Sven cayó al oscuro mar y se sumergió en las aguas del Adriático todavía inconsciente a causa del narcótico. No obstante, el brusco contacto con el agua helada lo reanimó y cuando salió a la superficie el instinto le dio fuerzas para mover los entumecidos miembros y mantenerse a flote. La luna estaba en su cuarto menguante, pero su luz le permitió divisar la popa del navío que se perdía a lo lejos. Sven fue recobrando el conocimiento y comprendió que lo habían drogado para robarlo y lo habían arrojado al agua. Miró las estrellas y, después de orientarse, giró en derredor en busca de la costa. Creyó ver en el horizonte alguna luz, pero bien podría ser una alucinación de sus sentidos alterados por la droga. Habían pasado varias horas de navegación y seguramente se encontraban a demasiada distancia de la costa. Quizá cuando amaneciera pudiera ver algo. Mientras tanto se limitó a mantenerse a flote, con leves movimientos de las piernas y de los brazos, ahorrando energía.
Cuando amaneció estaba extenuado, pero vio venir a lo lejos una vela triangular que aumentaba de tamaño a medida que se aproximaba. Después de todo tenía suerte de que lo hubieran arrojado en la ruta habitual de navegación entre Split y Ancona.
El vigía de La Rozagante Arbórea, una tarida veneciana con cargamento de madera, avistó al náufrago y lo comunicó a su capitán, Giorgio Bonafede, un albanés gordo y colorado, de los del cogote rollizo, un hombre de buen corazón que al instante ordenó botar la chalupa para recoger al náufrago.
—¿Quién eres? —le preguntó Bonafede cuando lo tuvo en cubierta mientras le abrigaba el cuerpo aterido con una manta.
—Me llamo Sven le Berg. Mi señor ha muerto en la toma de Acre y yo regreso a Alemania para comunicárselo a su noble viuda. No estoy habituado a navegar, salí a tomar el aire y debí de marearme y caer al mar. Me temo que nadie a bordo ha advertido mi desgracia.
Bonafede sonrió y le palmeó el muslo.
No te preocupes. Dentro de tres días estarás en Venecia. Te inscribes en el registro de los pobres, comes de balde unos días y en cuanto recobres tu vigor podrás reanudar tu camino.
—No tengo con qué pagaros el pasaje —aventuró el guerrero.
—No hace falta que lo pagues. San Marcos nos favorecerá por esta buena acción.
En esto llegó el cocinero con una taza de caldo caliente y unas sardinas secas y Bonafede regresó a sus ocupaciones dejando al náufrago en paz.
Después de cenar, Sven, agotado por las emociones, se durmió como un leño. Soñó que atravesaba una región devastada por la guerra, las aldeas quemadas, los trigales incendiados, los árboles talados, los buitres hartos de carroña a lo largo de los caminos, muerte y desolación por doquier bajo un sol abrasador. En su sueño, Sven se moría de sed y lo asaltaba la certeza de un manantial fresco a la sombra de una roca en algún lugar del horizonte. Con los pies sangrantes y los labios agrietados e hinchados, el extraviado llegó por fin a la caverna profunda que albergaba la fuente y arrojándose de bruces en el arroyo bebió del agua delgada y fría hasta que sació su sed. Entonces, al levantar la mirada vio unos pies descalzos delante de sus ojos. Se puso de pie y encontró la familiar figura de Asmodeo de Sinán.
—Me alegro de verte Sven le Berg. He puesto en tu camino este navío que te llevará a Venecia para que cumplas tu destino. En Venecia conocerás a la esposa de Giorgio Querini, el secretario del dux. Esa dama, un putón desorejado que le pone los cuernos al marido, que es paciente, lleva al cuello una llave mágica que abre la arqueta secreta que está bajo la cama de Querini. En la arqueta secreta están las tres piedras de san Todaro (las que los vénetos le entregarán a Lucas de Tarento son falsas). Te haces con ellas, y sales de la ciudad por el camino de los Alpes porque debes buscar las otras dos piedras, la Fogosa y la Intrincada, que te arrebató Odón el Calvo.
Cuando despertó, lo recordó todo tan pormenorizadamente como si lo acabara de vivir. Notaba un escozor en la mano, la abrió y sobre la palma descubrió la marca de Asmodeo, el que lo había visitado en sueños.