12

A las cuatro y media de la tarde regresaron a la teórica seguridad de la oficina. La impresora escupía sin parar hojas de papel, y Rochelle estaba en su mesa, ordenando y apilando montones de cartas.

—¿Se puede saber qué le ha hecho a la pobre DeeAnna Nuxhall? —gruñó al ver a Wally.

—Digamos que su divorcio ha quedado pospuesto hasta que encuentre el modo de pagar a su abogado. ¿Por qué?

—Ha llamado tres veces, llorando y armando un jaleo de mil demonios. Quería saber a qué hora volvería usted. Está claro que tiene muchas ganas de verlo.

—Bien, eso quiere decir que ha encontrado el dinero.

Wally cogió una de las cartas, la examinó y se la entregó a David para que la leyera. El encabezamiento —«¡Cuidado con el Krayoxx!»— captó inmediatamente su atención.

—Empecemos a firmarlas —dijo Wally—. Quiero que salgan en el correo de la tarde. El reloj sigue haciendo tic-tac.

Las cartas estaban escritas en papel con el membrete de Finley & Figg y las mandaba el honorable Wallys T. Figg, abogado. Bajo el «sinceramente suyo» solo había espacio para una firma.

—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó David.

—Pues firmar con mi nombre —repuso Wally.

—¿Qué?

—Mira, empieza a firmar. No creerás que voy a firmar yo solo las tres mil cartas, ¿verdad?

—O sea, que tengo que falsificar tu firma, ¿no es eso?

—No. Por el presente acto te faculto para que firmes estas cartas con mi nombre —contestó Wally despacio, como si hablara con un idiota. Luego se volvió hacia Rochelle y añadió—: Y a usted también.

—Ya he firmado más de un centenar —dijo ella, pasándole una a David—. Eche un vistazo. Hasta un chaval de párvulos firmaría mejor.

Tenía razón. La firma no era más que un garabato: empezaba con un borrón que seguramente pretendía recordar una «W» y seguía con un palo que debía referirse a la «T» o la «F». David cogió una de las cartas que Wally acababa de firmar y comparó la rúbrica con la falsificada por Rochelle. Tenían un vago parecido y ambas resultaban ilegibles e indescifrables.

—Sí, es bastante fea.

—Poco importa el garabato que haga, nadie lo lee —añadió Rochelle.

—Pues yo creo que tengo una firma muy distinguida —dijo Wally, estampándola en una carta—. ¿Qué tal si empezamos?

David se sentó y comenzó a experimentar con su propia versión mientras Rochelle doblaba las hojas, las metía en sobres y les ponía el sello.

—¿Quién es toda esta gente? —preguntó David al cabo de un rato.

—Los clientes de nuestra base de datos —contestó Wally, dándose importancia—. Casi tres mil nombres.

—¿Que se remontan a cuándo?

—A unos veinte años —repuso Rochelle.

—Es decir, que de algunos de ellos no sabemos nada desde hace años, ¿no?

—Así es. Seguramente más de uno habrá fallecido y otros habrán cambiado de dirección, eso sin contar con que muchos de ellos no se alegrarán precisamente de recibir una carta de Finley & Figg.

—Confiemos en que si han muerto haya sido por culpa del Krayoxx —soltó Wally, acompañando el comentario con una risotada.

Ni Rochelle ni David le vieron la gracia. Transcurrieron varios minutos en silencio. David pensaba en la habitación de arriba y en todo el trabajo que necesitaba. Rochelle observaba el reloj a hurtadillas, esperando que marcara las cinco de la tarde. Wally estaba encantado lanzando su red para captar clientes.

—¿Qué clase de respuesta esperas? —preguntó David.

Rochelle se limitó a alzar los ojos al cielo, como diciendo «ninguna».

Wally se detuvo un momento para desentumecer su mano de tanto firmar.

—Buena pregunta —reconoció mientras se frotaba la barbilla y contemplaba el techo como si únicamente él tuviera la respuesta a tan compleja cuestión—. Supongamos que un uno por ciento de la población adulta de este país esté tomando Krayoxx…

—¿De dónde has sacado lo del uno por ciento? —quiso saber David.

