Era de noche y el vuelo mágico del enano Grontal por los cielos de la Cristiandad, a no más de cien pies de altura, remontando cuando era menester para esquivar montañas, árboles o campanarios, lo llevó sobre Treviso, con sus tejados de pizarra inclinados; Saint Moritz, con sus siete campanarios blancos; Ulm, con sus puentes de piedra adornados de berracos de granito; Manheim, con sus prados donde crece el trébol y nieva en invierno; Kassel, la de las minas de hierro y Goslar, al lado de una laguna donde un pez antiguo canta vísperas con voz de tenor aguachinado. Llegando a este punto de la región magderburguiana, donde retorna el viento de poniente, el torbellino que transportaba al enano torció a la derecha y sobrevoló Postdam, donde, por broma, se llevó de un tendedero las bragas de la señora del prefecto imperial y con ellas y Grontal avistó el Báltico frío y gris por Swinemunde, que sobrevoló hasta la isla de Gotland. En este punto, el vendaval campanero desaceleró y se redujo a torbellino y el torbellino a viento y el viento a brisa que depositaron suavemente al enano Grontal y las bragas de la gobernadora sobre un prado herboso en el que pastaban varias vacas pintas. Grontal como llegaba sediento del viaje, por la emoción y por el aire seco que se respira en las esferas, lo primero que hizo fue llegarse a una de las vacas y darle unas cuantas mamadas en las ubérrimas ubres. La vaca lo dejó hacer, comprensiva y maternal. En ello estaba, con los ojos cerrados por deleite, cuando llegó zumbando la pedrada de un pastor que no le acertó de milagro.
—Con que robándome la leche de la Gustosa, ¿eh? Y luego querrás follártela.
El que hablaba era un vikingo arrebujado en una manta de pelo trenzado, con un gorro de lana en la cabeza, polainas en los pies y una honda en la mano.
Grontal no conocía el idioma vikingo, pero se introdujo en la boca la hoja de abedul que le había entregado Cantacuzanos para que pudiera hablar y entender cualquier idioma, si bien la dicción le salía algo gangosa a consecuencia de la hoja.
—Me llamó Grontal —se presentó en vikingo, que era un dialecto alto-alemán—. Vengo en son de paz —se apresuró a añadir al ver que el pastor había colocado otra peladilla en el cazo de la honda. La primera pedrada había sido para tomar puntería y la segunda lo podía descalabrar—. Me envía el Papa de Roma para un asunto de mucha importancia para la Cristiandad.
—A nosotros la Cristiandad nos la suda —respondió el vikingo mostrándose algo más amistoso—. Si tienes hambre mama un poco más de leche, pero no me vayas a vacilar con grandezas, que me conozco y cuando me cabreo soy peligroso. Los enanos sois unos liantes y lo que vais buscando es bebernos la leche de las búfalas y enlecharnos a las mujeres.
Grontal comprendió que los enanos de aquellos parajes no resultaran simpáticos a los humanos.
—Yo no soy de por aquí —se apresuró a aclarar—. Vengo de la Romanía en son de paz y traigo credenciales. ¿Hay por aquí alguna comunidad cristiana?
—Los Noorgen, nuestros vecinos, están un poco cristianados por unos monjes misioneros que vienen de Dinamarca y les cuentan unas trolas tremendas de un dios que nació de una Virgen y su Padre celestial permitió que lo crucificaran para redimir a la humanidad por un pecado colectivo que, por lo visto, había cometido un antepasado y que consistió en robar una ciruela de un árbol prohibido. ¡La repera, pero ellos se lo creen!
—Y esos Noorgen, ¿se pueden ver?
—¿No se van a poder ver? En cuando amanezca, porque estas no son horas.
Cuando amaneció, el vikingo de las pedradas condujo a Grontal al valle cercano donde habitaban los Noorgen. Había en el centro de un pradillo verde una docena de cabañas de madera y techo de paja y en el extremo más ventilado del pueblo una iglesia de piedra en construcción.
—Aquí estaba antes la peña de los Suspiros —indicó el pastor cuando pasaron ante la iglesia— donde nos reuníamos mozos y mozas a copular alegremente para asegurar la fertilidad de los campos, según la religión de Odín, pero ahora, los monjes cristianos han convencido a los Noorgen de que eso es pecado y lo que hay que hacer es rezar y sacar en procesión una cruz con un difunto ensangrentado colgando. Yo no digo ni que sí ni que no, pero desde que no podemos echarles un casquete a las Noorgen, ya verá usted qué mozas tan aparentes son, ya no llueve como antes ni paren por derecho las vacas, eso va a misa.
Klaus Noorgen, un hombre alto, rubio y afable, recibió a Grontal en la cocina de su casa y después de ofrecerle unas gachas de almorta y manteca escuchó su embajada y miró las credenciales vaticanas y reales que el enano aportaba. No entendió nada de ellas, porque Noorgen era analfabeto. No obstante, envió a un hijo a que llevara al visitante y los papeles a la misión en el valle contiguo, junto a la costa de Wisby, donde había varios monjes.
