Para tratarse de un conductor sin carnet, Wally demostró ser un hábil copiloto. En algún punto próximo al aeropuerto Midway, le indicó a David que tomara una serie de desvíos que los llevaron por distintas callejuelas y a dos callejones sin salida e insistió para que recorrieran un par de manzanas en dirección contraria, y todo ello mientras se lanzaba a un monólogo interminable que incluyó varias veces la frase «conozco este barrio como la palma de mi mano». Al final, aparcaron ante un viejo dúplex que tenía las ventanas cubiertas de papel de aluminio, una barbacoa en el porche delantero y un gran gato anaranjado que vigilaba la puerta principal.
—¿Quién vive aquí? —preguntó David, contemplando el desvencijado vecindario.
Los dos adolescentes que estaban sentados en la acera, al otro lado de la calle, parecían fascinados por el reluciente Audi.
—Aquí vive una encantadora mujer llamada Iris Klopeck, viuda de Percy Klopeck, fallecido hace dieciocho meses a los cuarenta y ocho años, mientras dormía. Una historia muy triste. En una ocasión vinieron a verme para divorciarse, pero cambiaron de opinión. Si no recuerdo mal, él era tirando a obeso, pero no tanto como ella.
Los dos letrados se quedaron en el coche, conversando como si no desearan apearse. Solo un par de agentes del FBI en un sedán negro habrían sido más conspicuos que ellos.
—De acuerdo, ¿y para qué hemos venido? —quiso saber David.
—Krayoxx, amigo mío, Krayoxx. Quiero hablar con Iris y averiguar si por casualidad su marido tomaba ese medicamento cuando murió. Si es así, voilà!, ya tenemos otro caso de Krayoxx que puede valer entre dos y cuatro millones de dólares. ¿Alguna pregunta más?
Un montón. La mente de David giraba a toda velocidad mientras se hacía a la idea de que iban a presentarse sin previo aviso en casa de la señora Klopeck para interrogarla acerca de su difunto marido.
—¿Nos espera? —preguntó.
—Yo no la he llamado. ¿Y tú?
—Pues no.
Wally abrió bruscamente la puerta y se apeó. David hizo lo mismo a regañadientes y se las arregló para mirar con expresión ceñuda a los dos adolescentes que seguían admirando su coche. El gato se negó a levantarse del felpudo. El timbre no se oyó desde el exterior, de modo que Wally llamó a la puerta con los nudillos, cada vez más fuerte mientras David observaba nerviosamente la calle. Al fin se oyó una cadena de seguridad, y la puerta se entreabrió ligeramente.
—¿Quién es? —preguntó una mujer.
—Me llamo Wally Figg, soy abogado y busco a la señora Iris Klopeck.
La puerta se abrió e Iris apareció al otro lado de la mosquitera. Era tan gorda o más de lo previsto e iba vestida con lo que parecía una sábana color crema con aberturas para los brazos y la cabeza.
—¿Quién es usted? —preguntó con recelo.
—Wally Figg. ¿No se acuerda de mí, Iris? Usted y su marido vinieron a consultarme para un posible divorcio, hará unos tres años. Acudieron a mi despacho de Preston Avenue.
—Percy está muerto —contestó ella.
—Sí, lo sé y lo siento. Por eso estoy aquí. Quisiera hablar con usted sobre las circunstancias de su muerte. Siento curiosidad por saber qué medicación tomaba cuando falleció.
—¿Qué importancia puede tener eso?
—Puede tenerla porque hay muchas demandas contra medicamentos para combatir el colesterol, analgésicos y antidepresivos. Algunas de esas medicinas han causado miles de víctimas mortales. Podría haber mucho dinero en juego.
Se hizo un largo silencio mientras Iris los observaba.
—Pasen, pero la casa está hecha un asco —dijo al fin.