—Investigación. Está en el expediente. Llévatelo a casa esta noche y entérate de los hechos. Como iba diciendo, el uno por ciento de nuestra base de datos lo forman unas treinta personas. Suponiendo que un veinte por ciento de ellas haya tenido problemas de ataques al corazón, eso nos deja unos cinco o seis casos. Incluso puede que sean unos siete u ocho, quién sabe. Si asumimos, como creo, que cada caso vale un par de millones, especialmente si hay una muerte de por medio, tenemos delante unos ingresos sustanciales. Me da la impresión de que nadie de este bufete me cree, pero no voy a discutir.

—Yo no he dicho nada —repuso Rochelle.

—Yo solo preguntaba por curiosidad, nada más —dijo David. Pero al cabo de un momento añadió—: Entonces, ¿cuándo presentaremos la gran demanda?

Wally el experto se aclaró la garganta antes de impartir su pequeño seminario.

—Muy pronto. Ya tenemos a Iris Klopeck, así que podríamos presentarla mañana si quisiéramos. Mi intención es hacer que la viuda de Chester Marino firme con nosotros tan pronto como haya acabado el funeral. Si las cartas salen hoy, es de esperar que el teléfono empiece a sonar en un par de días. Con un poco de suerte, es posible que tengamos media docena de casos entre manos en cuestión de una semana. Entonces presentaremos la demanda. Mañana prepararé el borrador. En estos casos de acciones conjuntas es importante darse prisa. Para empezar soltaremos nuestra bomba aquí, en Chicago. Cuando salgamos en las noticias, todos los usuarios de Krayoxx tirarán el medicamento y nos llamarán.

—¡Ay, madre! —exclamó Rochelle.

—Sí, ¡ay, madre!, espere a que llegue la indemnización y entonces podrá exclamar de nuevo ¡ay, madre!

—¿Ante los tribunales del estado o los federales? —preguntó David, dispuesto a echar leña al fuego.

—Buena pregunta. Me gustaría que lo investigaras un poco. Si acudimos a los del estado, también podremos demandar a los médicos que recetaron el Krayoxx a nuestros clientes. Eso supone más demandados, pero también más abogados de la defensa armando ruido. Aunque Varrick Labs tiene dinero suficiente para contentarnos a todos, en principio me inclinaría por dejar fuera de esto a los médicos. Si acudimos a la jurisdicción federal, y teniendo en cuenta que la demanda contra el Krayoxx será a escala nacional, podríamos sumarnos a una acción conjunta y apuntarnos al resultado. Nadie espera que un caso así llegue a juicio, así que cuando empiecen las negociaciones lo mejor será que nos hayamos unido a uno de los grandes.

Una vez más, Wally parecía dominar tanto el tema que David sintió deseos de creerlo. Sin embargo, llevaba lo suficiente en el bufete para saber que Wally nunca había tramitado un caso de acción conjunta. Ni tampoco Oscar.

La puerta del despacho de Oscar se abrió, y este salió con su habitual expresión ceñuda y cansada.

—¿Qué demonios es todo esto? —preguntó inofensivo, pero nadie le contestó.

Se acercó a la mesa, cogió una de las cartas, la examinó y se disponía a decir algo cuando la puerta principal se abrió de repente y un tipo alto, corpulento, tosco y cubierto de tatuajes se plantó en medio de la recepción y bramó:

—¿Quién es Figg?

Oscar, David e incluso Rochelle señalaron sin vacilar a Wally, que se había quedado petrificado. Detrás del intruso se ocultaba una mujer con un vestido amarillo, DeeAnna Nuxhall, que gritó con voz chillona:

—¡Es ese, Trip, el gordo y bajito!

Trip fue directamente hacia Wally como si pretendiera matarlo. Los demás miembros del bufete se apartaron de la mesa, dejando que Wally se las apañara solo. Trip se plantó ante él, abrió y cerró los puños un par de veces y dijo en un tono amenazador:

—Mire, Figg, pedazo de basura, mi chica y yo nos casamos el sábado, de modo que ella necesita el divorcio para mañana. ¿Qué problema hay?

