuntas, y si bien otras empresas del sector se habían doblegado o incluso habían perecido a causa de las indemnizaciones, Massey siempre había encontrado el modo de contentar a sus accionistas. Sabía cuándo luchar, cuándo negociar a la baja y cómo apelar a la avaricia de los abogados al mismo tiempo que ahorraba millones a la empresa. Durante su mandato, Varrick había logrado sobrevivir a: 1) una indemnización de cuatrocientos millones de dólares por culpa de una crema dentífrica que causaba envenenamientos por zinc; 2) una indemnización de cuatrocientos cincuenta millones por culpa de un laxante que causaba oclusiones intestinales; 3) una indemnización de setecientos millones por un anticoagulante que frió el riñón de varios pacientes; 4) una indemnización de un millón doscientos mil dólares por un medicamento contra la migraña que presuntamente disparaba la tensión arterial; 5) una indemnización de dos mil doscientos millones por una pastilla contra la tensión arterial que presuntamente provocaba migrañas; 6) una indemnización de dos mil doscientos millones por un analgésico que creaba adicción instantánea; y la peor de todas, 7) una indemnización de tres mil millones por una píldora para adelgazar que causaba ceguera.
Se trataba de una lista larga y penosa por la que Varrick había tenido que pagar un alto precio ante el tribunal de la opinión pública. Aun así, Massey no dejaba de recordar a sus huestes los cientos de medicamentos, innovadores y eficaces, que habían creado y vendido en todo el mundo. Lo que no solía mencionar, salvo en las reuniones del consejo, era que Varrick había obtenido beneficios con todos los fármacos que habían sido objeto de demanda, es decir, incluso teniendo en cuenta las ingentes cantidades abonadas en concepto de indemnización, la empresa seguía ganando la batalla.
Sin embargo, la situación podía cambiar con el Krayoxx. En esos momentos se enfrentaban a cuatro demandas: la primera, en Fort Lauderdale; la segunda, en Chicago; y una tercera y una cuarta más recientes en Tejas y Brooklyn. Massey seguía atentamente las evoluciones de los bufetes de acciones conjuntas. Diariamente dedicaba parte de su tiempo a los abogados de la empresa y a estudiar las demandas contra la competencia, a leer los informes del Colegio de Abogados, y a mantenerse al día gracias a los blogs y los foros de internet. Uno de los indicadores inequívocos de que se avecinaba algo importante eran los anuncios de televisión: cuando los abogados empezaban a bombardear las ondas con sus sucios mensajes de «póngase en contacto con nosotros y hágase rico», Massey sabía que Varrick podía ir preparándose para una nueva y costosa pelea.
Los anuncios contra el Krayoxx estaban por todas partes. La histeria había empezado.
Algunos de los fracasos de la empresa habían logrado preocupar a Massey. La pastilla contra la migraña había sido una metedura de pata espectacular, y él seguía maldiciéndose por haber presionado para que se aprobara. El anticoagulante estuvo a punto de costarle el despido. Sin embargo, nunca había dudado ni dudaría del Krayoxx. Varrick había invertido cuatro mil millones de dólares en su desarrollo, el fármaco había sido probado extensivamente en ensayos clínicos y en países del tercer mundo con resultados espectaculares. El trabajo de investigación había sido exhaustivo e impecable. Como medicamento tenía unos antecedentes inmejorables. El Krayoxx no causaba más ataques al corazón y derrames cerebrales que un concentrado vitamínico, y Varrick contaba con una montaña de pruebas científicas para demostrarlo.
La reunión con los abogados comenzó exactamente a las nueve y media de la mañana, en la sala de reuniones de la quinta planta de un edificio que se asemejaba a los silos de grano de Kansas. Reuben Massey era especialmente puntilloso con respecto a la puntualidad, de modo que a las nueve y cuarto sus ocho abogados ya estaban sentados y esperándolo. El equipo lo dirigía Nicholas Walker, ex fiscal, ex abogado de Wall Street y cerebro de todas las estrategias de defensa empleadas por Varrick. Cuando las demandas empezaban a lloverles como bombas de racimo, Massey y Walker se encerraban juntos durante horas para analizar, responder, planificar y dirigir fríamente los ataques que fueran necesarios.
