CAPÍTULO XXXI

El viento impulsaba a La Muchacha Sonriente, una carraca pisana de tres mástiles, con velas triangulares, cargada de paños damascenos, cerámica bizantina y cobre en lingotes con destino a Trotona. El capitán, Odón el Calvo, un renegado tunecino a sueldo de los Fusta, la familia de armadores pisanos, había aceptado embarcar a un germano rubio que estaba dispuesto a pagar una elevada suma por su pasaje, cinco besantes de oro por él y tres por el caballo. No era la primera vez que Odón el Calvo se aprovechaba de un viajero en apuros. De hecho, los ocasionales viajeros que aceptaba en las escalas intermedias de su buque raramente llegaban a su destino. El rubio era un caso claro de negocio fácil y saneado. Parecía bastante pudiente y estaba lo suficientemente apurado para comprar a buen precio un pasaje en el primer navío que había encontrado. Le interesaba poner tierra, o agua, por medio porque había matado a un hombre y malherido a otro en una reyerta tabernaria, en Patrás.

Odón el Calvo, acodado en la borda de su nave, se sonrió. Barruntaba las ganancias, como las golondrinas barruntan la lluvia. Tenía un olfato tal que mirando una nave o a una persona sabía el montante aproximado del oro o la pimienta que transportaba. Era como un instinto, como un sexto sentido cuya oficina radicaba en algún punto de su ancha nariz: olía la ganancia. Otra característica suya era la absoluta falta de escrúpulos cuando venteaba una oportunidad de aumentar sus ingresos. Por eso, en cuanto se hizo de noche después del primer día de navegación, ya rebasadas las islas de Cefalonia e Ítaca, cuando costeaban Leukas para enfilar el Adriático, se presentó con dos hombres fornidos y armados de sables, ante la camareta que ocupaba el pasajero, a la popa del navío. Primero llamó con cierta precaución, como si temiera despertarle, y luego palmeo francamente la puerta para cerciorarse de que la droga había surtido efecto. El guerrero rubio había adquirido una garrafa de vino de Zakintos antes de embarcar y Odón el Calvo se había ocupado, mediante una discreta señal, de que el tabernero le añadiera un potente narcótico de destilaciones de beleño y mirra, el licor de Mantua, lo que le garantizaba un profundo sueño.

Odón el Calvo intentó abrir la puerta, pero estaba atrancada por dentro. Se apartó y le indicó a uno de sus hombres que la abriera. El esbirro tomó distancia y embistió contra la puerta que cedió en sus goznes con un chasquido de maderas rotas.

El pasajero dormía como un leño sobre el camastro.

—¿Lo degüello patrón? preguntó el que había hecho saltar la puerta. Odón el Calvo le dirigió una mirada reprobatoria.

—No seas asno, ¿qué quieres, poner todo esto perdido de sangre? Tiradlo por la borda y que alimente a los peces.

Los dos hombres levantaron al rubio, uno de las axilas y otro por los pies y lo llevaron a cubierta. Mientras tanto, Odón el Calvo registró el equipaje de su víctima con hábiles manos. Había un rollo pesado que contenía una buena cota de malla y una camisa larga, el equipo de un guerrero en oriente. Quizá le dieran por él quince besantes venecianos. Había una espada y dos dagas, lo que suponía doce o trece besantes más, una silla de arzón, propia de guerrero franco, un par de buenas botas, unas alforjas con dos camisas, una capa de invierno y un cinturón azul. Por el caballo darían veinte besantes, en total vendiéndolo todo, unos cincuenta y cinco besantes a los que cabía añadir los cinco que le habían ofrecido los marineros de Patrás si lo eliminaba. ¿Y el oro? Odón el Calvo registró nuevamente los enseres. Nada. Miró bajo la alfombra. Ni rastro del oro. Volvió a la silla de montar y levantó la cobertera de cuero. Allí estaba. En un compartimiento secreto había sesenta besantes de oro y dos piedras semipreciosas. Se guardó el dinero y se quedó mirando las dos piedras en la palma de la mano. «¿Qué puede valer esto?», se dijo. Las miró al trasluz. A simple vista eran meros cristales llenos de impurezas, aunque la talla parecía antigua. En realidad ni siquiera estaban talladas, si acaso pulidas. Quizá un joyero del Lido le diera un par de cobres por ellas, no más. Podrían servir para tallar la falsa pedrería para el colgante de alguna cortesana.

En conjunto la eliminación del guerrero rubio no había sido tan buen negocio como esperaba.

Los dos esbirros aparecieron nuevamente en la puerta.

—Ya acompaña a los peces, jefe.