El plan de Wally con el envío masivo de cartas no dio resultado. El servicio de Correos devolvió la mitad por distintas razones. Las llamadas telefónicas aumentaron ligeramente a lo largo de la semana siguiente, pero debido principalmente a clientes que deseaban ser dados de baja de la lista de correo de Finley & Figg. Impertérrito, Wally presentó su demanda ante el Tribunal de Distrito del Distrito Norte de Illinois, en nombre de Iris Klopeck, Millie Marino y «otros que serán definidos posteriormente», en la que alegaba que los seres queridos de sus representados habían muerto a causa del Krayoxx, un fármaco elaborado por Varrick Labs. Tirando alto, solicitaba un total de cien millones de dólares en concepto de indemnización por daños y pedía un juicio con jurado.
La presentación estuvo lejos de tener el dramatismo que esperaba. Aunque intentó que los medios se interesaran por la demanda que estaba preparando, tuvo escaso éxito. En lugar de cumplimentarla online, él y David, vestidos con sus mejores trajes, condujeron hasta el edificio de juzgados Everett M. Dirksen, en el centro de Chicago, y la entregaron en mano al oficial del juzgado. No hubo ni reporteros ni fotógrafos, lo cual irritó a Wally. No obstante, este logró convencer al funcionario para que tomara una fotografía de los dos, muy serios, en el momento de entrarla en el registro. De vuelta a la oficina envió por correo electrónico la foto con una copia de la demanda al Tribune, al Chicago Sun-Times, al Wall Street Journal, a Time, Newsweek y varias publicaciones más.
David rezó para que la foto pasara inadvertida, pero Wally tuvo suerte. Un periodista del Tribune telefoneó al bufete y Rochelle pasó inmediatamente la llamada a un radiante Figg. A partir de ahí se desencadenó la avalancha de publicidad.
A la mañana siguiente, en la primera página de la sección de noticias locales apareció el siguiente titular: «Abogado de Chicago demanda a Varrick Labs por el Krayoxx». El artículo hacía un resumen de la denuncia, decía que el abogado Figg se describía a sí mismo como «un especialista en acciones conjuntas» y definía a Finley & Figg como un bufete-boutique con un largo historial de pleitos contra empresas farmacéuticas. No obstante, el periodista había hecho sus propias averiguaciones: por un lado, citaba a dos conocidos abogados defensores que aseguraban no haber oído hablar en su vida del tal Figg; y por otro, aseguraba que no había constancia de que Finley & Figg hubiera presentado ninguna demanda de ese tipo durante los últimos diez años. Varrick respondió agresivamente: defendió la bondad de su producto, prometió que emprendería acciones legales y declaró que estarían «encantados de someterse a juicio ante un jurado imparcial para limpiar su buen nombre». La fotografía que publicaba el Tribune era bastante grande, lo cual entusiasmó a Wally y avergonzó a David. Formaban una curiosa pareja: uno calvo, gordo y mal vestido; el otro, alto, atlético y de aspecto mucho más joven.
La historia corrió como la pólvora por internet, y el teléfono no dejó de sonar. Hubo momentos en que Rochelle se vio tan superada que David tuvo que echarle una mano. Algunos de los que llamaban eran reporteros; otros, abogados en busca de información; pero en su mayoría se trataba de usuarios de Krayoxx que estaban asustados y confundidos. David no estaba seguro de qué debía contestar. La estrategia del bufete —si es que se la podía llamar así— consistía en elegir los casos de fallecimiento y en algún momento de un futuro indefinido añadir los demás y agruparlos todos en una acción conjunta. Sin embargo, a David le resultaba difícil explicarlo por teléfono puesto que ni él mismo acababa de comprenderlo.
Cuando los teléfonos siguieron sonando y la excitación fue en aumento, incluso Oscar salió de su despacho y mostró cierto interés. Su pequeño bufete nunca había conocido tanta actividad. Quizá había llegado realmente su momento. Quizá Wally había acertado después de todo. Quizá y solo quizá ese caso podía reportarles algo de dinero, y gracias a él iba a lograr el tan anhelado divorcio seguido inmediatamente por la jubilación.
Los tres se reunieron a última hora del día para comparar sus notas. Wally sudaba copiosamente por culpa de la emoción. Agitó su libreta en el aire y dijo:
—Aquí tenemos cuatro casos de fallecimiento completamente nuevos, así que hay que conseguir que firmen con nosotros ¡ya! ¿Estás de acuerdo, Oscar?
