David se pasó la siguiente hora limpiando. Encontró una vieja aspiradora en la cocina y adecentó el suelo de madera. Llenó tres grandes bolsas con restos y desperdicios y las dejó en el pequeño porche trasero. De vez en cuando se detenía para admirar las ventanas y la luz del sol, algo que nunca había hecho en Rogan Rothberg. No había duda de que desde allí, en un día despejado, la vista sobre el lago Michigan resultaba cautivadora, pero durante su primer año en el bufete no había tardado en aprender que el tiempo que dedicaba a contemplar el paisaje desde la Trust Tower era tiempo que dejaba de facturar. A los asociados novatos los encerraban en cubículos parecidos a búnkeres donde trabajaban sin descanso y, con el tiempo, se olvidaban de la luz del sol y de soñar despiertos. En ese momento, David no podía alejarse de las ventanas, aunque debía reconocer que la vista no resultaba precisamente cautivadora. Si miraba hacia abajo lo primero que veía era un salón de masajes y, a lo lejos, el cruce de Preston con Beech y la Treinta y ocho, el mismo lugar donde había ahuyentado con una barra de hierro al sinvergüenza de Gholston. Más allá se extendía otra manzana de chalets reconvertidos.
Como paisaje no era gran cosa, pero a pesar de todo a David le gustaba porque representaba un emocionante giro en su vida, un nuevo desafío. Significaba libertad.
Wally pasaba cada diez minutos para ver cómo iban las cosas y pronto quedó claro que algo le rondaba por la cabeza. Finalmente, al cabo de una hora, dijo:
—Oye, David, tengo que estar en los juzgados a las once. En la sala de divorcios. No creo que hayas visto nunca una, de modo que he pensado que quizá te apetecería acompañarme y que te presentara a su señoría.
La limpieza estaba empezando a aburrirlo, así que David accedió.
—Pues vámonos.
Cuando salieron por la puerta de atrás, Wally le preguntó:
—¿Ese Audi cuatro por cuatro es tuyo?
—Sí.
—¿Te importa conducir? Yo me ocuparé de la conversación.
—Claro.
—La verdad, David, es que el año pasado me pillaron conduciendo ebrio —confesó Wally cuando salieron a Preston—, y todavía me faltan unos meses para que me devuelvan el carnet. Bueno, ahora ya lo sabes. Creo que hay que ser sincero.
—No pasa nada. Tú también me has visto borracho.
—Desde luego, pero ese encanto que tienes por mujer me dijo que no eres bebedor. En cambio, yo tengo un historial que ni te cuento. En estos momentos llevo seco sesenta y un días, y cada uno de ellos es un desafío. Acudo a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y he pasado varias veces por rehabilitación. ¿Qué más quieres saber?
—No he sido yo quien ha planteado el tema.
—Oscar se toma un par de copas todas las noches. Créeme si te digo que con la mujer que tiene las necesita, pero sabe mantenerlas bajo control. Algunas personas son así. Pueden parar tras dos o tres tragos o no probar ni gota durante días e incluso semanas. En cambio, otros no lo dejan hasta que pierden el conocimiento, un poco como te sucedió ayer.
—Gracias, Wally. ¿Se puede saber hacia dónde vamos?
—Al Daley Center, en el número cincuenta de West Washington. En cuanto a mí, por el momento estoy bien. He dejado la bebida unas cuatro o cinco veces, ¿lo sabías?
—¿Cómo iba a saberlo?
—Da igual, ya basta de alcohol.
—¿Qué tiene de malo la mujer de Oscar?
Wally dejó escapar un silbido y miró por la ventanilla durante un momento.
—Es una tía muy dura. Una de esas nacidas en un barrio elegante de la ciudad con un padre que iba con chaqueta y corbata en vez de con uniforme, así que creció creyéndose mejor que los demás. Una verdadera arpía. Cuando se casó con Oscar se equivocó de pleno porque sabía que él era abogado y creía que todos los abogados amasan millones, ¿no? Pues no. Oscar nunca ha ganado dinero suficiente para complacerla, y ella no deja de machacarlo por eso. Aborrezco a esa mujer. Dudo que llegues a conocerla porque se niega a poner el pie en el bufete, lo cual por otra parte me parece de perlas.