Wally, que seguía sentado y se había encogido en previsión de la lluvia de golpes que iba a caerle, respondió:

—Ninguno, solo quiero que me paguen por mis servicios.

—Ella le ha prometido pagarle más adelante, ¿o no?

—Desde luego que sí —intervino DeeAnna.

—Si me pone la mano encima haré que lo detengan —dijo Wally mirando a Trip—, y no podrá casarse estando en la cárcel.

—¡Ya te avisé de que era un listillo! —chilló DeeAnna.

Trip, que necesitaba atizarle a algo pero no estaba seguro de si emprenderla con Wally, dio un manotazo a uno de los montones de cartas y las lanzó por los aires.

—¡Consiga ese divorcio, Figg! Mañana estaré en el tribunal, y si a mi chica no le dan el divorcio, ¡le patearé el culo delante de toda la sala!

—¡Llame a la policía, Rochelle! —ordenó Oscar, pero la secretaria estaba demasiado asustada para moverse.

Trip necesitaba añadir más dramatismo a la escena, así que cogió un grueso libro de leyes de la mesa y lo arrojó por la ventana. Una lluvia de cristales rotos cayó con estrépito en el porche. CA ladró y corrió a refugiarse bajo la mesa de Rochelle.

Trip tenía la mirada vidriosa.

—¡Le retorceré el pescuezo, Figg!

—¡Dale fuerte, Trip! —lo apremió DeeAnna.

David lanzó una mirada al sofá, vio el maletín de Wally y se acercó con disimulo hacia él.

—¡Mañana iremos al tribunal y queremos verlo allí, Figg! ¿Irá o no? —tronó Trip, dando un paso más.

Wally se preparó para la agresión. Rochelle se acercó a su mesa y aquello molestó a Trip.

—¡Usted! ¡No se mueva y no se atreva a llamar a la pasma!

—Llame a la policía, Rochelle —repitió Oscar sin hacer el menor intento él mismo de descolgar el teléfono.

David se acercó un poco más al maletín.

—¡Contésteme, Figg!

—Me dejó en ridículo delante de todos —gimoteó DeeAnna. Era evidente que quería ver correr sangre.

—¡Es usted un mierdecilla, Figg!

Wally se disponía a responder algo ingenioso cuando Trip lo tocó. Fue un empujón, un empujón bastante inofensivo a la vista de lo que lo había precedido, pero una agresión al fin y al cabo.

—¡Eh, cuidado! —espetó Wally, quitándose de encima a Trip de un manotazo.

David abrió el maletín y sacó un Colt Magnum del calibre 44 enorme y negro. Nunca había cogido una pistola y no estaba seguro de cómo hacerlo para no dispararse en la mano. En cualquier caso se las arregló para no tocar el gatillo.

—¡Toma, Wally! —dijo, dejando la pistola en la mesa.

Wally la cogió y se puso en pie. El enfrentamiento tomó un cariz completamente nuevo.

—¡La madre…! —chilló Trip y dio un paso atrás.

DeeAnna se refugió tras él, gimoteando. Rochelle y Oscar parecían tan sorprendidos como Trip por la aparición del arma. Wally no apuntó a nadie, pero la blandió con tal destreza que no quedó duda alguna de que era capaz de disparar varias veces en cuestión de segundos.

—Para empezar quiero una disculpa —dijo, moviéndose hacia Trip, cuya chulería se había esfumado de golpe—. Hace falta tener una cara muy dura para venir aquí y amenazarme sabiendo que su novia no me ha pagado.

Trip, que sin duda sabía algo de armas, miró el Colt y contestó:

—Sí, tío, tienes razón.

—Llame a la policía, señora Gibson —dijo Wally.

Ella marcó el teléfono de emergencias mientras CA salía de debajo de la mesa y gruñía a Trip.

—Quiero trescientos dólares por el divorcio y otros doscientos por la ventana —declaró Wally mientras Trip seguía retrocediendo con DeeAnna escondida tras él.

—Tranquilo, tío —repuso Trip, alzando las manos.

—Estoy muy tranquilo.

—¡Haz algo, hombre! —lo instó DeeAnna.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Has visto el tamaño de esa pistola?