—Claro, yo me ocuparé de uno —repuso Oscar fingiéndose tan reacio como siempre.
—Bien. Y ahora, señora Gibson, tenemos el caso de una mujer negra que vive en Nineteenth, no lejos de donde usted, en el número tres de Bassitt Towers. Según nos ha contado, el lugar es seguro.
—No pienso ir a Bassitt Towers —contestó Rochelle—. ¡Si casi puedo oír los disparos desde mi piso!
—A eso me refiero, a que lo tiene a la vuelta de la esquina. Podría pasar de camino a su casa.
—Ni hablar.
Wally golpeó la mesa con su libreta.
—¿Es que no comprende de qué va todo esto, maldita sea? Esta gente está esperando que nos hagamos cargo de sus casos, casos que valen millones. Podríamos obtener una jugosa indemnización antes de un año. Estamos en la antesala de algo grande, pero a usted, como siempre, le da igual.
—No pienso jugarme la vida por este bufete.
—Estupendo, así que cuando lleguemos a un acuerdo con Varrick y el dinero empiece a entrar a espuertas usted se olvidará de su parte de la bonificación, ¿no?
—¿Qué bonificación?
Wally se levantó, fue hasta la puerta y regresó.
—Vaya, vaya, qué rápidamente olvidamos las cosas. ¿Se acuerda del caso Sherman, del año pasado? Un precioso caso de accidente de coche, una colisión por detrás. State Farm pagó sesenta de los grandes. Nosotros nos llevamos una tercera parte, unos estupendos veinte mil dólares, y destinamos una parte a pagar viejas facturas. Yo me embolsé siete mil y Oscar otros siete, pero a usted le dimos mil en efectivo por debajo de la mesa. ¿No es cierto, Oscar?
—Sí, y no fue la primera vez.
Rochelle calculaba mientras Wally hablaba. Sería una lástima desaprovechar semejante caramelo. ¿Y si para variar él estaba en lo cierto? Wally dejó de hablar y durante un momento se hizo un tenso silencio. CA se levantó y empezó a gruñir. Transcurrieron unos segundos, y todos oyeron la distante sirena de una ambulancia. El sonido se hizo más fuerte, pero curiosamente nadie se asomó a la ventana ni salió al porche.
¿Habían perdido todo interés por lo que constituía su pan de cada día? ¿El bufete-boutique había dejado a un lado los accidentes de automóvil para ascender a un terreno más lucrativo?
—¿De cuánto sería esa gratificación? —preguntó Rochelle.
—Vamos, señora Gibson —repuso Wally—. No tengo ni idea.
—¿Y qué le digo yo a esa pobre mujer?
Wally cogió su libreta.
—He hablado con ella hace una hora. Se llama Pauline Sutton y tiene sesenta y dos años. Su hijo de cuarenta, Jermaine, murió de un ataque al corazón hace siete meses. Según me dijo su madre, tenía cierto sobrepeso y llevaba cuatro años tomando Krayoxx para combatir el colesterol. Estamos ante una mujer encantadora pero también ante una madre afligida. Coja uno de los nuevos contratos de servicios legales para el Krayoxx, explíqueselo y que lo firme. Es pan comido.
—¿Y qué pasa si me pregunta acerca de la demanda y la indemnización?
—Dele una cita y que venga a vernos. Yo mismo le aclararé cualquier duda. Lo más importante es que firme con nosotros. Acabamos de agitar un avispero, aquí en Chicago. A partir de ahora, todos los que se dedicaban a perseguir ambulancias como nosotros están como locos buscando víctimas del Krayoxx. El tiempo es primordial. ¿Puede hacerlo, señora Gibson?
—Supongo.
—Muchas gracias. Ahora propongo que salgamos a patearnos las calles.
La primera parada fue una pizzería próxima a la oficina, de esas en las que se podía comer cuanto uno quisiera por una cantidad fija. El restaurante formaba parte de una cadena propiedad de una empresa que se estaba enfrentando a una avalancha de mala prensa por culpa de sus menús. Una importante revista dedicada a la salud había hecho analizar sus platos y los había declarado peligrosos y no aptos para el consumo humano. Todos rebosaban grasas, aceites y aditivos, y la empresa no hacía el menor esfuerzo por cocinar nada saludable. Una vez preparada, la comida se servía al estilo bufet y a unos precios escandalosamente bajos. La cadena de restaurantes se había convertido en sinónimo de multitudes de obesos comiendo hasta reventar. Los beneficios eran espectaculares.