Menuda sorpresa, pensó David. La siguieron hasta una estrecha y sucia cocina y se sentaron a la mesa. Iris preparó café instantáneo en tres tazas desparejadas de los Bears y se acomodó ante ellos. La silla de David era un endeble modelo de madera que parecía a punto de partirse en cualquier momento. La de ella parecía del mismo tipo. El trayecto hasta la puerta y de vuelta a la cocina, junto con la preparación del café, la habían dejado sin aliento. Tenía la esponjosa frente perlada de sudor.
Wally se decidió al fin a presentarle a David.
—David se ha graduado en Harvard y acaba de incorporarse a nuestro bufete —explicó.
Iris no le tendió la mano ni David se la ofreció. No podía importarle menos dónde habían estudiado Wally o David. Su respiración era tan ruidosa como una vieja caldera. La cocina olía a nicotina del día anterior y a pipí de gato.
Wally expresó nuevamente sus falsas condolencias por la muerte de Percy y fue al grano sin más dilaciones.
—El medicamento que busco se llama Krayoxx y se utiliza para combatir el colesterol. Quería saber si Percy lo estaba tomando cuando falleció.
—Sí —contestó Iris, sin vacilar—. Llevaba años tomándolo. Yo también lo tomaba, pero lo dejé.
Wally parecía emocionado por el hecho de que Percy se hubiera medicado con Krayoxx y al mismo tiempo decepcionado porque Iris lo hubiera dejado.
—¿Pasa algo malo con el Krayoxx? —preguntó la mujer.
—Sí, muy malo —contestó Wally, frotándose las manos, y acto seguido se lanzó a explicar lo que se estaba convirtiendo en el fluido y apasionante relato de la demanda contra el Krayoxx y Varrick Labs.
Escogió datos y cifras de las investigaciones preliminares pregonadas por los abogados especialistas en acciones conjuntas, citó repetidas veces la demanda interpuesta en Fort Lauderdale y argumentó de modo convincente que había llegado la hora de la verdad y que Iris debía firmar inmediatamente con Finley & Figg.
—¿Cuánto me costará eso? —preguntó ella.
—Ni un centavo —repuso Wally—. Nosotros cubrimos por adelantado los gastos de la demanda y nos llevamos el cuarenta por ciento de la indemnización.
El café sabía a agua salada. Con el primer sorbo, David sintió ganas de escupirlo. Iris, sin embargo, parecía saborearlo. Bebió un poco, se lo paseó por la boca y tragó.
—Un cuarenta por ciento me parece mucho —declaró.
—Verá, Iris, se trata de una demanda muy compleja dirigida contra una empresa muy importante que tiene millones de dólares y de abogados. Mírelo de la siguiente manera: en estos momentos, usted tiene el sesenta por ciento de nada. Si contrata los servicios de nuestro bufete, dentro de un año o dos podría tener el sesenta por ciento de algo importante.
—¿Cómo de importante?
—Difícil pregunta, Iris. Recuerdo que usted siempre hacía las preguntas más difíciles, pero eso es lo que me gusta de usted. Mire, no le puedo responder porque nadie es capaz de predecir cuál puede ser la decisión de un jurado. Un jurado podría ver la verdad que se esconde tras el Krayoxx y meterle un puro a Varrick Labs que quizá le reporte a usted cinco millones de dólares, o bien podría tragarse todas las mentiras de Varrick y su legión de abogados, con lo que usted no recibiría nada. Personalmente, creo que este caso puede rondar el millón de dólares, pero debe entender, Iris, que no le estoy prometiendo nada. —Se volvió hacia David—. ¿Tú qué dices, David? ¿Verdad que no podemos prometer nada en un caso como este? No hay nada garantizado.
—Así es —repuso David con la mayor convicción, como si fuera un especialista en acciones conjuntas.
Iris se llenó la boca con más agua salada y miró fijamente a Wally.
—La verdad es que un poco de dinero no me vendría mal —dijo al fin—. Ahora solo estamos Clint y yo, y él trabaja solo a tiempo parcial.