—¿Y por qué Oscar no se divorcia?
—Eso es lo que llevo años diciéndole. Yo no tengo problemas con el divorcio. He pasado por ese trámite cuatro veces.
—¿Cuatro?
—Sí, y todas ellas valieron la pena. Ya sabes lo que se dice, si el divorcio es tan caro es porque vale la pena —repuso Wally, riéndose de su propia gracia.
—¿En estos momentos estás casado? —preguntó David, no sin cierta cautela.
—No, vuelvo a ir por libre —dijo Wally, como si ninguna mujer estuviera a salvo de sus encantos.
David no pudo imaginar a nadie menos atractivo intentando ligar en bares y fiestas. En menos de quince minutos se había enterado de que Wally era un alcohólico en tratamiento con cuatro ex esposas a la espalda, varias estancias en rehabilitación y, como mínimo, un arresto por conducir bajo los efectos del alcohol. Decidió que por el momento lo mejor era no seguir preguntando.
Durante el desayuno con Helen había investigado un poco en internet y descubierto que: 1) diez años antes, Finley & Figg había zanjado con una cuantiosa indemnización la querella que le había puesto por acoso sexual una antigua secretaria; 2) que en una ocasión Oscar había sido amonestado por el Colegio de Abogados del estado por cobrar de más a un cliente en un caso de divorcio; 3) que en dos ocasiones anteriores Wally había sido amonestado por el Colegio de Abogados del estado por «captación abusiva» de clientes lesionados en accidentes, caso que incluía un confuso episodio en el que Wally había entrado disfrazado de médico en la habitación de un adolescente malherido que falleció horas más tarde; 4) que al menos cuatro clientes habían demandado al bufete por negligencia profesional, aunque no estaba claro si había habido indemnización; y 5) el bufete había sido mencionado en un demoledor artículo escrito por un profesor de deontología legal que estaba harto de la publicidad que hacían los abogados.
Y todo eso solo a la hora del desayuno.
Helen se había inquietado, pero él adoptó una actitud descreída y argumentó diciendo que tan dudoso comportamiento no tenía ni punto de comparación con las cosas que hacían los simpáticos muchachos de Rogan Rothberg. Le bastó con mencionar el caso del río Strick de Wisconsin, que había sido polucionado por una empresa química tristemente famosa que era cliente del bufete y que seguía con sus vertidos tras décadas de hábiles maniobras legales.
Wally rebuscaba en su maletín.
Los rascacielos del centro aparecieron ante sus ojos, y David contempló sus altas siluetas. La Trust Tower destacaba entre todas ellas.
—En estos momentos estaría allí —dijo en voz baja, casi para sus adentros.
Wally alzó la mirada, vio los edificios y comprendió lo que estaba pensando David.
—¿Cuál es? —preguntó.
—El del centro, la Trust Tower.
—Un verano estuve en la Sears Tower como recepcionista, tras mi segundo año en la facultad de derecho. Martin y Wheeler. En esa época creía que eso era lo que deseaba.
—¿Qué ocurrió?
—Que no aprobé el examen del Colegio de Abogados.
David añadió ese dato a la creciente lista de defectos de su colega.
—No lo echarás de menos, ¿verdad? —quiso saber Wally.
—No. Solo con mirarlo me entran sudores fríos. Preferiría no acercarme mucho más.
—Bien. Gira a la izquierda por Washington. Casi hemos llegado.
Una vez en el interior del Richard J. Daley Center, franquearon los escáneres de seguridad y cogieron el ascensor hasta el piso decimosexto. El lugar estaba abarrotado de abogados con sus clientes, de bedeles y policías que iban de un lado para otro o conversaban en pequeños corros. La justicia pendía sobre sus cabezas, y todos parecían temerla.