Massey entró en la sala cuando faltaban cinco minutos para las nueve y media, cogió su agenda y preguntó:
—¿Qué tenemos hoy?
—¿Krayoxx o Faladin? —dijo Walker.
—Vaya, casi me olvidaba del Faladin. Por ahora nos dedicaremos al Krayoxx.
Faladin era una crema antiarrugas que, según unos cuantos abogados bocazas de la costa Oeste, se suponía que las provocaba en lugar de eliminarlas. La demanda todavía no había cobrado fuerza, principalmente porque los demandantes tenían ciertas dificultades a la hora de medir una arruga antes y después de los efectos de la crema.
—Bien, las puertas se han abierto, la bola de nieve ha echado a rodar, elijan la metáfora que prefieran —expuso Walker—. En cualquier caso se está armando una de mil demonios. Ayer hablé con Alisandros, de Zell y Potter, y están hasta arriba de casos nuevos. Su intención es presionar para montar una multidistrito en Florida y mantener el control.
—¡Alisandros! ¿Por qué será que siempre nos encontramos con los mismos ladrones cada vez que nos atracan? ¿Acaso no le hemos llenado los bolsillos lo suficiente durante los últimos veinte años? —preguntó Massey.
—Es evidente que no, y eso que ha mandado construir un campo de golf privado para los abogados de Zell y Potter y sus afortunados amigos. Incluso me ha invitado a jugar dieciocho hoyos.
—Haz el favor de ir, Nick. Debemos asegurarnos de que esos matones invierten nuestro dinero como es debido.
—Lo haré. Ayer me llamó por teléfono Amanda Petrocelli desde Reno para decirme que ha pescado unos cuantos casos de fallecimiento y que está montando una demanda conjunta que presentará entre hoy y mañana. Le dije que a nosotros nos da igual cuándo lo haga. Debemos esperar que se presenten más a lo largo de esta semana y la que viene.
—Nuestro Krayoxx no es el causante de todos esos derrames cerebrales y ataques al corazón —declaró Massey—. Tengo fe en ese medicamento.
Los ocho letrados asintieron a la vez. Reuben Massey no era de los que hablaban por hablar. Tenía sus dudas a propósito del Faladin, y Varrick acabaría pactando una indemnización mucho antes de que se celebrara el juicio.
La segunda del equipo legal era una mujer llamada Judy Beck, otra veterana de las guerras de acciones conjuntas.
—Todos nosotros opinamos igual, Reuben. Nuestro trabajo de investigación es mejor que el de ellos, eso suponiendo que hayan hecho alguno. Nuestros expertos son mejores, nuestras pruebas son mejores y nuestros abogados serán mejores. Quizá haya llegado la hora de contraatacar y lanzar todo lo que tenemos contra el enemigo.
—Me has leído el pensamiento, Judy —repuso Massey—. ¿Habéis pensado en una estrategia?
Nicholas Walker respondió:
—No es definitiva, pero por el momento repetiremos los movimientos habituales, haremos las declaraciones públicas de costumbre y esperaremos a ver quién interpone demandas y dónde. Les echaremos un vistazo, estudiaremos a los jueces y las jurisdicciones, y entonces elegiremos el lugar adecuado. Cuando tengamos todos los planetas alineados, el demandante adecuado, la ciudad adecuada y el juez adecuado, contrataremos al pistolero más rápido del momento y presionaremos con todas nuestras fuerzas para ir a juicio.
—Esta jugada ya nos ha salido mal más de una vez —advirtió Massey—. Recuerda el Klervex. Nos costó dos mil millones de dólares.
Aquel medicamento milagroso contra la tensión había estado destinado al mayor de los éxitos hasta que cientos de usuarios empezaron a desarrollar migrañas terribles. Massey y sus abogados creían en él y decidieron arriesgarse a ir a juicio. Confiaban en ganarlo fácilmente y en que una victoria rotunda no solamente desanimaría a futuros demandantes, sino que ahorraría millones a la empresa. Sin embargo, el jurado opinó de modo diferente y concedió al demandante una indemnización de veinte millones.
—Esto no es el Klervex —contestó Walker—. El Krayoxx es un fármaco mucho mejor, y esas demandas no tienen fundamento.
—Estoy de acuerdo —convino Massey—. Tu plan me gusta.