Los religiosos recibieron al enano llegado por los aires con cierto recelo y lo remitieron al rey Turmon Noorgen en la Nueva Roma, una aldea fangosa en el centro de la isla. El rey habitaba en un castillo de madera, nada más que mediano, en medio de un fangal.
—Esa piedra que dices, la Templada, la recibí de mi padre que a su vez la recibió del suyo. Es emblema de la realeza y dadora de salud. Basta pasarla por un herpes para que desaparezca la culebrilla y si el paciente se la mete en la boca se le van las fiebres, por eso se llama la Templada. A ella le gusta curar. A mi abuelo le alivió el asma y él, agradecido, le escrituró un molino con sus campos circundantes. Otros pacientes aliviados de diversos males le han dejado varias mandas en los testamentos. Es una piedra bastante rica.
—Veo que la tienen en mucho aprecio —dijo Grontal—. El Papa sólo desea que la utilicemos en cierta cura que es necesaria para la salud del orbe cristiano. Luego la devolverá con muchas bendiciones para ti y para tu pueblo.
Noorgen dirigió una mirada triste al enano.
—El daño está —suspiró— en que la piedra, que yo vi por última vez de niño, no sé dónde estará ahora. Le hemos perdido la pista.
—¿Que le han perdido la pista? —preguntó Grontal incrédulo.
—Eso he dicho. La leyenda sostiene que algún día aparecerá un guerrero intrépido que vencerá al gigante Antulfas. Entonces la piedra Templada, donde quiera que esté, saltará de alborozo y se dejará ver.
El gigante Antulfas vivía en la isla Oland, también llamada de la Espada a causa de su forma alargada, frente al Colmar. Los suecos, que habitaban la costa vecina, habían abandonado la isla a causa del gigante, al que creían invencible, pero los vikingos de Gotland aspiraban a recuperar sus ricos pastizales. Hasta que el gigante apareció, hacía de eso unas nueve generaciones, la costumbre era que al final del verano, cuando los barbechos de Gotland estaban medio agotados, algunos rebaños de ovejas y vacas se trasladaran a Oland para aprovechar la hierba. Además, aquella hierba tiene mucho salitre y hace la carne esponjosa y la leche cremosa.
—Así que llego, venzo al gigante Antulfas, la piedra Templada reaparece y me la entregáis como recompensa.
—Si sometes al gigante, ese es el trato —convino Turmon Noorgen.
—Bueno.
Para llegar a la morada de Antulfas había que atravesar el Báltico. A Grontal no le entusiasmaba la idea de embarcarse, aunque fuera para un viaje corto y tranquilo. Aquella noche, en el aposento del castillo de Nueva Roma que Noorgen le había asignado, poco más que un barracón con las paredes y el techo de troncos, Grontal atrancó la puerta, sacó el espejo que Cantacuzanos le había entregado y recitó el hechizo.
La voz de Cantacuzanos y una leve sombra de su figura se personaron en el aposento.
—¿Qué hay, amigo Grontal? —saludó.
—Tengo que matar a un gigante en la isla Oland y pretenden que viaje en barco. Lo del gigante ya me parece mucho, pero desde luego lo de viajar en barco es demasiado. Me niego en redondo.
—Te tiembla la barba, ¿eh?
—A los enanos no nos gusta el agua, tú lo sabes.
—No podemos abusar de la magia. Si hago el hechizo de la teletransportación, tendrás menos recursos para enfrentarte al gigante.
—¿Tan duro de pelar es?
—Lo es. Los suecos no han podido con el. Tú viajarás por agua y cada poco rato irás cogiendo una muestra de agua de mar hasta llenar un tonel de cinco arrobas que llevarás hasta el collado del Viento y allí esperarás al gigante y lo retarás a pelear. Cuando lo tengas encima en lugar de propinarle un hachazo se lo das al barril.
—De acuerdo —aceptó Grontal—. Supongo que tú sabrás lo que haces.
—Lo sé —respondió Cantacuzanos.
—Espero no hacer el tonto atacando al barril cuando el gigante intente aplastarme —objetó todavía el enano.
—Pierde cuidado —respondió Cantacuzanos antes de disiparse en el aire.