David no tenía la menor idea de adónde se dirigía ni de lo que hacía, y en su maletín solo llevaba una libreta de notas, así que se mantuvo cerca de Wally, que se movía como pez en el agua. Pasaron ante una serie de salas de tribunal.
—¿En serio nunca has estado en una? —le preguntó Wally, mientras caminaban a paso vivo, haciendo sonar sus tacones en el gastado suelo de mármol.
—No desde la facultad.
—Es increíble. ¿Qué has estado haciendo estos últimos cinco años?
—No quieras saberlo.
—Tienes razón. Nosotros entramos aquí —dijo señalando la pesada doble puerta de una de las salas.
En un rótulo se leía: «Tribunal del circuito del condado de Cook. Sección Divorcios. Hon. Charles Bradbury».
—¿Quién es Bradbury?
—Estás a punto de conocerlo.
Wally abrió la puerta y ambos entraron. Había unos cuantos espectadores repartidos en los bancos. Los letrados estaban sentados delante, aburridos y a la espera. El estrado de los testigos se hallaba vacío. No había ningún juicio en marcha. El juez Bradbury repasaba unos papeles y se tomaba todo su tiempo. David y Wally se instalaron en un banco de la segunda fila. Wally recorrió la sala con la vista, localizó a su cliente, sonrió y asintió.
—Esto de hoy se llama «día de audiencia» y es lo contrario de un día de juicio —susurró a David—. En términos generales hoy es cuando puedes conseguir que te acepten una moción o que se aprueben cuestiones de rutina, cosas así. Esa señora de ahí, la del vestido amarillo corto, es nuestra querida cliente. Se llama DeeAnna Nuxhall y cree que va a conseguir otro divorcio.
—¿Otro? —preguntó David mirándola.
DeeAnna le guiñó el ojo. Era una rubia oxigenada de grandes pechos y piernas interminables.
—Ya le he tramitado uno y este será el segundo. Creo que acumula otro anterior.
—Tiene pinta de stripper.
—No me sorprendería que lo fuera.
El juez Bradbury firmó unos cuantos documentos. Unos abogados se acercaron al estrado, hablaron con él, consiguieron lo que pretendían y se marcharon. Pasó un cuarto de hora. Wally empezó a ponerse nervioso.
—Señor Figg —llamó el juez.
Wally y David cruzaron la barandilla de separación y se acercaron al estrado, que era bajo y permitía que los letrados miraran a su excelencia a la altura de los ojos. Bradbury apartó el micrófono para que pudieran hablar sin que los oyera el resto de la sala.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Contamos con un nuevo socio, señoría —anunció Wally, muy orgulloso—. Permítame que le presente a David Zinc.
David alargó la mano y estrechó la del juez, que lo recibió con amabilidad.
—Bienvenido a mi tribunal, joven.
—David ha estado trabajando en uno de los grandes bufetes del centro y quiere conocer la justicia por dentro —explicó Wally.
—Pues no aprenderá usted gran cosa al lado de Figg, joven —repuso Bradbury con una risita.
—Es licenciado por Harvard —añadió Wally, muy ufano.
El juez miró a David repentinamente serio.
—¿De verdad? ¿Y se puede saber qué está haciendo aquí?
—Me harté de ese gran bufete —contestó David.
Wally sacó varios documentos.
—Tenemos un pequeño problema, señoría. Mi cliente es la encantadora señorita DeeAnna Nuxhall, la del banco de la cuarta fila, vestido amarillo.
Bradbury levantó la vista por encima de sus gafas de lectura.
—Me suena —dijo.
—Pues sí, estuvo aquí mismo hace cosa de un año, por su segundo o tercer divorcio.
—Y con el mismo vestido, si no me equivoco.
—Sí, eso creo. El vestido es el mismo, pero las tetas son nuevas.
—¿Y les ha echado mano?
—Todavía no, señoría.
David creía estar viendo visiones: ¡un juez y un abogado hablando de sexo sobre un cliente en pleno tribunal!
