Mientras Sven le Berg cavilaba sentado sobre un rollo de cordaje en la cubierta de La Rozagante Arbórea y consideraba los cambiantes rumbos de la fortuna que tan pronto te aúpa como te hunde, al otro lado del Adriático, el navío que transportaba a Lucas de Tarento y los suyos atravesaba la Gran Dársena de Venecia, el puerto mercantil de la ciudad, y enfilaba hacia su atracadero. A los ojos de los viajeros se ofrecía un impresionante panorama: una aglomeración de naves de transporte, las gombaria, las tarida, las bucius, como ninguno de ellos había visto hasta entonces. Pedro el Raposo contó más de doscientas.
—¡Parece mentira que haya en el mundo bosques suficientes para construir tal cantidad de barcos y tan grandes! —exclamó el joven Guido.
Normalmente no hay tantas naves en Venecia —explicó Lucas de Tarento—. Esta concentración ocurre dos veces al año, al comienzo del otoño y en primavera, cuando la Serenísima decreta caravana magna. Una vez en alta mar se dividen en caravanas más pequeñas que se dirigen a distintos destinos: la de la Romanía, que va a Constantinopla; la de Alejandría, que va a Egipto; la de Siria; la de Tana, en el mar Negro.
La nave atracó entre dos colosales bajeles. Un fornido semiorco, esclavo de la Serenísima, del servicio del puerto, tendió la pasarela de tablas. Los pasajeros desembarcaron con sus caballos de reata. En el muelle un funcionario de aduanas, con su gorro rojo y su esclavo tracio que le portaba el quitasol, el tintero y la carpeta, examinó cuidadosamente los pasaportes signados por la oficina del Papa y por el canciller del basileo, con sus lacres y sus cintas. Cuando los dio por buenos sacó el libro de Registro de Forasteros, que el esclavo llevaba en un zurrón colorado, y anotó cuidadosamente los nombres de los viajeros. Jorge Cantacuzanos admiró la caligrafía véneta, que es redondilla y con las prolongaciones inferiores compactas, como indicando la ciudad palafítica.
—Ya sabéis que mientras permanezcáis en la ciudad estáis sujetos a las leyes de la Serenísima —advirtió el funcionario formalmente—, y no hay recomendación que valga si vulneráis las ordenanzas.
—Lo sabemos —dijo Lucas de Tarento.
El cagatintas lo miró con recelo. No hacía mucho que venecianos y normandos de Sicilia se habían enfrentado por el dominio del Adriático. Finalmente se habían impuesto los venecianos, pero muchos normandos no habían dado el asunto por zanjado. Aquel normando no parecía ser una persona tan pacífica como sus palabras mostraban.
El funcionario miró a Gorgo, vestido con un chaleco y unos zaragüelles sarracenos, y no pudo reprimir una mueca de asco.
—¿A quien pertenece el orco? —preguntó.
—A nadie —intervino Guido con firmeza—. Es un hombre libre.
—No es un hombre, es un orco —corrigió el veneciano con una despectiva sonrisa—. ¿Quién se responsabiliza de él?
—Yo —dijo Guido.
—Entonces debes saber que no puede circular solo por la ciudad. Si la guardia lo ve solo, lo apresará, lo cargará de cadenas y lo meterá en los presidios del arsenal para que reme en las galeazas.
Ante ellos cruzó una patrulla de guerreros vestidos con faldellines de mallas, morenos, con profundas cicatrices en la cara, producto de las heridas que se infligían durante los entrenamientos. Las cicatrices eran la marca de su fiereza y las lucían con orgullo, como si fueran una parte de su uniforme. Los guardias hedían a ajo y a sudor.
—Esos eran los schiavoni, los mercenarios albanos —explicó Lucas de Tarento cuando pasaron—. En Albania, al otro lado del Adriático, muchas aldeas miserables viven de las pagas de sus hombres enrolados en el ejército de la Serenísima.
El aduanero enarcó una ceja algo molesto por las explicaciones del normando.
—El orco no puede circular solo —repitió.
—Lo tendré en cuenta —dijo Guido.
—Ahora podéis marchar.
