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El despacho de abogados Finley & Figg se definía a sí mismo como un «bufete-boutique». Ese inapropiado apelativo se empleaba siempre que era posible en las conversaciones rutinarias e incluso aparecía impreso en los distintos proyectos ideados por los socios para captar clientes. Utilizado con propiedad, habría denotado que Finley & Figg era algo más que el típico despacho formado por una simple pareja de abogados: «boutique» en el sentido de reducido, talentoso y experto en algún área especializada; «boutique» en el sentido de exquisito y distinguido, según la acepción más francesa de la palabra; «boutique» en el sentido de un bufete satisfecho de ser pequeño, selectivo y próspero.

Sin embargo, salvo por el tamaño, no era nada de lo anterior. La especialidad de Finley & Figg consistía en tramitar casos de lesiones lo más rápidamente posible, una rutina cotidiana que requería poco talento, nula creatividad y que nunca sería considerada exquisita ni distinguida. Los beneficios resultaban tan esquivos como la categoría. El bufete era pequeño porque no tenía capacidad para crecer. Y si era selectivo, se debía exclusivamente a que nadie deseaba trabajar en él, ni siquiera los dos individuos que eran sus propietarios. También la ubicación delataba una monótona existencia entre las categorías inferiores de la profesión. Con un salón de masajes vietnamita a su izquierda y un taller de reparaciones de cortacéspedes a la derecha, saltaba a la vista incluso para el ojo menos experto que Finley & Figg no era un negocio próspero. Al otro lado de la calle había otro bufete-boutique —la odiada competencia— y más despachos de abogados a la vuelta de la esquina. De hecho, todo el barrio rebosaba abogados, algunos de los cuales trabajaban por su cuenta, otros en pequeños bufetes y unos cuantos más en sus propios bufetes-boutique.

F&F estaba en Preston Avenue, una bulliciosa calle llena de antiguos chalets reconvertidos y destinados a todo tipo de actividades comerciales. Los había dedicados al comercio minorista (licorerías, lavanderías, salones de masaje); a los servicios profesionales (despachos de abogados, clínicas dentales, talleres de reparación de segadoras) y de restauración (enchiladas mexicanas, baklavas turcas y pizzas para llevar). Oscar Finley había ganado el edificio en un pleito veinte años atrás. No obstante, lo que a la dirección le faltaba en cuanto a prestigio lo compensaba con la ubicación: dos números más abajo se hallaba el cruce de Preston, Beech y la Treinta y ocho, una caótica convergencia de asfalto y vehículos que garantizaba, como mínimo, un accidente espectacular por semana; con frecuencia, más. F&F cubría sus gastos generales con las colisiones que ocurrían a menos de cien metros de su puerta. Otros bufetes —boutiques o no— merodeaban por los alrededores con la esperanza de encontrar algún chalet disponible, desde donde sus hambrientos abogados pudieran oír el chirrido de los neumáticos y el crujido del metal.

Con solo dos letrados y socios, era obligatorio que uno de ellos fuera el «sénior» y el otro el «júnior». El sénior era Oscar Finley, de sesenta y dos años, que había sobrevivido treinta como exponente de la ley de los puños que imperaba en las calles del sudoeste de Chicago. Oscar había sido policía de a pie, pero unos cuantos cráneos rotos lo obligaron a dejarlo. Estuvo a punto de acabar en la cárcel, pero en vez de eso tuvo una revelación y se matriculó en la facultad para estudiar derecho. Al ver que ningún bufete lo contrataba, montó un pequeño despacho y se dedicó a demandar a todo el que pasara por allí. Treinta y dos años más tarde, le costaba creer que hubiera malgastado todo ese tiempo poniendo demandas por recibos vencidos, parachoques abollados y resbalones, y tramitando divorcios rápidos. Seguía casado con su primera esposa, una mujer aterradora a la que todos los días deseaba presentarle una demanda de divorcio, cosa que no podía permitirse. Tras treinta y dos años ejerciendo la abogacía, Oscar Finley no podía permitirse casi nada.

Su socio júnior —y Oscar era propenso a decir cosas como «haré que mi socio júnior se encargue del asunto» cuando intentaba impresionar a jueces, colegas y, en especial, a clientes potenciales— era Wally Figg, de cuarenta y cinco años. Wally se veía a sí mismo como un abogado duro, y sus airados anuncios prometían toda clase de comportamientos agresivos: «¡Luchamos por sus derechos!», «¡Las compañías de seguros nos temen!» o «¡Nosotros vamos en serio!». Esos anuncios se podían ver en los bancos del parque, en los autobuses, en taxis, en los programas de fútbol de los institutos e incluso en los postes telefónicos, aunque eso violara unas cuantas ordenanzas municipales. Había dos medios cruciales donde no aparecían: la televisión y las vallas publicitarias. Wally y Oscar seguían discutiendo sobre el asunto. Oscar se negaba a gastar tanto dinero —ambos medios eran tremendamente caros—, pero Wally no dejaba de insistir. Su sueño era ver algún día en televisión su sonriente rostro y su reluciente cabeza abominando de las compañías de seguros, al tiempo que prometía jugosas indemnizaciones a los accidentados que fueran lo bastante inteligentes para llamar a su número de teléfono gratuito.

Sin embargo, Oscar no estaba dispuesto a pagar ni siquiera por una valla publicitaria. A seis manzanas de la oficina, en la esquina de Beech con la Treinta y dos, muy por encima del denso tráfico y en lo alto de un edificio de pisos de cuatro plantas, se levantaba el mejor cartel publicitario de toda el área metropolitana de Chicago. A pesar de que en esos momentos exhibía publicidad de lencería barata (aunque con un anuncio muy bonito, según reconocía el propio Wally), aquella valla llevaba su nombre escrito en ella. Aun así, Oscar seguía negándose.