Wally y David tomaban nota y asentían como si supieran exactamente quién era Clint. Ella no se molestó en dar más explicaciones.
—En estos momentos vivo con mil doscientos dólares al mes de la Seguridad Social, de modo que cualquier cosa que puedan conseguirme sería estupenda —añadió.
—Le conseguiremos algo, Iris. Puede estar segura.
—¿Y eso para cuándo sería?
—Otra pregunta difícil. Una de las teorías del caso dice que a Varrick le caerán tal número de demandas que la empresa se rendirá y negociará una cuantiosa indemnización. La mayor parte de los abogados, entre los que me incluyo, opina que esto ocurrirá durante los próximos veinticuatro meses. Otra teoría dice que Varrick decidirá ir a juicio por algunas de las demandas presentadas, para sondear la situación y así tener una idea de lo que piensan los distintos jurados de todo el país sobre el medicamento. Si eso ocurriera, podemos tardar más tiempo en forzar un acuerdo.
Incluso David, que tenía un título de la mejor universidad y cinco años de experiencia, empezaba a creer que Wally sabía de qué estaba hablando. El socio más joven prosiguió:
—Si se llega a un acuerdo, y nosotros creemos sinceramente que así será, los primeros casos que se negociarán serán los que hayan implicado alguna muerte. A partir de ahí, Varrick tendrá mucha prisa por llegar a un acuerdo con los que no hayan implicado muerte, como el de usted.
—¿Mi caso no implica muerte? —preguntó Iris, confundida.
—Por el momento. Las pruebas científicas no están claras, aunque parece que hay muchas posibilidades de que el Krayoxx sea responsable de haber causado lesiones cardíacas a personas que estaban sanas.
Que alguien pudiera contemplar a Iris Klopeck y decir que estaba sana resultaba alucinante, al menos para David.
—Por Dios —dijo ella, con los ojos húmedos—, lo único que necesito ahora son más problemas de corazón.
—Por el momento no tiene de qué preocuparse —repuso Wally sin el menor asomo de confianza—. Nos ocuparemos de su caso más adelante. Ahora lo importante es que Percy firme. Usted es su viuda y principal heredera, por lo tanto debe contratarnos como su representante. —Sacó una arrugada hoja de papel de su chaqueta y la extendió en la mesa, ante Iris—. Esto es un contrato de servicios legales. Ya firmó anteriormente algo parecido, cuando lo del divorcio, el día en que usted y Percy fueron a mi despacho.
—No recuerdo haber firmado nada.
—No importa, lo tenemos en nuestros archivos, pero ahora necesitamos que firme este otro para que podamos encargarnos de presentar la demanda contra Varrick.
—¿Está usted seguro de que todo esto es legal? —preguntó Iris, dubitativa.
A David le sorprendió que a un cliente potencial se le ocurriera preguntar si el documento era legal. Evidentemente, Wally no inspiraba un elevado sentido de la ética profesional; sin embargo, la pregunta de Iris no pareció afectarlo.
—Todos nuestros clientes de Krayoxx han firmado algo parecido —repuso, forzando un tanto la verdad puesto que Iris era la primera de la acción conjunta en firmar.
Había otros clientes en potencia, pero ninguno había estampado su firma todavía en un contrato como aquel. Ella lo leyó y lo firmó.
Wally se lo guardó rápidamente en el bolsillo y dijo:
—Ahora escuche, Iris. Necesito que me ayude. Necesito que rastree otros posibles casos de Krayoxx entre amigos, familiares y vecinos, cualquiera que haya podido sufrir alguna complicación por culpa de ese medicamento. Nuestro bufete ofrece una comisión de quinientos dólares en los casos de muerte y de doscientos en los que no. En efectivo.
Los ojos de Iris dejaron de lagrimear de golpe y se entrecerraron mientras una sonrisa le asomaba en la comisura de los labios. Era obvio que estaba pensando en alguien.
