CAPÍTULO XXXVI

Lucas y sus acompañantes penetraron en la basílica de san Marcos.

Desde los mármoles que decoraban el suelo y los muros hasta las altas bóvedas que sostenían el techo, el templo aparecía cuajado de oro y de mosaicos que destellaban iluminados por decenas de lámparas de cristal, de plata y de oro, las ofrendas de generaciones de mercaderes enriquecidos que mostraban al santo patrón su gratitud por favorecerlos en los negocios. Los visitantes pasaron ante el altar mayor, donde estaba el monumento de mármol en el que se guardan los huesos de san Marcos Evangelista, traídos desde Alejandría en 828 por dos mercaderes venecianos.

—En realidad ese cofre está vacío —indicó Lucas de Tarento a sus compañeros—. Las reliquias de san Marcos son el paladión de la ciudad, el amuleto mágico que la protege. Por eso permanecen ocultas en un lugar secreto de la basílica.

Rodeando el trascoro llegaron a la capilla de las Reliquias, cuyos muros estaban enteramente cubiertos por un retablo frontal y dos laterales recorridos por cajoneras de maderas finas con incrustaciones de plata y marfil hasta el arranque de las bóvedas. En aquella botica se guardaban las reliquias de más de mil santos y santas de la cristiandad minuciosamente clasificadas y etiquetadas con pequeños marbetes bellamente caligrafiados. Una alta verja de gruesos barrotes dorados rematados en puntas de lanza cerraba la capilla. En el centro del retablo frontal, tres puertecitas adornadas de espejuelos engastados en oro guardaban las santas reliquias de Cristo (un trozo de prepucio, dos sagradas espinas y tres pepitas de una sandía que se comió en Tiberiades tras el sermón de la Montaña).

Lucas de Tarento repasó con los ojos las filas de anaqueles hasta que, con cierta dificultad, pudo distinguir lo que buscaba, en un cajoncito a considerable altura del retablo principal.

—Las piedras de san Todaro.

Allí se suponía que estaban la Manchada, la Luciente y la Nuececita, que junto con sus compañeras, las otras nueve piedras dragontías, ayudarían al Baal Shem o Maestro del Nombre a descifrar el nombre absoluto encerrado en la Mesa de Salomón. De eso dependía el destino de la Cristiandad.

La Oficina de los Avisos era el servicio secreto de Venecia. Al principio había tenido un origen meramente comercial, como casi todo en la Serenísima República. Sus cónsules, distribuidos por los principales puertos del Mediterráneo, informaban sobre la solvencia y honradez de los mercaderes extranjeros que negociaban con Venecia. Inevitablemente, fueron informando de otras cosas, incluidas las más íntimas y privadas. Estos cónsules mantenían confidentes en los principales puertos y habían infiltrado agentes en las cancillerías extranjeras, incluidas las islámicas. De ese modo, la Señoría de Venecia estaba al corriente no sólo de los precios del trigo y de las subidas previstas en cualquier punto del mundo, sino de las idas y venidas de mercaderes, correos y embajadores, cualquier dato, por despreciable que pareciera, que pudiera redundar en beneficio de los negocios de Venecia.

En el puerto de Chioggia, un marinero borracho de La Muchacha Sonriente le contó a una camarera del mesón El Espolón del Negro, especialidad en atún encebollado y vinos de la Verona, que el capitán de su nave, un tal Odón el Calvo, había arrojado al mar a un caballero rubio al que había embarcado en Morea. El agente de la Serenísima en Chioggia, que tenía a Odón el Calvo en la lista de sujetos a los que la Serenísima quería vigilar, supo lo ocurrido e informó a Venecia por paloma mensajera. Un funcionario de la Oficina de Avisos realizó los cálculos pertinentes. La Rozagante Arbórea había recogido un náufrago y lo había desembarcado en Venecia aquella misma mañana. Cabía la posibilidad de que fuera el que se les adelantó matando a la dragona de Delfos. ¿Tendría en su poder las piedras Fogosa e Intrincada? También podría ocurrir que fuera otro el náufrago. En tal caso, el que cayó por la borda de La Muchacha Sonriente se encontraría en el estómago de los tiburones, pero era posible que las dos piedras del dragón extraviadas siguieran en su equipaje, propiedad ahora de Odón el Calvo.

La Muchacha Sonriente había fondeado dos días antes en Chioggia y al día siguiente había proseguido viaje hacia Brindis¡. La Oficina de los Avisos envió una paloma mensajera para apercibir a sus agentes en el puerto de destino. Debían detener a Odón el Calvo en cuanto desembarcara y registrarían su camarote hasta dar con dos piedras parecidas a un pegote de cera del tamaño del dedo pulgar.