—¿No podemos marcharnos simplemente? —preguntó ella.

—Ni hablar —contestó Wally—. No hasta que haya venido la policía. —Levantó el Colt cuidando de no apuntar directamente a Trip.

Rochelle salió de detrás de su mesa y fue a la cocina.

—Tranquilo, tío, ya nos vamos —dijo Trip en tono suplicante.

—De aquí no se va nadie.

La policía llegó minutos después. Esposaron a Trip y lo metieron en el asiento trasero del coche patrulla. DeeAnna lloró sin convencer a nadie y después intentó coquetear con los policías y tuvo algo más de éxito. Al final Trip fue arrestado por agresión y vandalismo.

Cuando las emociones fuertes cesaron, Rochelle y Oscar se marcharon a casa y dejaron a Wally y a David para que terminaran de limpiar los cristales rotos y de firmar las cartas del Krayoxx. Estuvieron trabajando durante una hora, firmando cartas como autómatas con el nombre de Wally y hablando de lo que debían hacer con la ventana rota. Preston no era un barrio peligroso, pero a nadie se le ocurría dejar las llaves puestas en el coche ni las puertas de casa abiertas. Wally acababa de decidir que se quedaría a dormir en el sofá del despacho, con CA cerca y el Colt a mano, cuando la puerta principal se abrió y la adorable DeeAnna apareció por segunda vez.

—¿Se puede saber qué hace usted aquí? —le preguntó Wally.

—Quiero hablar con usted, Wally —repuso ella en un tono claramente conciliador.

Se sentó en una silla, junto a la mesa de Rochelle, y cruzó las piernas de tal manera que dejó al aire buena parte de sus muslos. Tenía unas piernas muy bonitas y llevaba los mismos tacones de plataforma que había lucido por la mañana en la sala del tribunal.

—Vaya, vaya… —murmuró Wally para sí. Y acto seguido preguntó—: ¿Y de qué quiere hablar?

—Creo que ha estado empinando el codo —le susurró David mientras seguía firmando.

—No sé si hago bien casándome con Trip —anunció DeeAnna.

—Es un bruto y un perdedor —contestó Wally—. Estoy seguro de que podrá encontrar algo mejor.

—De todas maneras, sigo necesitando el divorcio, Wally. ¿No podría ayudarme?

—Si me paga, desde luego.

—No tengo manera de reunir el dinero antes de mañana. Le juro que es la verdad.

—Pues entonces lo siento.

David pensó que si el caso hubiera sido suyo habría hecho cualquier cosa con tal de quitarse de delante a DeeAnna y a Trip. Trescientos dólares no valían tantos dolores de cabeza. Ella descruzó y volvió a cruzar las piernas. La minifalda se le subió dos dedos más.

—Bueno, Wally, pensaba que quizá podríamos llegar a algún tipo de acuerdo, usted y yo, ya me entiende.

Wally suspiró, contempló aquellas piernas y contestó:

—No puedo. Esta noche tengo que quedarme aquí porque un idiota se ha cargado la ventana.

—Entonces yo también me quedaré —ronroneó y se humedeció los rojos labios con la lengua.

Wally nunca había tenido la fuerza de voluntad suficiente para escapar de situaciones como aquella, aunque tampoco se puede decir que se le presentaran a menudo. Pocas veces una clienta se había ofrecido de forma tan manifiesta. De hecho, en ese momento, a la vez temible y emocionante, no recordaba a ninguna que se lo hubiera puesto tan fácil.

—Bueno, quizá podamos pensar en algo —contestó y miró lascivamente a DeeAnna.

—Creo que será mejor que me vaya —dijo David, poniéndose en pie y cogiendo su maletín.

—Puede quedarse si quiere —propuso DeeAnna.

La imagen fue instantánea y poco agradable: un David felizmente casado retozando con una fulana de muy buen ver que llevaba acumulados tantos divorcios como su rechoncho y desnudo abogado. Corrió hacia la puerta y salió sin mirar atrás.