David hizo un esfuerzo por mantenerse serio al tiempo que garabateaba algo en su libreta y procuraba asimilar todo lo que oía. Dinero en efectivo a cambio de casos. ¿Era aquello legal, ético?
—¿Conoce por casualidad algún otro caso de muerte producida por el Krayoxx? —preguntó Wally.
Iris estuvo a punto de contestar, pero se contuvo. Era evidente que tenía un nombre.
—Han dicho quinientos dólares, ¿no? —preguntó, mirando alternativamente a David y a Wally.
—Ese es el trato —contestó este con los ojos muy abiertos—. ¿De quién se trata?
—Hay un hombre que vivía a un par de manzanas de aquí. Solía jugar a las cartas con Percy. Le dio un ataque en la ducha dos meses después de que mi Percy me dejara y la diñó. Sé de buena tinta que también tomaba Krayoxx.
—¿Cómo se llama? —quiso saber Wally.
—Ha dicho quinientos en efectivo, ¿verdad? Pues antes de darle otro caso, señor Figg, me gustaría verlos. La verdad es que los necesito.
Pillado momentáneamente a contrapié, Wally se recobró con una mentira convincente.
—Verá, en estos casos tenemos por costumbre retirar el dinero de la cuenta del bufete. Eso mantiene contento al contable, ¿sabe?
Iris se cruzó de brazos, se irguió y echó la cabeza hacia atrás.
—Está bien —dijo—. Vayan a hacer su retirada de efectivo y tráiganmelo. Luego les diré el nombre.
Wally rebuscó en su cartera.
—Déjeme que mire. No estoy seguro de llevar tanto dinero encima. Y tú David, ¿cómo andas de liquidez?
David buscó instintivamente su cartera. Iris observó con gran suspicacia como los dos letrados se apresuraban a sacar el dinero. Wally contó tres billetes de veinte más uno de cinco y miró a David con expresión esperanzada. Este contó doscientos veinte dólares en billetes variados. Si no hubiera pasado por Abner’s para liquidar la cuenta, solo le faltarían quince dólares para cubrir la comisión de Iris.
—Yo creía que los abogados siempre tenían mucho dinero —comentó esta.
—Sí, pero lo guardamos en el banco —replicó Wally, que no quería ceder un ápice—. Aquí tenemos doscientos ochenta y cinco, Iris. Mañana le traeré personalmente el resto.
Iris negó con la cabeza, imperturbable.
—Por favor, Iris —rogó Wally—. Ahora es nuestra clienta. Jugamos en el mismo equipo. Estamos hablando de que algún día cobrará una gran indemnización ¿y no se fía de que le traigamos los doscientos pavos que faltan?
—Está bien, les aceptaré un pagaré.
Llegados a ese punto, David habría preferido mantenerse firme, demostrar un mínimo orgullo, coger su dinero y marcharse, pero en esos momentos se sentía muchas cosas menos seguro de sí y sabía que ese no era su terreno. Wally, por su parte, parecía un perro rabioso. Escribió rápidamente un pagaré en una hoja de su libreta, lo firmó con su nombre y se lo tendió. Iris lo leyó detenidamente, meneó la cabeza y se lo entregó a David.
—Firme usted también —pidió.
Por primera vez desde su gran evasión, David Zinc se preguntó por lo acertado de su decisión. Aproximadamente cuarenta y ocho horas antes estaba trabajando en un complejo asunto de bonos apalancados vendidos por el gobierno de la India. En total, el caso estaba valorado en unos quince mil millones de dólares. Ahora, en cambio, en su nuevo papel de abogado callejero, una mujer que pesaba casi doscientos kilos se permitía amedrentarlo y le exigía que pusiera su firma en un trozo de papel sin valor legal alguno.
Vaciló, respiró hondo, lanzó una mirada de absoluta perplejidad a Wally y estampó su firma en la hoja.
