Después de cinco días de viaje a bordo de la galera especiera La Trajinera Joyosa, con una breve escala en Split para embarcar plomo en barras, los viajeros llegaron a Venecia.
Cuando avistaron Chioggia, Cantacuzanos señaló la línea de costa y explico:
—Ahí la tenemos, la Serenísima República, una islita ocupada totalmente por los arsenales, los palacios, los talleres, y los inmuebles donde los ricos conviven con los pobres y aún con los mendigos, como sardinas en barril. No veréis un palmo de tierra: todo son construcciones de mármol, de ladrillo o de tierra, muchas de ellas sin cimientos siquiera porque las levantan sobre un bosque de maderos clavados en el barro de la laguna.
—¿Cómo puede ser una ciudad tan poderosa, si no tiene tierra? —pregunto Guido—. ¿De dónde sacan los panes, las minas, la leche, las canteras y la carne?
—Les sobra dinero para comprar todo eso. Para los venecianos el mundo se divide en dos partes: la Dominante, como llaman a su ciudad, y Terraferma, la tierra firme, que es el resto. Dos reyes de la Terraferma pueden matarse por un metro cuadrado de tierra; los venecianos no le dan a eso ninguna importancia. Para ellos, lo único que vale la pena es el comercio, el dinero. La cristiandad está llena de extensos reinos regidos por reyes arruinados y entrampados hasta las cejas. En Venecia hay mercaderes más ricos que cualquier rey de las tierras, más ricos que el Papa, más ricos que el califa de Bagdad, más que el basileo de Constantinopla. Venecia domina el comercio, compra barato y vende caro. Su red de agentes y puertos francos se extiende por todo el Mediterráneo y por otros mares, incluso por tierra de infieles, y no me refiero sólo a la de los sarracenos, sino a lo que hay más allá en las estepas habitadas por los orcos y en los confines de Oriente, donde nace el árbol de la pimienta y labra su capullo el gusano de la seda. El poder de Venecia reside en el mar. Su flota es más potente que el resto de las flotas juntas. Cuando necesita un ejército para guerrear por tierra, lo compra. Venecia sola puede enfrentarse con cualquier reino cristiano, por poderoso que sea, y vencerlo, incluso sin verse en el campo de batalla. Los embajadores venecianos conocen el arte de los sobornos y son muy capaces de quebrantar voluntades con la caballería de la Serenísima.
Guido se mostró muy interesado.
—¿Entonces, tienen buena caballería?
—La mejor, sin cotas de malla que críen herrumbre, ni caballos a los que alimentar.
—No os entiendo, padre Jorge.
Cantacuzanos le dedicó una de las sonrisas que raramente prodigaba. La convivencia y los peligros comunes que habían sorteado últimamente parecía haber limado algunas aristas de su carácter:
—¡El oro, muchacho! —exclamó—. Los sobornos. Si un rey guerrea contra Venecia, sobornarán a su general en víspera de la batalla y si el general no se deja, comprarán a sus coroneles o a los regimientos. Ningún rey con dos dedos de frente osa enfrentarse a la Serenísima. Hasta el Papa se esfuerza por congraciarse con ella.
—¿Compran a cualquier persona? —se escandalizó Guido.
—A cualquiera. Casi todo el mundo tiene un precio.
—¡Yo no me vendería por nada!
Lucas de Tarento se sonrió con tristeza.
—¿Estas seguro? —inquirió Cantacuzanos. El muchacho afirmó con rotundidad.
—¿Y si te prometieran a la muchacha que amas? —preguntó malévolamente el clérigo.
Guido titubeó. Se sonrojó hasta la raíz del cabello. No se lo había planteado, pero probablemente haría cualquier cosa por conseguir el amor de Isbela.
—Todos tenemos un precio —sonrió Cantacuzanos—. La cuestión es dar con él. No todo se paga en dinero. Y los espías de la Serenísima se especializan en averiguar el precio de cada enemigo y de cada amigo.
La nave se deslizó por la desembocadura del Canal della Fundamenta camino del puerto interior que llaman el Gran Arsenal. Decenas de embarcaciones menores y de navíos de los más diversos tonelajes circulaban en una u otra dirección, siguiendo corredores fluviales señalados con banderas flotantes. Lucas de Tarento, que había servido un tiempo en las naves templarias de La Rochele, le señalaba a Isbela las distintas clases de navíos venecianos:
—Aquel es el arsenal de la marina de guerra —explicaba—. Las galeras más altas, con torre de madera para los arqueros, son las cuadrirremes; las más bajas son trirremes.
—Son bastante feas —observó la muchacha—. ¿Por qué las parchean de negro?
—Lo que parecen parches son placas de cuero tratado con una sustancia ignífuga que protegen el maderamen del fuego griego.
Isbela recordó los devastadores efectos del fuego griego en las galeras sarracenas del puerto de Acre, meses atrás, cuando el caballero Lucas de Tarento la rescató del palacio de Muley Osmán. Desde entonces habían ocurrido muchas cosas, había viajado y había visto mundo. No estaba muy segura de querer acabar aquel viaje que forzosamente tendría que concluir en cuanto llegaran a Provenza y la devolvieran a su padre.
—¿Y aquellas naves enormes? —preguntó Guido señalando una fila de grandes navíos de alto bordo.
—Esos son los gatti. Son castillos flotantes provistos de catapultas, trabuquetes y potentes balistas capaces de atravesar un árbol. Las maniobran doscientos remeros, además de las velas. Los venecianos compran orcos en los mercados de oriente para que remen en esos monstruos. Un hombre normal no podría manejar un remo de doce metros de largo y cuarenta kilos de peso.