Sonaba el toque de cubrefuegos en la iglesia de san Giovanni y Paolo de Venecia, cuando La Rozagante Arbórea atracó en el Canale delle Galeaze. Sven le Berg se despidió del capitán Giorgio Bonafede y desembarcó. Después de cumplimentar el cuestionario del Registro de Pobres, se guardó la cedulilla que le daba derecho a tres días de sopa boba en la beneficencia del palacio Ducal y se encaminó al puente de la Ca de Oro, el barrio de las putas, donde al anochecer paseaban las carrozas cubiertas y las sillas de mano de los libertinos en busca de carne nueva. También acudían señoras insatisfechas a contratar jóvenes robustos; mulatos musculosos; palafreneros que olían a cuadra o fornidos barqueros que olían a sudor. Los que se ofrecían merodeaban por el puente y sus alrededores y adoptaban posturas viriles o delicadas, dependiendo del cliente al que se dirigiera la oferta. De vez en cuando una carroza o una silla de manos cubierta se detenía, una mano apartaba la cortina y llamaba a uno de los putos. El elegido se aproximaba, cuchicheaba un momento con quien requería sus servicios y, si llegaban a un acuerdo, sólo tenía que seguir al vehículo a prudente distancia hasta alguna casa apartada, con patio interior débilmente iluminado por una linterna sorda, donde el misterioso pasajero se apeaba y subía unas escaleras hasta un aposento alquilado, seguido por el hombre escogido. Al cabo de un cierto tiempo, quizá de varias horas, el joven salía con unos cuantos ducados venecianos en la faltriquera, pasaba ante el cochero medio dormido sin mirarlo y se perdía en las sombras de la noche. La persona a la que había satisfecho retomaba su carroza y regresaba a su residencia o acudía a sus devociones nocturnas, a las que tan aficionados eran los venecianos, en la iglesia o convento de un barrio lejano.
Sven le Berg sonrió ante la perspectiva de aprovechar en su beneficio esta depravada costumbre de los buenos cristianos de Venecia, los que en sus plegarias se declaraban enemigos de la Abominación, sin considerar hasta qué punto la servían. El uso de máscaras en las excursiones nocturnas para asegurarse el anonimato había comenzado varias generaciones antes, cuando la ciudad era todavía una aldea habitada por devotos palurdos. Al principio fue un modo de preservar la modestia de los fieles que acudían de noche a las iglesias, por mortificación, y querían evitar que su actitud se tomara por alarde de piedad. Corrompida la intención primordial, la máscara ocultaba la identidad de los disolutos y, especialmente, de las disolutas, cuya afición al sexo extraconyugal era bien conocida.
Sven examinó los putos que se ofrecían en el puente o sus inmediaciones. Algunos eran jovenzuelos imberbes, casi niños, cabezas teñidas de oro que lucían a la luz de los fanales como crisálidas nocturnas; otros eran talludos y musculosos, vestidos para satisfacer los gustos de la variada clientela. Sven destacaba entre ellos por su altura y su apostura. El tosco sayo de marinero que vestía quizá no podía compararse con los ceñidos atuendos de sus competidores, pero dejaba adivinar una espalda ancha, unos hombros redondos, un cuello de toro y unos bíceps espléndidos. A los pocos minutos, un coche se detuvo a su lado y una mano enguantada lo llamó. Sven caminó despacio hasta el vehículo.
—¿Eres nuevo?
Era una cálida voz de mujer.
—Sí, señora. Acabo de llegar a la ciudad.
—Por lo tanto, no tienes amiga —dedujo la voz.
—No, señora. No tengo a nadie.
—Sigue a mi carruaje y no te arrepentirás.
La dama agitó una campanita de plata. El carruaje reanudó su marcha por las callejuelas solitarias y puentes voladizos sobre oscuros canales, hacia Santa María de Frari. Cuando hubieron recorrido una milla, penetraron en un enorme patio rodeado de espectrales cipreses. Del pescante se apeó un negro gigantesco que extendió la escalera articulada bajo la portezuela del vehículo. Una figura embozada en un amplio manto de viaje, la cabeza cubierta con la capucha, descendió y cuchicheó brevemente al oído del gigante. Después indicó a Sven que la acompañara.