Cargaron con los equipajes y atravesaron el animado puerto, con los caballos de reata, en dirección al consulado del Papa, al principio del Gran Canal. En el puerto reinaba una frenética actividad. Cantacuzanos iba señalando los fardos, cajas y barriles de variados productos que se amontonaban en los muelles:
—Hubo un tiempo en que Venecia competía con Constantinopla. Hoy Constantinopla está en decadencia y Venecia tiene la primacía del comercio cristiano. Por aquí pasan la sal de Dalmacia, el vino de Sicilia, el alumbre de Focea, las pieles de Moscovia, la seda de Constantinopla, el algodón egipcio, la plata del Harz, el oro de Silesia, el hierro de Corintia, los esclavos del mar Negro que van a engrosar las guardias de Egipto y Túnez. Esas naves toman el azúcar de Creta o de Chipre y la venden a mayor precio en Inglaterra y cargan lana en Inglaterra y en el viaje de vuelta surten los mercados de lana de Italia y Chipre ganando el quinientos por cien. Aquí el oro, el marfil, las sedas, los perfumes, abundan más que en cualquier otro lugar del mundo. Los venecianos son maestros en el arte de abrir mercados y de arruinar a sus competidores usando toda clase de artimañas. Son comerciantes y guerreros. Es muy difícil saber si esas galeras son de comercio o de guerra porque sirven para las dos cosas y a veces simultáneamente.
Cuando llegaron al palazzo Selvo, residencia de la nunciatura vaticana, un mayordomo los condujo a sus aposentos, situados en el ala más reservada, sobre la crujía donde se almacenaban los productos del comercio papal. Mientras sus compañeros se instalaban, Cantacuzanos compareció ante su anfitrión, Angelo Pisani, el legado papal ante la Serenísima República, al que le entregó las cartas e informes para el Vaticano.
—El dux os recibirá hoy mismo —dijo el delegado—. La Serenísima ha consentido en cedernos temporalmente, bajo ciertas condiciones, las tres piedras dragontías que posee, la Manchada, la Luciente y la Nuececita. Naturalmente, los venecianos no son de fiar, pero habrá que confiar en ellos al tiempo que mantenemos los ojos bien abiertos. Tenemos, además, noticias del paradero de la piedra séptima, la Templada, que los orcos robaron en Roma, y durante algún tiempo adornó el pomo de la espada de Atila.
—¿Donde está? —inquirió Cantacuzanos—. ¿Podemos conseguirla? No va a ser fácil. El médico moravo de Atila la sustrajo aprovechando el desconcierto de la muerte del caudillo huno que, como sabéis, falleció del estallido de una arteria en su noche de bodas. La Templada fue a parar a los orcos de Ormunka, unas malas bestias itinerantes por las estepas del Pliza, quienes, a su vez, la cambiaron por un barril de aguardiente a Lenudesen, el jefe de los vikingos de Gotland.
—¿Gotland? —se extrañó Cantacuzanos—. ¿No está eso en la Hiperbórea?
—Algo más cerca —repuso Ángelo Pisani—, pero en cualquier caso más allá de donde Cristo dio las tres voces. Me temo que os espera un buen viaje.
—Demasiado lejos y demasiado complicado para que vayamos todos —observó Cantacuzanos con desaliento—. Mis poderes mágicos son limitados, no soy una agencia de viajes. En el septentrión hay muchas criaturas de los bosques. Creo que es una tarea para Grontal.
—¿Grontal? —inquirió el legado pontificio.
—El maestro de magia del papa recomendó que se enrolara un príncipe enano en la expedición.
—Debéis enviarlo.
Después de hablar con el nuncio, Cantacuzanos informó a Lucas de Tarento y a Grontal del contenido de su conversación.
—Por mí no hay inconveniente —dijo Grontal—. No conozco el país, pero creo que allí habita una de las ramas de mi familia, la del Horón. Me recibirán bien. Lo malo es que los enanos comerciamos con piedras preciosas y oro y no tenemos una cosa ni la otra en la cantidad necesaria para aspirar a esa piedra. No obstante, partiré en su busca y Dios dirá.
