CAPÍTULO XXX

Los viajeros prosiguieron su viaje por el camino de Amfissa, una aldea de pastores con pobres chozas de barro y paja donde pernoctaron en un cobertizo y durmieron sobre mullidas zaleas de oveja que los pastores les proporcionaron. Al día siguiente desayunaron un buen cuenco de gachas de cebada y bellota molida con tropiezos de higos secos, antes de descender hasta el embarcadero de Ilea, en el golfo de Patrás, donde los esperaba una galera con la enseña del basileo. El capitán pareció decepcionado al verlos aparecer.

—¡Gracias a la Virgen de Blanquernas que estáis sanos y salvos! —exclamó—. La señora ha escuchado mis plegarias porque por un momento pensé que no regresaríais de Delfos, esa maldita tierra habitada de demonios, la madriguera de la gran corrupia. Pensaba zarpar mañana, después de rezar un responso por vuestras almas. El basileo, cuya vida prolongue Dios muchos años, cree que puede disponer a su antojo de los territorios sujetos a su dominio, pero allá donde habita la Abominación no hay autoridad que valga y ha sido una temeridad que viajarais a Delfos. ¿Habéis conseguido al menos lo que buscáis?

—Sí —mintió Cantacuzanos—. Ha sido un viaje muy provechoso. Cantacuzanos no se fiaba del capitán, un tracio menudo con una oreja de cuero que le cubría una antigua mutilación propia de ladrones, y un gorro cretense encasquetado hasta los ojos con el que ocultaba el lirio florentino impreso con un hierro al rojo en medio de la frente, que evidenciaba su pasado como esclavo de la república del Arno.

Embarcaron enseguida y zarparon con rumbo a Patrás, el puerto que guarda la entrada del golfo, donde el capitán les agenciaría una nave veneciana que los condujese a Italia.

Fueron dos días de agradable viaje, impulsados por una ligera brisa, sin perder de vista las tortuosas costas de la Fócida, a sotavento y de Acaya, a barlovento. Algunas veces se cruzaban con otras embarcaciones menores, cargueras de las salinas de Eupalión, o pesqueros cuyos tripulantes, medio desnudos, se descubrían respetuosamente y saludaban la galera imperial.

El puerto estaba desierto. Sólo quedaba media docena de menudas embarcaciones que se balanceaban lánguidamente amarradas al muelle de los pescadores.

Mientras sus compañeros desembarcaban la impedimenta y los caballos, Lucas de Tarento se adelantó para interrogar a uno de los pescadores viejos que remendaban redes en la explanada.

—No tengo buenas noticias —comunicó de regreso—. Esta misma mañana han partido dos carracas venecianas y una galera pisana. No esperan navío mayor hasta dentro de cuatro días.

—No es problema. Podemos esperar —dijo Cantacuzanos.

—El problema es que un guerrero rubio pasó por aquí hace dos días y mató a un hombre y malhirió a otro. Luego se embarcó en uno de los navíos, el que iba a Trotona y a Siracusa.

—¿Sven le Berg?

—Me temo que sí. Cantacuzanos se sumió en sus pensamientos.

—Siempre se nos adelanta —murmuró como para sí—. Ya tiene dos piedras, que sepamos, la del Viejo de la Montaña y la de Delfos. En Venecia hay tres piedras. Debe de ser su próximo objetivo. Si desembarca en Trotona, al pie de la bota italiana, puede dirigirse al norte por tierra o, quizá más rápidamente por mar, en uno de los bajeles que hacen la ruta del Adriático.

Lucas estuvo de acuerdo.

—En este caso —dijo—. Hay que darse prisa. Debemos llegar a Venecia antes que él.