Si el título de Wally era de la prestigiosa facultad de derecho de la Universidad de Chicago, Oscar se había sacado el suyo en un centro ya desaparecido que en su día había ofrecido clases nocturnas. Ambos habían tenido que presentarse tres veces al examen. Wally llevaba cuatro divorcios a la espalda, mientras que Oscar seguía soñando con el suyo. Wally deseaba un gran caso, con muchos millones de dólares en concepto de honorarios. Oscar solo anhelaba dos cosas: el divorcio y la jubilación.

Cómo aquellos dos hombres habían llegado a ser socios en un chalet reconvertido de Preston Avenue era otra historia. Cómo sobrevivían sin estrangularse mutuamente era un misterio cotidiano.

Su árbitro era Rochelle Gibson, una mujer negra y fornida, con un carácter y una sabiduría ganados a pulso en las calles de las que provenía. La señora Gibson se encontraba en primera línea: atendía el teléfono, la recepción, a los clientes potenciales que llegaban llenos de esperanza y a los descontentos que se marchaban hechos una furia, el mecanografiado ocasional (sus jefes habían aprendido que si querían algo escrito a máquina les resultaba mucho más sencillo hacerlo ellos mismos), el perro del bufete y, lo más importante, las constantes discusiones entre Oscar y Wally.

Años atrás, la señora Gibson había sufrido un accidente de coche en el que no tuvo culpa alguna. Sus problemas se agravaron al contratar los servicios de Finley & Figg, aunque no lo hizo por propia elección: se despertó veinticuatro horas después del choque —saturada de analgésicos e inmovilizada por escayolas y tablillas— y lo primero que vio fue el rollizo rostro de Wallis Figg, que la miraba sonriente. El abogado se había puesto una bata de hospital, colgado un estetoscopio del cuello y representaba convincentemente el papel de médico. Consiguió engatusarla para que firmara un contrato de representación legal, le prometió la luna y se escabulló de la habitación tan sigilosamente como había entrado. Acto seguido, se dedicó a hacer una carnicería con el caso. Rochelle Gibson percibió una indemnización de cuarenta mil dólares que su marido se pulió en juego y bebida en cuestión de semanas, lo cual condujo a una demanda de divorcio que Oscar Finley se encargó de tramitar junto con su declaración de insolvencia. La señora Gibson no quedó especialmente complacida con la actuación de ninguno de los dos abogados y decidió demandarlos por negligencia profesional. Aquello fue un toque de atención para ambos —no era la primera vez que los denunciaban por ese motivo—, de modo que hicieron todo lo posible por aplacarla. A medida que sus problemas se multiplicaban, la señora Gibson se convirtió en una presencia habitual en el bufete, y con el tiempo los tres empezaron a encontrarse cómodos los unos con los otros.

Finley & Figg era un lugar difícil para cualquier secretaria: el sueldo era bajo; los clientes, a menudo desagradables; los colegas que llamaban por teléfono solían ser groseros, y las horas, interminables. Aun así, lo peor de todo era tratar con los dos socios. Oscar y Wally habían intentado la alternativa madura, pero las secretarias de cierta edad no soportaban la presión. También habían intentado la alternativa joven, pero solo consiguieron que los demandaran por acoso sexual cuando Wally no pudo mantener las manazas lejos de la chica de generosos pechos que habían contratado. (Zanjaron el asunto ante los tribunales con una indemnización de cincuenta mil dólares y lograron que sus nombres aparecieran en los periódicos). Rochelle Gibson se hallaba en el bufete la mañana en que la secretaria de turno dijo «basta» y se largó. Entonces, entre el ruido de los teléfonos y los gritos de los dos socios, se acercó al mostrador para imponer un poco de calma. A continuación, preparó café. Al día siguiente volvió. Y también el otro. Ocho años más tarde, seguía dirigiendo el cotarro.

Sus dos hijos estaban en prisión. Wally había sido su abogado, pero, para ser justos, nadie habría podido librarlos de la cárcel. Siendo adolescentes, ambos chicos habían tenido a Wally muy ocupado con sus múltiples arrestos por drogas. Su actividad como traficantes fue a más, y Wally les advirtió repetidas veces que por ese camino solo les esperaba la cárcel o la muerte. Le dijo lo mismo a su madre, que ejercía muy poca influencia sobre sus hijos y rezaba para que acabaran en prisión. Cuando la red de camellos cayó, los condenaron a veinte años. Wally consiguió que la cosa quedara en diez, pero no por ello recibió la gratitud de los muchachos. Su madre se lo agradeció con un mar de lágrimas. A pesar de los quebraderos de cabeza que el asunto le ocasionó, Wally nunca le cobró nada.

A lo largo de los años, había habido muchas lágrimas en la vida de la señora Gibson y a menudo las había derramado en el despacho de Wally, a puerta cerrada. Este la aconsejaba y procuraba ayudarla siempre que podía, pero su papel principal era el de oyente. Además, con el desordenado estilo de vida que llevaba, las tornas podían cambiar fácilmente. Cuando sus dos últimos matrimonios se fueron a pique, la señora Gibson estuvo a su lado para hacerle de paño de lágrimas. Cuando su afición a la bebida volvió a ir a más, ella no tuvo el menor reparo en decírselo a la cara. A pesar de que discutían diariamente, sus disputas eran siempre transitorias y a menudo artificiales, una manera de proteger sus respectivos territorios.

Había ocasiones en Finley & Figg en que los tres gruñían o andaban enfurruñados, y normalmente la causa era el dinero. Sencillamente, el mercado estaba saturado. Había demasiados abogados pateando las calles.

Y lo último que necesitaba el bufete era uno más.