Grontal abrazó a sus compañeros, incluido Gorgo, y se despidió. Oficialmente partía para un breve viaje a Terraferma a arreglar un asunto privado. Embarcó en una de las naves bajas que transportaban vajilla y cristalería hasta los embarcaderos de la Laguna Baja. El resto de los viajeros se tomaron el día libre para pasear por la ciudad. Isbela de Merens estaba excitadísima con todo lo que veía, e insistió en visitar los mercados de las telas, las joyas y los perfumes. Naturalmente, el joven Guido se ofreció a escoltarla, pues en vísperas de la caravana de otoño la ciudad estaba atestada de forasteros y no parecía conveniente que una muchacha decente anduviese sola por aquel dédalo de callejones y canales. Gorgo, por su parte, no se separó de ellos ni el negro de una uña. Anduvieron toda la mañana por los sucesivos mercados admirando los variados productos de lujo que el mundo produce: los brocados teñidos de púrpura, los bordados de oro y plata de Damasco y de Bagdad, los tapices, las perlas, las piedras preciosas, las piezas de alfarería fina como la cáscara de un huevo, los vidrios bellamente coloreados, el alumbre, el ámbar del Báltico, el marfil de África, el oro de Centroeuropa o del Sudán, en fin, todas las minucias que pueden encontrarse en un bazar.
En el mercado de los animales admiraron la variedad de raras especies de mamíferos, de aves y de reptiles que llegaban desde los confines del mundo. A Isbela la fascinó una pareja de leones que dormitaba en una jaula dorada. Se había puesto de moda entre los potentados navieros mantener fieras africanas en sus fincas de Terraferma. Deambulando entre los puestos vieron también perritos del tamaño de un puño para compañía de las doncellas, y otros animales de difícil clasificación, que parecían un cruce entre perro y gato, mansos, gordos y con pliegues en la piel. Vieron peceras con extrañas clases de peces, entre ellos los famosos peces-lengua del mar Negro, imprescindibles para las bañeras de las damas elegantes a las que proporcionan gran placer. Había gran variedad de canarios cantores, jilgueros, pintones y toda clase de pájaros exóticos traídos de África o de las estepas de Asia. Y serpientes que mantenían la casa limpia de ratas, que en Venecia abundaban debido a los canales. Atravesaron el mercado de esclavos negros, en la plazuela de los tintoreros, junto al puente de piedra. Tres africanos corpulentos, vestidos solamente con un paño de la modestia que les bajaba hasta las rodillas para ocultar sus naturalezas (al tiempo que las pregonaban) lucían músculos y mostraban a los posibles compradores las dentaduras blanquísimas y sanas. Pasando las guirnaldas de telas de vivos y variados colores que cruzaban la calle de los tintoreros, llegaron a las tiendas de los alfareros, de los músicos y de los libreros. Isbela, fascinada, se preguntaba si habría algo en el mundo que no pudiera encontrarse en Venecia. Allí había de todo.
Mientras Isbela y sus acompañantes recorrían las tiendas, Lucas de Tarento, Jorge Cantacuzanos y Pedro el Raposo descendieron a lo largo de la margen izquierda del canal y lo cruzaron por el puente de la Paja, todavía de madera (un siglo después lo sustituirían por otro de mármol) y llegaron a la Angarria, donde afloraban los restos de la muralla que los venecianos erigieron el año 900 cuando los húngaros asaltaron la ciudad. Venecia no necesitaba ya murallas. «Nuestras murallas son de madera, pero más inexpugnables que las de Bizancio» gustaban de decir los venecianos aludiendo a su invencible flota.
Los paseantes se encaminaron a la basílica de san Marcos, el corazón de Venecia, frente a la intersección del Gran Canal y el Canal de la Giudecca. Antes de la entrega oficial de las tres piedras de san Todaro, Lucas de Tarento deseaba echar un vistazo a la capilla de las reliquias donde las piedras se guardaban.