El encargado era un joven rollizo llamado Adam Grand. Les pidió que esperaran diez minutos para que pudiera tomarse un descanso y atenderlos. David y Wally encontraron un reservado lo más alejado posible de las mesas del bufet, que era amplio y espacioso. David reparó entonces en que todo estaba sobredimensionado: los platos, los vasos, las servilletas, las mesas, las sillas y también los reservados. Mientras Wally hablaba por el móvil y concertaba una cita con otro cliente potencial, David no pudo evitar fijarse en los orondos clientes que se servían montañas de pizza. Casi sintió lástima por ellos.
Adam Grand se sentó frente a ellos y anunció:
—Tengo a mi jefe en la otra punta dando gritos, así que les doy cinco minutos.
Wally no perdió el tiempo.
—Por teléfono me dijo usted que su madre murió hace seis meses de un ataque al corazón, que tenía sesenta y seis años y tomaba Krayoxx desde hacía un par de años. ¿Qué me dice de su padre?
—Murió hará unos tres años.
—Lo siento. ¿También por el Krayoxx?
—No. De cáncer de colon.
—¿Tiene usted algún hermano o hermana?
—Un hermano. Vive en Perú y no tiene nada que ver con esto.
Wally y David tomaban notas rápidamente. David tenía la sensación de que debía decir algo importante, pero no se le ocurría nada. Estaba allí como chófer. Wally se disponía a preguntar algo más cuando Adam les lanzó una bola con efecto.
—¿Saben?, acabo de hablar con otro abogado.
Wally se irguió de golpe y abrió mucho los ojos.
—¿De veras? ¿Cómo se llama?
—Me dijo que era un experto en el Krayoxx y que podría conseguirme un millón de dólares sin despeinarse siquiera. Díganme, ¿es verdad?
Wally estaba dispuesto para la lucha.
—Miente. Si le ha prometido un millón de dólares es que es idiota. No podemos prometerle nada en cuanto a la cuantía de la indemnización. Lo que sí podemos prometerle es que tendrá el mejor asesoramiento legal que pueda encontrar.
—Sí, claro, pero me gusta la idea de un abogado diciéndome cuánto puedo ganar, no sé si me entiende.
—Está bien, podemos conseguirle mucho más que un millón de dólares —prometió Wally.
—Ahora sí que lo escucho. ¿Y cuánto puede tardar?
—Un año, quizá dos —prometió nuevamente Wally al tiempo que deslizaba un contrato hacia él—. Eche un vistazo a esto. Es un contrato entre usted como representante legal de su madre fallecida y nuestro bufete.
Adam lo leyó de arriba abajo.
—¿Nada de pagos por adelantado?
—Nada. Nosotros cubrimos los gastos iniciales.
—El cuarenta por ciento para ustedes me parece excesivo.
Wally negó con la cabeza.
—Es lo habitual en esta profesión. Cualquier abogado especialista en acciones conjuntas que se precie se lleva el cuarenta por ciento. Algunos incluso piden el cincuenta, pero nosotros no. Creemos que el cincuenta por ciento es poco ético. —Wally miró a David en busca de confirmación, y este asintió y frunció el entrecejo al pensar en todos los siniestros abogados que había por ahí haciendo gala de una ética dudosa.
—A mí también me lo parece —repuso Adam antes de firmar el contrato.
Wally se lo arrebató prácticamente de las manos y dijo:
—Estupendo, Adam, ha sido una sabia decisión. Bienvenido al equipo. Añadiremos este caso a nuestra demanda y le daremos impulso. ¿Alguna pregunta?
—Sí. ¿Qué le digo al abogado ese?
—Dígale que ha fichado con los mejores, Finley & Figg.
—Está usted en buenas manos —añadió David solemnemente y se dio cuenta en el acto de que había sonado como un anuncio barato. Wally lo miró como diciendo: «¿Lo dices en serio?».
—Bueno, eso está por ver —contestó Adam—. Lo sabremos cuando reciba el gran cheque. Me ha prometido más de un millón, señor Figg, y espero que cumpla con su palabra.
—No lo lamentará.
—Muy bien, adiós —se despidió Adam, que se levantó y desapareció.
—Bueno, este ha sido fácil —comentó Wally, guardando los papeles en su cartera.
—Le acabas de prometer un millón a ese tío, ¿te parece prudente? —dijo David.