—¿Qué problema hay? —quiso saber Bradbury.
—Pues que no me ha pagado. Me debe trescientos pavos, pero no suelta el dinero ni que la estruje.
—¿Qué partes le ha estrujado?
—Muy gracioso, señoría. El caso es que se resiste a pagar.
—Será mejor que le eche un vistazo de cerca.
Wally se volvió e hizo un gesto a la señorita Nuxhall para que se aproximara al estrado. La joven se levantó, serpenteó entre los bancos y se dirigió hacia donde ellos estaban. Los abogados presentes en la sala enmudecieron. Dos alguaciles despertaron de golpe. El resto de los presentes se quedaron con la boca abierta. El vestido amarillo era aún más corto cuando DeeAnna caminaba; además, llevaba unas plataformas con tacón que habrían ruborizado a cualquier fulana. David se apartó todo lo que pudo cuando se les unió en el estrado.
El juez Bradbury fingió no reparar en su presencia y estar muy ocupado con el expediente que tenía entre manos.
—Esto es básicamente un divorcio de mutuo acuerdo, ¿verdad, señor Figg?
—En efecto, señoría —contestó Wally formalmente.
—¿Y todo está en orden?
—Todo salvo la cuestión de mis honorarios.
—Sí, lo he visto —replicó el juez, ceñudo—. Según pone aquí, hay un saldo pendiente de trescientos dólares, ¿es correcto?
—Es correcto, señoría.
Bradbury miró por encima de sus gafas y sus ojos se posaron antes en las tetas que en el rostro de DeeAnna Nuxhall.
—¿Está usted dispuesta a hacerse cargo de los honorarios de su representante legal, señorita Nuxhall?
—Sí, señoría —repuso esta con voz chillona—, pero tendrá que ser la próxima semana. Verá, es que me caso este sábado, y bueno…, ahora mismo no me viene bien.
—Señorita Nuxhall —contestó su señoría, mirándole alternativamente las tetas y los ojos—, según mi experiencia, los honorarios de los casos de divorcio siempre quedan pendientes si no se pagan antes de que la sentencia sea firme, y yo tengo por costumbre que los letrados cobren su parte antes de estampar mi firma en la sentencia. ¿A cuánto ascienden sus honorarios, señor Figg?
—A seiscientos dólares, señoría.
—¿Seiscientos? —repitió el magistrado, fingiendo sorpresa antes de volverse hacia DeeAnna—. Me parece una cantidad más que razonable, señorita Nuxhall. ¿Se puede saber por qué no ha pagado usted a su abogado?
Los ojos de la joven se humedecieron de repente.
Los letrados y los espectadores no alcanzaron a oír los detalles, aunque no por ello apartaron la vista de DeeAnna, especialmente de sus piernas y plataformas. David se apartó un poco más, escandalizado por tamaña exhibición de descaro ante un tribunal.
Bradbury levantó una mano, dispuesto a rematar el caso. Alzó ligeramente la voz y declaró:
—Escúcheme bien, señorita Nuxhall, no tengo intención de validar su petición de divorcio hasta que no pague a su abogado. Hágalo y se la firmaré, ¿me ha entendido?
—Por favor… —suplicó la mujer enjugándose las lágrimas.
—Lo siento, pero este tribunal tiene otros asuntos que resolver. Insisto en que las partes tienen que cumplir con sus obligaciones contractuales, sean pensiones alimenticias, gastos de los hijos u honorarios pendientes. Son solo trescientos dólares, señora. Pídaselos prestados a un amigo.
—Lo he intentado, señoría, pero…
—Lo siento, eso es lo que dicen todos. Puede retirarse.
DeeAnna Nuxhall dio media vuelta y se alejó, mientras su señoría se deleitaba con cada uno de sus contoneos. Wally también la contempló, maravillado, como si fuera a abalanzarse sobre ella. Cuando la puerta de la sala se cerró, todos los presentes dejaron de contener la respiración. El juez Bradbury tomó un sorbo de agua y preguntó:
—¿Algo más, señor Figg?