Su bistró favorito se hallaba a poca distancia a pie de su casa de Lincoln Park. Cuando David salía cansado y tarde del trabajo, se reunían allí a menudo para cenar algo antes de que la cocina cerrase. Sin embargo, aquella noche ni siquiera eran las nueve cuando llegaron. Encontraron el local a rebosar y tuvieron que conformarse con la mesa del rincón.

En algún momento de los cinco años pasados en Rogan Rothberg, David había tomado la decisión de no llevarse a casa los problemas del trabajo para hablar de ellos. Resultaban tan aburridos y desagradables que se negaba a que su mujer cargara con ellos. A Helen le parecía bien, de modo que normalmente charlaban de sus estudios o de lo que hacían sus amigos. Pero las cosas habían cambiado repentinamente: el gran bufete había desaparecido, así como los clientes sin rostro y sus tediosos expedientes. En esos momentos David trabajaba con personas de carne y hueso que hacían cosas increíbles, cosas que merecían ser contadas con todo lujo de detalles. Por ejemplo: las dos broncas a punta de pistola que había vivido junto a Wally, su compañero de despacho. Al principio, Helen se negó a creer que Wally hubiera disparado al aire para ahuyentar a unos pandilleros, pero acabó rindiéndose ante la insistencia de David. Tampoco dio mayor crédito a la historia de Trip y se mostró igualmente escéptica a propósito de la actitud de Wally y el juez Bradbury con DeeAnna Nuxhall en el tribunal. Igualmente le costó creer que David hubiera sido capaz de darle a Iris Klopeck todo el efectivo que llevaba y encima firmarle un pagaré. La anécdota de Oscar siendo agredido por una clienta descontenta le pareció bastante más creíble.

David dejó lo mejor para el final y resumió su inolvidable jornada en Finley & Figg con:

—Y mientras tú y yo estamos hablando, Wally y DeeAnna están desnudos en el sofá, dándose un revolcón con la ventana abierta, y el perro es testigo de una nueva manera de abonar honorarios.

—No puede ser, te lo estás inventando.

—Ya me gustaría. Nadie más volverá a mencionar los trescientos dólares pendientes y mañana a mediodía DeeAnna Nuxhall tendrá su sentencia de divorcio.

—¡Qué sinvergüenza!

—¿Quién?

—Pues los dos. ¿Todos vuestros clientes os pagan así?

—Lo dudo. Ya te he contado lo de Iris Klopeck. Yo diría que responde más al perfil típico del cliente del bufete. En su caso, no creo que el sofá aguantara el baqueteo.

—Vamos, David, no puedes trabajar para esa gente. No vuelvas a Rogan Rothberg si no quieres, pero al menos búscate otro bufete en otra parte. Esos dos payasos son unos estafadores. ¿Qué me dices de la ética profesional?

—Dudo mucho que dediquen tiempo a hablar de ética.

—¿Por qué no buscas un buen bufete de tamaño mediano donde trabajen personas agradables que no lleven pistola ni se dediquen a perseguir ambulancias ni a canjear honorarios por sexo?

—A ver, Helen, ¿cuál es mi especialidad?

—No sé, algo relacionado con bonos.

—Exacto. Sé todo lo que hay que saber acerca de bonos a largo plazo emitidos por empresas y gobiernos extranjeros. Eso es todo lo que domino del mundo del derecho porque es lo único a lo que me he dedicado estos últimos cinco años. Si pongo eso en un currículo los únicos que me llamarán serán los cabezas cuadradas de otros bufetes como Rogan, que necesitan tipos como yo.

—Pero puedes aprender.

—Claro que puedo, pero no hay nadie dispuesto a contratar a un abogado con cinco años de experiencia y pagarle un buen sueldo para que empiece desde cero. Piden experiencia, y no la tengo.

—¿Quieres decir que Finley & Figg es el único sitio donde te admitirían?

—Ahí o en un sitio parecido. Me lo tomaré como si fuera una especie de máster de un año o dos y después quizá abra mi propio despacho.

—Pues qué bien, solo llevas un día en tu nuevo trabajo y ya estás pensando en marcharte.

—La verdad es que no. Me encanta ese sitio.

—Te has vuelto loco.

—Sí, y no sabes lo liberado que me siento.