—No, pero si es lo que hace falta hacer, se hace. Así funcionan las cosas, joven David. Consigues que firmen, los incorporas al resto y los mantienes contentos. Cuando el dinero esté encima de la mesa se olvidarán de lo que les dijiste. Por ejemplo, dentro de un año, Varrick se harta del Krayoxx y tira la toalla. Ahora supongamos que nuestro amigo Adam recibe menos de un millón, di una cifra, cualquiera, supongamos que son setecientos cincuenta mil. ¿De verdad crees que ese infeliz va a rechazar el dinero?
—Seguramente no.
—Exacto, se pondrá más contento que un niño con zapatos nuevos y se olvidará de todo lo que hemos hablado hoy. —Echó una mirada hambrienta a las mesas del bufet—. Oye, ¿tienes planes para la cena? Estoy hambriento.
David no tenía ninguno, pero no estaba dispuesto a cenar en un sitio como aquel.
—Sí, mi mujer me espera para tomar algo.
Wally echó otra ojeada a las ingentes cantidades de comida y la gran cantidad de gente que la devoraba. Entonces sonrió maliciosamente.
—¡Qué gran idea! —exclamó, felicitándose por la ocurrencia.
—¿Cómo dices?
—Sí, echa un vistazo a toda esa gente. ¿Cuál dirías que es su peso medio?
—No tengo ni idea.
—Ni yo, pero si con mis cien kilos estoy un poco gordo, esa gente pasa de los doscientos fácilmente.
—No te sigo, Wally.
—No tienes más que mirar lo que salta a la vista. Esto está abarrotado de tipos obesos y la mitad de ellos seguramente toma Krayoxx. Apuesto algo a que si gritas «¿quién toma Krayoxx?», al menos la mitad de esos desgraciados levantará la mano.
—Ni se te ocurra.
—No lo voy a hacer, pero ¿entiendes lo que te digo?
—¿Quieres empezar a repartir tarjetas del bufete?
—No, listillo, pero tiene que haber un modo de encontrar a los usuarios de Krayoxx entre esta multitud.
—No veo que haya ningún muerto todavía.
—Pues lo habrá. Podríamos sumarlos a nuestra segunda demanda de casos de no fallecimiento.
—A ver, Wally, no lo entiendo. Se supone que en algún momento vamos a tener que demostrar que ese medicamento es perjudicial.
—Claro, pero lo haremos más adelante, cuando contratemos a nuestros expertos. Ahora mismo, lo más importante es conseguir que la gente firme con nosotros. Ahí fuera ha empezado una carrera, David. Hay que buscar la manera de localizar a los consumidores de Krayoxx y hacerlos firmar.
Eran casi las seis, y el restaurante se había llenado. Wally y David ocupaban el único reservado donde no se comía. Una familia numerosa se les acercó con dos platos de pizza cada uno y los miró con cara de pocos amigos. Aquello iba en serio.
Su siguiente parada fue un dúplex próximo al aeropuerto Midway. David aparcó junto al bordillo, detrás de un VW escarabajo suspendido sobre unos ladrillos.
—Bien, se trata de Frank Schmidt. Tenía cincuenta y dos años cuando falleció a causa de un ataque al corazón hace un año. He hablado con su viuda, Agnes —explicó Wally, pero David apenas lo escuchaba.
El joven abogado estaba intentando convencerse de que realmente estaba haciendo aquello, recorrer los barrios más pobres de Chicago con su nuevo jefe, un jefe que no podía conducir por sus problemas con el alcohol, en plena noche, vigilando que no hubiera matones por los alrededores, llamando a la puerta de hogares miserables sin saber lo que hallarían dentro, y todo por reunir clientes antes de que se presentara la competencia. ¿Qué pensarían de aquello sus colegas de Harvard? Sin duda, se troncharían. Sin embargo, David había decidido que no le importaba, porque cualquier trabajo relacionado con la abogacía era mejor que el que había tenido. Además, la mayoría de sus compañeros de facultad tampoco eran especialmente felices con sus empleados, y él en cambio se sentía liberado.
O Agnes Schmidt no estaba en casa o estaba escondida. Nadie salió a abrir, de modo que se marcharon rápidamente.
—Mira, Wally, quiero irme a casa con mi mujer —dijo David mientras conducía—. No la he visto demasiado en estos últimos cinco años, así que es hora de que recupere el tiempo perdido.
—No te culpo, es muy guapa.