El miserable barrio empeoró a medida que se adentraron en él. El «a un par de manzanas de aquí» de Iris se convirtió en algo más parecido a cinco, y cuando encontraron la casa y aparcaron delante, David ya empezaba a preocuparse por su seguridad.
La diminuta vivienda de la viuda Cozart era una fortaleza: una casa de ladrillo en una estrecha parcela, rodeada por una verja de alambre de tres metros de altura. Según Iris, Herb Cozart había estado en guerra con los pandilleros negros que campaban a sus anchas por el barrio. Pasaba la mayor parte del tiempo sentado en el porche, escopeta en mano, mientras miraba fijamente a los gamberros y los maldecía si se acercaban demasiado. Cuando murió, uno de ellos ató toda una serie de globos de colores en la verja y otro tiró varias tracas al jardín en plena noche. Según Iris, la señora Cozart tenía pensado mudarse.
David apagó el motor, miró hacia el final de la calle y masculló:
—¡Maldita sea!
Wally miró en la misma dirección.
—Esto puede ponerse interesante —dijo.
Cinco adolescentes negros vestidos apropiadamente al estilo rapero habían visto el reluciente Audi desde cincuenta metros de distancia y hacían gestos de acercarse a echarle un vistazo.
—Creo que me quedaré en el coche —dijo David—. Esta vez puedes ocuparte tú solo.
—Bien dicho. No tardaré.
Wally se apeó rápidamente, maletín en mano. Iris había llamado para avisarla, y la señora Cozart esperaba de pie en el porche.
Los pandilleros avanzaron hacia el Audi. David cerró las puertas y pensó en lo agradable que sería tener una pistola, del tipo que fuera, para protegerse, algo que mostrar a esos chavales para que se fueran a divertir a otra parte. Sin embargo, su única arma era un móvil, de modo que se lo llevó al oído y fingió conversar mientras los pandilleros se aproximaban cada vez más. Rodearon el coche sin dejar de parlotear entre ellos. David no fue capaz de entender una palabra de lo que decían. Pasaron los minutos mientras esperaba que en cualquier momento un ladrillo le destrozara el parabrisas. Poco después se reagruparon en la parte delantera y se apoyaron en el capó, como si fueran los dueños del vehículo y aquel su lugar de descanso. Lo balacearon ligeramente, teniendo cuidado de no arañarlo ni dañarlo. Entonces, uno de ellos lió un canuto, lo encendió y se lo pasó a los demás.
David pensó en poner en marcha el motor y alejarse, pero eso planteaba varios problemas entre los que figuraba dejar plantado al pobre Wally. Consideró bajar la ventanilla e iniciar una cordial conversación con los jóvenes, pero lo cierto es que no parecían cordiales en absoluto.
Con el rabillo del ojo, vio que la puerta de la señora Cozart se abría de repente y Wally salía a toda prisa. Wally metió la mano en la cartera, sacó una pistola enorme, la blandió en alto y gritó:
—¡FBI! ¡Aléjense de ese maldito coche!
Los adolescentes se llevaron una sorpresa demasiado grande para moverse o para moverse con la suficiente presteza. Wally apuntó al cielo y apretó el gatillo. El disparo sonó como un cañonazo. Los cinco pandilleros dieron un respingo y se esfumaron en distintas direcciones.
Wally guardó la pistola en el maletín y subió al Audi de un salto.
—Salgamos de aquí —ordenó.
David ya estaba acelerando.
—¡Gamberros! —bufó Wally.
—¿Siempre la llevas encima? —preguntó David.
—Sí, en este negocio nunca sabes cuándo la vas a necesitar. Además, tengo permiso de armas.
—¿La mayoría de los abogados de esta ciudad suele llevar pistola?
—Me importa un bledo lo que haga la mayoría, ¿vale? Mi trabajo no es proteger a la mayoría de los abogados. Me han asaltado dos veces, así que no pienso dejar que me asalten una tercera vez.
