CAPÍTULO XXXVII

Odón el Calvo se hospedó en La Sirena Despatarrada, la mejor fonda del puerto de Brindis¡, famosa por su cazón marinero en vino de la Apulia. Cuando subió a su aposento para la siesta, después de un baño reparador y un opíparo almuerzo, no encontró a la rubia frisia que había contratado para que le rascara la espalda, sino a tres sicarios mal encarados, y uno de ellos bisojo, que lo maniataron, lo amordazaron, le cubrieron la cabeza con un capuchón de tela negra, lo descolgaron por una ventana trasera (sin ahorrarle costalada al llegar al suelo, que era de guijarros), y lo condujeron a un coche cubierto que aguardaba frente al callejón. El viaje, con mucho traqueteo, duró como una hora. Al final le quitaron la capucha y Odón el Calvo se encontró en una sala espaciosa con las paredes de piedra que rezumaban salitre y humedad. De una garrucha fija en el techo pendía una soga. El único mueble era una mesa grande cubierta con un tapete negro. Detrás había un escribiente delgado, vestido de negro. Sólo se oía el rasgueo de la pluma sobre el papel. Los secuestradores le quitaron la mordaza y le pasaron la soga por las ligaduras de las manos atadas a la espalda. No hacía frío, pero en la habitación había un brasero de bronce con una barra de hierro no más gruesa que el meñique de una monja dulcera hundida entre las brasas. El bisojo la extrajo brevemente para comprobar que la punta estaba al rojo vivo. Odón el Calvo comprendió que le iban a aplicar tormento.

Si se resistía a hablar.

¿Resistirse? ¿Quién pensaba en resistirse? Odón el Calvo era un hombre razonable. Por otra parte, no tenía nada que ocultar, aparte de las cuatro granujerías propias de un capitán mercante que mantiene una novia en cada puerto, todas exigiendo regalos y preseas antes de abrirse de piernas. Quizá últimamente se le había ido la mano y había perpetrado algún que otro asesinato, pero siempre desconocidos, viajeros de poco lustre, aves de paso a las que nadie iba a echar de menos. Se le ocurrió que la Confederación de Ciudades Marítimas podía estar investigando las misteriosas desapariciones de los pasajeros que admitía en La Muchacha Sonriente. Las leyes del mar eran estrictas y mucho más cuando andaba Venecia de por medio. Eso podría costarle la horca.

Comenzó a sudar.

El hombre que estaba detrás de la mesa dejó de escribir y lo miró con una expresión indescifrable, que lo mismo podía ser de asco que de pena.

—No tengo mucho tiempo que perder —enunció con una voz modulada—. Por lo tanto te haré una pregunta y si me satisface tu respuesta te librarás del tormento.

—No tengo nada que decir. —Probó Odón el Calvo, a mostrarse firme—. Sólo que estáis interfiriendo en los negocios del mercader Paolo Fusta, a quien sirvo. A vuestros jefes en la Serenísima no les va a hacer gracia recibir las quejas de mi patrón, que tiene amistades en lo más alto de Venecia. Tengo una carga que entregar y Paolo Fusta es un hombre exigente.

El inquisidor río por lo bajo con su voz cascada.

No te preocupes. Tu navío tiene ya un nuevo capitán y Paolo Fusta se ha dado por satisfecho. De Cristo acá no hay nadie imprescindible en esta vida. ¿Quieres tormento o prefieres desembuchar voluntariamente?

Odón el Calvo comprendió la gravedad de su situación.

—¡Diré lo que sea!

—Eso es ponerse en razón —comentó el interrogador con una sonrisa llena de dientes menuditos—. Veamos: hace unos días arrojaste por la borda a un caballero teutónico. ¿Qué había en el equipaje del caballero?

No le preguntaban por el caballero, sino por su equipaje. Quizá pudiera salvar el pellejo después de todo. Odón el Calvo cantó de plano y en su confesión incluyó la descripción de las dos misteriosas piedras.