Grontal permaneció un rato meditando sobre el asunto, boca arriba en la cama, con las manos bajo la nuca, hasta que sonó un cuerno de caza en el patio, que convocaba a la cena. Se vistió y bajó al salón. Una chimenea central albergaba un asador enorme del que los vikingos tomaban carne según categorías y clanes en buena paz y compañía y sin muchos formalismos. Cuando lo vio aparecer, el rey Noorgen lo llamó a su lado e hizo traer un par de mantas dobladas como asiento supletorio para que Grontal alcanzara cómodamente la mesa. Un cocinero franco, raptado en un monasterio de Irlanda, le puso delante una gruesa rebanada de pan, que le serviría de plato, y encima de ella una humeante tajada de ciervo en salsa de hígados y trufas al vino dulce. Grontal tenía el suficiente mundo como para no preguntar qué hacía un cocinero francés en una isla perdida del Báltico. Ya no se organizaban expediciones como en los viejos tiempos, cuando los normandos eran todavía paganos, pero, no obstante, algunos mantenían la costumbre de dejarse caer cada pocos años por las costas de Europa a ver lo que rapiñaban. Los tataranietos de los grandes vikingos que devastaban regiones enteras se limitaban ahora a violar a las morenas, a robar las bodegas y a secuestrar a los cocineros. «Ya que vivimos como cerdos —solía decir Eric el Terrible— por lo menos que comamos y bebamos decentemente».
—¿Y lo de las morenas?
—Es por el gusto que dan.
—También lo dan las rubias.
—Sí, pero rubias ya las tenemos aquí y todos los días el mismo menú, cansa.
Grontal comió carne con salsa especiada hasta la saciedad y bebió aguamiel fermentada de la misma copa de Noorgen, lo que era un gran honor.
—Esto te coloca igual o más que el vino —le dijo Noorgen en confianza— y no se avinagra aunque agiten el barril en la bodega del barco cien tormentas de mil demonios, de esas que siembran de ballenas las cumbres de los montes.
Tras el banquete retiraron las tablas y los caballetes, despejaron la sala y organizaron corrillos, tertulias, cantos y otras manifestaciones folklóricas. Ya de madrugada, cuando el jolgorio se fue apagando y casi todos se habían retirado a dormir, salvo unos cuantos borrachos que roncaban en los bancos, Noorgen se levantó torpemente, agarró su manto de armiño, que había resbalado hasta el suelo pringoso, se despidió de su invitado y se retiró a sus aposentos ayudado por un par de guerreros.
Durante el banquete, Grontal le había echado el ojo a una camarera rubia, Brunequilda Smudsen, una viuda cuarentona, frondosa, de firmes carnes, elevada estatura y caracteres sexuales secundarios excelentemente marcados, eso saltaba a la vista. En un aparte, cuando ella le llenaba la jarra, Grontal le había acariciado el trasero con la mano tonta, como por descuido y ella había acogido su atrevimiento con una amable sonrisa.
Brunequilda había despedido a sus compañeras y estaba barriendo la sala. Grontal se le acercó por la espalda y le metió la mano bajo la enagua. La mujer dio un repullo.
—¡Caramba con el huésped y qué atrevido es! —lo riñó divertida.
—¡Ya quisiera que la anfitriona fuera tan caritativa como yo atrevido! —dijo Grontal en tono triste—. Perdona que te importune, mujer, pero mañana pudiera estar muerto, la fiesta se ha extinguido, cada mochuelo se ha ido a su olivo y yo no quisiera pasar esta noche, que puede ser la última, solo como un perro.
Brunequilda se enterneció.
—Quizá te doy asco porque soy enano —añadió Grontal melancólico. Nada de eso— replicó la viuda: —todos somos hijos de Odín, enanos, humanos, elfos… incluso puede que los orcos.
—Los oreos no sé —respondió Grontal—, pero desde luego los enanos tenemos una sensibilidad la mar de grande.
—Eso es lo que importa —dijo la camarera—, la sensibilidad. El tamaño de la persona no importa.
Grontal enarcó una ceja.
—¿De veras crees que el tamaño no importa? La rubia asintió solemnemente.
—Eso creo.
Grontal la tomó de la mano y la condujo a su aposento. Dos bebedores medio borrachos se dieron con el codo e intercambiaron pícaros guiños.
Grontal y Brunequilda pasaron la noche juntos y al día siguiente, cuando las banderas del día estaban bien levantadas, sonaron los cuernos que convocaban la expedición contra el gigante Antulfas. Grontal saltó de la cama, tomó su hacha de combate y se despidió de Brunequilda con un beso en la frente. Ella, sudorosa, satisfecha y escocida, remoloneó un poco antes de abandonar la cama. Quería regodearse con el recuerdo reciente de lo vivido y sentido.
—¿Volverás?
—¿Sigues pensando que el tamaño no importa? —preguntó el enano. Ella sonrió satisfecha.
—¡Vaya si importa!
La besó otra vez y se fue. En el puerto, los remeros, todos jóvenes, rubios y esforzados, habían ocupado sus puestos y aguardaban con los remos levantados. El pueblo había bajado a aclamar al enano que se enfrentaría con el monstruo Antulfas. Grontal avanzó por el pasillo que formaba la muchedumbre todos muchísimo más altos que él, recibiendo parabienes y golpecitos amistosos en el hombro, además de algún que otro pescozón accidental. «Así habrán despedido a otros héroes que no regresaron», pensó mientras lo jaleaban.
El drakar se hizo a la mar y se perdió en dirección a Oland, la isla de la Espada.