En el palazzo Vechio, sede de la señoría de Venecia, el dux Enrique Dándolo se apartó de la ventana desde la que había inspeccionado los preparativos de la gran galera ducal, El Bucentauro. Dentro de dos días el dux saldría a la mar en aquella magnífica embarcación, escoltado por un enjambre de galeras de guerra ligeras adornadas con gallardetes y, en medio del estruendo de las trompetas, de las chirimías y de los órganos, renovaría, como cada año, los esponsales de la ciudad con el mar arrojando a las turbias aguas del Adriático un anillo de oro y piedras de gran valor.
El dux era un hombre corpulento, ya anciano. Estaba ciego, a consecuencia de un hechizo bizantino de años atrás, cuando era embajador de la Serenísima ante el basileo, pero actuaba como si todavía pudiese ver. En cuanto amanecía se asomaba a la ventana de su despacho a espiar la vida de su ciudad a través del olfato y el oído. Podía detectar, según la hora del día, la subida o la bajada de las mareas, y por el olor de la pez hervida procedente del arsenal conocía el progreso de la construcción de las nuevas flotas. Aspiraba el olor salobre y a yodo del mar, dependiendo del viento dominante, percibía el rumor de la muchedumbre en la plaza de san Marcos o el chapoteo de los remos bajo su ventana. Por los cantos alegres de los barqueros distinguía la corporación de gondoleros a la que pertenecía el remero que desembocaba en el Gran Canal. Enrique Dándolo vestía una túnica morada con los ribetes dorados y calzaba escarpines de seda igualmente morados. Unas polainas de cuero adornado con incrustaciones damascenas le cubrían las piernas y disimulaban la hinchazón de la gota. Cojeaba algo al andar sobre los mosaicos de mármol de la sala ducal. Aunque era un hombre de costumbres austeras, la estancia era un compendio de los lujos de Oriente y Occidente, que mostraban al visitante la pujanza de la ciudad: muebles de maderas preciosas con incrustaciones de nácar, traídos de la remota China a lomos de camellos y ensamblados nuevamente en Venecia; tapices florentinos; alfombras damascenas; armas alemanas…
El secretario de cartas latinas del dux, micer Giorgio Querini, vestido con la ropilla negra y la gorra de terciopelo de los escribientes de la Serenísima, tiró de la cinta azul que hacía sonar un cascabel de oro sobre la puerta de los Suspiros. Así se llamaba una de las tres entradas del despacho del dux porque era la que utilizaban los armadores que acudían a negociar las concesiones del año.
El dux pulsó el resorte que franqueaba la entrada. Entró Querini e hizo una breve reverencia antes de adelantarse hasta el borde de la alfombra en la que se representaba a Neptuno cabalgando un delfín.
—¿Qué noticias me trae, micer Giorgio?
—Excelencia, han llegado los enviados del papa y de los reyes. El embajador del papa ha solicitado por escrito la entrega de las tres piedras de San Todaro, según pactamos.
El dux asintió. San Todaro era el san Jorge local de Venecia, un santo que mató al dragón o al cocodrilo que infestaba la laguna de los Juncos, antes de la construcción de la ciudad.
—¿Y tú las has preparado?
—Sí excelencia. Tres copias de las piedras prácticamente idénticas. Aunque los acompaña un mago experto, no creo que noten la diferencia.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Por lo que he sabido nunca han visto una piedra dragontía, excelencia. Han pasado por Delfos, pero un misterioso caballero se les adelantó y arrebató la Intrincada antes de que ellos llegaran.
—¿Quién? —se sorprendió Dándolo.
—Lo ignoramos, excelencia, pero la Oficina de los Avisos está indagando sobre ello. Al parecer, un caballero germánico, quizá uno de esos locos que andan por el mundo realizando hazañas para que las canten los trovadores. Nos estamos preguntando si será el mismo que penetró en el castillo del Viejo de la Montaña y le arrebató la piedra Fogosa. En ese caso, el guerrero tendría dos piedras.
El dux consideró por un momento aquella información.
—No puede ser coincidencia.
—Eso hemos pensado en la oficina, excelencia.
—Buscadlo y rescatad esas piedras. Mientras tanto entregad a los enviados del papa las tres falsas y que se marchen en buena hora.
—Así se hará, excelencia.