—Solo un asunto más, señoría. Joannie Brenner. Divorcio de mutuo acuerdo con reparto de bienes pactado y sin hijos. Y lo más importante, mis honorarios han sido abonados por adelantado en su totalidad.
—Que se acerque.
—Creo que no estoy hecho para tramitar divorcios —reconoció David.
Estaba de nuevo en la calle, arrastrándose a paso de tortuga entre el denso tráfico de la tarde y dejando atrás el Daley Center.
—Pues qué bien —protestó Wally—. Acabas de poner el pie en un tribunal por primera vez en tu vida y ya estás recortando tu ámbito de actividad.
—¿La mayoría de los jueces se comportan como lo ha hecho el juez Bradbury?
—¿A qué te refieres? ¿A si protegen a los letrados? Pues no, la mayoría de los magistrados ya no recuerda lo que significa estar en las trincheras. Tan pronto se visten con la toga se olvidan, pero Bradbury es distinto y tiene muy presente la clase de pájaros que representamos.
—¿Y qué ocurrirá ahora? ¿DeeAnna conseguirá su divorcio?
—Esta tarde pasará por el despacho con el dinero y tendrá su divorcio mañana. El sábado se casará y dentro de seis meses estará de regreso con una nueva petición de divorcio.
—Repito lo dicho, no estoy hecho para los casos de divorcio.
—Sí, estoy de acuerdo en que apestan. De hecho, el noventa por ciento de lo que hacemos apesta. Nos dedicamos a rascar hasta el último centavo para pagar los gastos del bufete mientras soñamos con un caso importante. Pero anoche no soñé, David, y te diré por qué. ¿Has oído hablar de un medicamento contra el colesterol llamado Krayoxx?
—No.
—Bueno, pues oirás hablar. Está matando a gente a diestro y siniestro y se va a convertir en objeto de la acción conjunta más importante que has visto. Tenemos que subirnos a ese carro y deprisa. ¿Adónde vas?
—Tengo que hacer un recado rápido y, puesto que estamos cerca del centro… Solo será un segundo.
Minutos más tarde, David aparcó indebidamente frente a Abner’s.
—¿Has estado en este sitio alguna vez? —preguntó.
—Claro. Hay pocos bares que no conozca, pero fue hace tiempo.
—Aquí es donde pasé casi todo el día de ayer. Tengo que pagar la cuenta.
—¿Por qué no la pagaste en su momento?
—Porque no sabía ni dónde tenía los bolsillos, ¿no lo recuerdas?
—Esperaré en el coche —repuso Wally mirando con deseo y tristeza la puerta de Abner’s.
La señorita Spence estaba sentada en su trono particular, con las mejillas arreboladas y aspecto de hallarse en otro mundo. Abner iba de un lado a otro, mezclando bebidas, sirviendo copas y platos de hamburguesas. David lo abordó cerca de la caja.
—Hola, he vuelto.
Abner sonrió.
—Bueno, después de todo está usted vivo.
—Claro, solo salí un rato del terreno de juego. ¿Tiene mi cuenta por ahí?
Abner rebuscó en un cajón y sacó un papel.
—Dejémoslo en ciento treinta dólares.
—¿Solo? —David le entregó dos billetes de cien y le dijo—: Quédese la vuelta.
—Su dama está ahí —comentó Abner, señalando a la señorita Spence, que seguía con los ojos cerrados.
—Hoy no me parece tan mona —repuso David.
—Tengo un amigo que está en finanzas. Estuvo ayer por aquí y me dijo que esa mujer tendrá unos ocho mil millones.
—Tendré que meditarlo.
—Creo que usted le gusta, así que será mejor que se dé prisa.
—Lo mejor será que la deje en paz. Gracias por cuidar de mí.
—No hay problema. Venga por aquí de vez en cuando.
No lo creo, pensó David al tiempo que le estrechaba con rapidez la mano.