—¿Qué clase de piedras?

—Parecían de ámbar, o de resina del desierto. Intenté sacar una moneda de plata por ellas pero sólo obtuve cuatro de cobre. ¿Qué importancia tienen? Eran sólo baratijas.

—¿Quién las tiene ahora?

—Se las vendí a un mercader siciliano, un tal Tomasso Albino.

—¿Dónde?

—Me abordó cerca de Chioggia, en una galera rápida.

—Habrás dado parte en el puerto. La ley prohíbe sacar mercancías en el mar y comerciar con piratas.

—Bueno. No dije nada porque el siciliano no me pareció peligroso. Era sólo una galera rápida, sin mucha gente, y sólo quería un par de barriles de carne salada. Temí que se rieran de mí si declaraba que nos abordó de noche mientras el centinela dormía.

—¿Qué aspecto tenía el siciliano?

—Nervudo, con un parche en la mejilla.

—¿Has oído hablar de los espejos de Venecia? Los preparan para la Oficina de Avisos unos magos en la isla de Cos. Por medio de uno de esos espejos hemos visto a tu mercader. No era siciliano, sino sarraceno: el corsario Muley Osmán que ha abandonado los mares del basileo donde tiene sus pesquerías y se ha metido en el Adriático, en las mismas narices del león de Venecia, en busca de esas dos jodidas piedras. ¿Sabes por qué se llama «serenísima» a la Serenísima?

—No, señor —respondió Odón el Calvo con humildad y abatimiento, pero también con la conformidad del que se sabe irremisiblemente perdido.

—Serenísima quiere decir que nunca se descompone, que mantiene la calma y el dominio cuando los reyes, los papas y los basileos bufan —lo ilustró el agente—. La Serenísima no se descompone casi por nada, pero cuando una vela extraña se mete sin su permiso en el Adriático, que es como si se metiera en su bañera particular, eso nos toca los cojones a los venecianos, ¿captas la idea?

Odón el Calvo admiró la eficacia del lenguaje diplomático veneciano, flexible y capaz de adaptarse a cada situación y a cada interlocutor.

—Capto, capto —murmuró, mostrando conformidad.

El emisario de la Serenísima se dio por satisfecho. Anotó en un folio los datos facilitados por Odón el Calvo, espolvoreó un poco de arena sobre la tinta fresca, sopló, dobló la cuartilla y la guardó en un bolsillo de su jubón.

Odón el Calvo meditaba sobre su delicada situación. Se le veía bastante abatido.

—Si lo sabéis todo, ¿por qué me habéis secuestrado en lugar de perseguir al pirata? Yo no tengo nada que pueda interesaros.

El secretario se rió en sordina, una risa cascada, desagradable, que se abría paso de lado entre los dientecillos carniceros.

—Te equivocas. Todavía hay algo que puedes darnos y nos vas a dar. Tu piel. El prestigio de Venecia se basa en su seriedad y la seriedad aconseja castigar al delincuente. Has asesinado a tus pasajeros, has robado, te has metido en trapicheos a espaldas de la Serenísima y nos has mentido. La Serenísima te condena al lazo azul.

El estrangulador de la Serenísima era un tracio recio y bajito, de brazos musculosos y un tatuaje en el hombro con la virgen de Blanquernas dentro de una orla con la inscripción «No me desampares ni de noche ni de día». Salió de las sombras, hizo una leve venia al interrogador y sin más preámbulo realizó una lazada en su cordón de seda sobre el cuello del prisionero, introdujo una vara gruesa de avellano e hizo un torniquete.

Odón el Calvo intentó resistirse.

—No te preocupes, amigo, que esto va a ser visto y no visto —lo tranquilizó el verdugo—. Y piensa que más sufren las mujeres cuando paren.

El emisario de la Serenísima abandonó la cámara seguido de los esbirros. Las sentencias de la Serenísima eran inapelables. A Odón el Calvo no le quedó más recurso que defecar en los calzones antes de morir. «Que se joda el que los aproveche».