David dobló una esquina y aceleró para alejarse de allí.
—Esa loca quería dinero —siguió diciendo Wally—. Ha sido cosa de Iris, claro. La llamó para avisarla de que pasaríamos y como no podía ser de otra manera le contó lo de las comisiones, pero como esa vieja está medio chiflada lo único que oyó fue lo de los quinientos dólares.
—¿Conseguiste que firmara?
—No. Me pidió dinero contante y sonante, lo cual fue bastante estúpido porque Iris sabía que nos había dejado sin un centavo.
—¿Adónde vamos ahora?
—A la oficina. No quiso decirme ni la fecha de fallecimiento de su marido, así que investigaremos un poco y lo averiguaremos. ¿Por qué no te ocupas de eso cuando lleguemos?
—Pero si no es cliente nuestro.
—No, y está muerto, pero puesto que su esposa está chiflada, y cuando digo «chiflada» me refiero a loca de atar, podemos conseguir un administrador designado por los tribunales para que apruebe la demanda. Hay más de una manera de llevarse el gato al agua, David. Ya lo irás aprendiendo.
—Ya lo estoy aprendiendo. Por cierto, ¿no va contra la ley disparar un arma de fuego dentro de los límites de la ciudad?
—Vaya, parece que en Harvard te enseñaron algo después de todo. Sí, es cierto, y también va contra la ley disparar un arma cargada con una bala que acaba en la cabeza de alguien. Se llama «asesinato», y al menos en Chicago se produce uno cada día. Pero como hay tantos asesinatos, la policía está saturada y no tiene tiempo de ocuparse de armas que disparan balas que vuelan inofensivamente por el aire. ¿Estás pensando en denunciarme o algo así?
—No, solo era curiosidad. ¿Oscar también lleva pistola?
—No lo creo, pero sé que guarda una en el cajón de su mesa. Una vez lo agredieron en su propio despacho. Fue un cliente enfurecido tras un caso de divorcio. Se trataba de un divorcio de mutuo acuerdo que no presentaba ninguna dificultad, pero Oscar se las arregló para perder el caso.
—¿Cómo se puede perder un caso de divorcio de mutuo acuerdo?
—No lo sé, pero será mejor que no se lo preguntes a Oscar, ¿vale? Sigue siendo un tema delicado. El caso es que le dijo a su cliente que iba a tener que volver a plantear la demanda y repetir todo el trámite. El cliente se puso hecho una furia y le propinó una soberana paliza.
—Oscar es de los que parece que saben cuidar de sí mismos. El tipo debía ser de cuidado.
—¿Quién ha dicho que fuera un tipo?
—¿Una mujer?
—Pues sí, una muy gorda y muy furiosa, pero mujer al fin y al cabo. Lo tumbó arrojándole la taza de café, que era de cerámica y no un vaso de plástico, y acertándole entre los ojos. Luego cogió su paraguas y empezó a atizarle con él. Catorce puntos. Vallie Pennebaker se llamaba la fiera. Nunca la olvidaré.
—¿Quién los separó?
—Rochelle, que acabó entrando en el despacho. Oscar jura que ella se tomó su tiempo. El caso es que Rochelle consiguió quitarle a Vallie de encima e inmovilizarla en el suelo. Después llamó a la policía y se la llevaron acusada de agresión y lesiones. Sin embargo, la mujer contraatacó con una denuncia por negligencia profesional. El asunto costó dos años y cinco mil dólares para dejarlo resuelto. Desde entonces, Oscar guarda una pistola en el cajón de su escritorio.
David se cuestionó qué habrían dicho de todo aquello en Rogan Rothberg. Abogados que llevaban pistola, abogados que decían ser agentes del FBI y disparaban al aire, abogados golpeados por clientes descontentos…
Estuvo a punto de preguntarle a Wally si alguna vez lo había agredido un cliente insatisfecho, pero se mordió la lengua. Creía conocer la respuesta.