Grontal llevaba una carta de Cantacuzanos a un mago milanés llamado Milotto Bortanechi, que a la sazón asistía a una tanda de ejercicios espirituales en el monasterio de la Conformitá, a pocas millas de Milán. El viaje a Milán, con buenos caminos, antes de que empezaran las lluvias de otoño, duraba una semana. Grontal, que padecía un poco de los pies, como todos los enanos a cierta edad, de ahí que gusten de andar en pantuflas, pernoctó la primera noche en la fonda del Rico Baco, en Terraferma y se ajustó con un carretero que lo llevaría a Milán por tres escudos de plata. Aquella noche, cuando dormía en su aposento, bajo las vigas del tejado, con las estrellas brillando a través del ventanuco de los gatos, un leve resplandor iluminó la estancia y lo despertó sobresaltado, ya se sabe que los enanos temen, más que a otra cosa, a los incendios. Una voz algo engolada, como hecha a las disciplinas del coro religioso le habló y dijo:
—Hola Grontal, tengo entendido que deseas verme.
El enano empuñó su hacha que tenía prevenida junto a la cabecera y salto de la cama dispuesto a defenderse, pero no veía al que le había hablado.
—¿Quien eres? —inquirió.
—Soy Milotto Bortanechi —respondió la voz—. ¡Menudo recibimiento!
¿No me buscabas?
—Sí —balbució el enano—, pero ¿dónde estás? No te veo.
—Yo sí te veo a ti —rió Milotto—, y por cierto es la primera vez que veo la herramienta de un enano. Había oído hablar del asunto, pero no creía que fuera tan grande.
—Es un hacha normal —dijo Grontal.
—No me refería al hacha —observó la voz de Milotto con una risita.
Grontal se puso colorado, soltó el hacha en la cama y se puso los calzones.
Cuando fue a recuperar el hacha encontró a Milotto, no mayor que una liebre, sentado en su mango.
—¿Eres tú el mago amigo de Cantacuzanos?
—Fuimos compañeros de curso en la escuela de alta magia del Vaticano. Ya me ha comunicado que necesitas trasladarte al bosque hiperbóreo para buscar la piedra de Atila.
—Así es.
—Muy bien. No vas a necesitar pasaje. Toma tu equipaje y sal al tejado.
Grontal acabó de vestirse, tomó el hatillo e hizo lo que el mago le proponía. El tejado era de lajas de pizarra en seco y quebró un par de ellas antes de afirmarse.
—¿Y ahora?
—Ahora viajarás por el aire. Adiós, amigo mío y que Dios te conserve esa salud tan estupenda que tienes.
—¿Qué salud? —preguntó Grontal, por decir algo. La perspectiva de volar lo entusiasmaba tan poco como la de navegar.
—Yo me entiendo —dijo Milotto.
El mago extendió los brazos, arrugó la frente y fijó los ojos en un punto del vacío. Una vez concentrado pronunció con voz grave un conjuro en algún idioma ancestral ininteligible. Después sopló sobre la palma de su mano derecha. Al instante un viento huracanado arrebató al enano, arrancó de paso unas cuantas láminas de pizarra, y se los llevó girando por los aires en el centro del torbellino.