Declinando la tarde, los viajeros de la Mesa se reunieron en un valle florido que aún retenía la primavera, aunque estaban al final del verano. Guido corrió a saludar a Isbela como si hubieran estado mucho tiempo separados, quizá lo estuvieron, y cada uno le contó al otro sus aventuras.
El cuervo, perchado en una encina que crecía en el centro del prado, se despidió con un consejo.
—Delfos dista tres leguas de aquí, por el camino que atraviesa la Floresta Umbría. Será mejor que pernoctéis al amparo de este árbol, donde no os ocurrirá nada, y que prosigáis vuestro camino con la luz de la mañana. La vida del hombre es como una rosa al sol del estío, pero esa misma brevedad la hace sublime. Ahora me vuelvo a mi pajarera. Salud.
Echó a volar y se perdió en el bosque laberíntico.
Pedro el Raposo y el joven Guido armaron dos ballestas, se internaron en el bosque y regresaron con un corzo joven. Antes habían avistado jabalíes pero se abstuvieron de cazarlos porque el cuervo les había advertido que la muerte de un jabalí acarrearía la ira de la Dama.
—¿La dama? ¿Quién coño es la dama? —replicó el Raposo.
—Es el origen de la Abominación —repuso serio Cantacuzanos—. Esta tierra le pertenece.
El cuervo graznó, aprobador.
Gorgo, el semiorco y Grontal, el enano, encendieron una hoguera mientras Pedro el Raposo armaba el espetón para asar el corzo.
La carne estaba exquisita. Cantacuzanos, mientras los demás comían pronunció un conjuro y enterró bajo un montón de piedras la cabeza del animal.
No ocurrió nada más digno de mención. Si acaso que al término de la cena, el semiorco tuvo la delicadeza de retirarse un centenar de metros para defecar (los primeros días habían tenido problemas para hacerle comprender que ciertas funciones orgánicas requieren intimidad y alejamiento) y fue el caso que soltó un cuesco de tal magnitud que conmovió la selva y una bandada de alcaravanes que dormía en la marisma alzó el vuelo en busca de una cama más tranquila y voló en la dirección del santuario.
—Se dirigen a Delfos —observó Cantacuzanos—. Eso es un buen agüero.
Transcurrió la noche apacible, todos descansando a excepción del centinela.
Amaneció, desayunaron tortitas de aceite, que el Raposo coció en su sartén de hierro, levantaron el campamento y reemprendieron la marcha a través del bosque por un sendero antiguo, hundido, un camino que antes que ellos habían transitado cien generaciones, desde los tiempos de la Arcadia feliz.
A medida que avanzaban, el olor de la verde naturaleza se enrarecía, hasta que finalmente predominó una fetidez de cadáver que los obligaba a respirar por la boca.
—Huele como un campo de batalla a los pocos días del degüello —comentó Pedro el Raposo.
—Lo que huele es el cadáver de la dragona —dijo Cantacuzanos—. Cada cierto tiempo un héroe tiene que matarla. Me parece que alguien nos tomó la delantera.
—¿Por qué lo temes? —preguntó Lucas de Tarento.
—Eso indica que nos han allanado el camino.
—La dragona guardaba una de las Doce Piedras y una Puerta. Para acceder a la Mesa de Salomón se necesita haber traspasado Siete Puertas y la Mesa sólo se ilumina con las Doce Piedras. En Delfos hay una puerta y una piedra. Parece que se nos han adelantado.
—¿Quién puede haber sido?
—El mismo que le arrebató la primera piedra al Viejo de la Montaña, Sven le Berg.
Lucas de Tarento asintió en silencio. Sven le Berg, su viejo conocido, que un día fue su discípulo cuando era novicio del Temple. Lo había adoptado como a un hijo, se lo había enseñado todo, desde estrategia bizantina a la normanda, la manera de combatir de los sarracenos, los trucos de los orcos y de las tribus esteparias, esgrima de daga, de justa, de mano, todo. Era un joven valeroso, excepcionalmente dotado para la guerra, sincero y fiel, pero sucumbió al pánico en la terrible jornada de los Cuernos de Hattin y había caído del lado de la Abominación.
A media mañana llegaron a Delfos, con sus praderas de trébol y sus bosques de helechos.
El monte Parnaso, majestuoso, blanco y levemente gris en las sombras, presidía el paisaje. En lo alto de su ladera sur la región de Delfos forma un semicírculo. Los olivos y las encinas trepan por la ladera que remata en los Peñascos Brillantes, una sierra imponente como una muralla obrada por gigantes. Al otro lado del valle, el monte Cirfis cubierto de pinos que atemperan los vientos procedentes del golfo de Corinto y del mar, los malos vientos del verano.
Los viajeros descansaron junto a la fuente Castalia, donde los antiguos sacerdotes de Apolo se purificaban, antes de entrar en el valle del Plisto. Cantacuzanos salió de su habitual mutismo para explicar ciertas cosas.
—Delfos fue un gran santuario en los tiempos paganos, pero ahora es sólo unas ruinas solitarias pobladas de serpientes y de lagartos. En su esplendor las sacerdotisas guardaban la tripa umblical del dios, por eso se llama, en las antiguas escrituras, el Santuario Umbilical. La reina del santuario era la Triple Diosa. Entonces todos los valles de Grecia estaban poblados por humanos que la veneraban y acudían al santuario para adorarla y ordenar sus vidas. Estaban divididos en cofradías, cada una encarnada en un animal o un pájaro. Cuando uno pertenece a una determinada cofradía no debe comer la carne de su patrón, el perro, el caballo, el jabalí, el tejón, la paloma, el lagarto, lo que sea, porque esa carne le causará la muerte. Sin embargo en las ocasiones solemnes puede y debe comerse la carne del patrón para entrar en comunicación con la diosa y fortalecerse en ella.
—Es como una comunión, lo que hacemos los cristianos —intervino el joven Guido.
Cantacuzanos le dirigió una mirada severa.
—Los hechos religiosos pueden parecerse, pero es muy desafortunado que establezcas un paralelismo entre los ritos de la Abominación y los de nuestra Santa Iglesia.
Guido se sonrojó y miró a Isbela. La muchacha le dedicó una sonrisa solidaria.
—La cofradía abominable se rige por mandamientos precisos y rigurosos —siguió diciendo Cantacuzanos—. Por ejemplo, no se puede tomar mujer u hombre de la misma cofradía pues eso sería incestuoso.
Prosiguieron el camino ascendente entre acebuches y encinas y, después de mediodía, llegaron a las ruinas de Delfos. Dejaron pastar a los caballos mientras acampaban en la explanada de los juegos. El caballero Lucas se retiró a conversar con Cantacuzanos. Guido e Isbela fueron a explorar las ruinas del santuario.
—¿Qué son esas letras? —preguntó la muchacha mientras señalaba una inscripción.
Eran unas palabras griegas, antiguas, que significaban: «Nada con exceso». Guido de St. Bertevin no sabía griego, sin embargo, el significado de la inscripción se abrió paso en su corazón con absoluta certeza.
—Nada con exceso —dijo, asombrándose él mismo de su convicción.
El templo circular había perdido el techo. Algunas columnas estaban por los suelos, un par de capiteles corintios formaban corro para asiento de pastores. Entre las losas desparejadas y rotas crecía la hierba. Al fondo, a la sombra de una higuera que cobijaba un frondoso laurel, encontraron una tumba blanca y redonda con una gran grieta. Guido se sobresaltó al descubrir en medio de aquella soledad a una muchacha bellísima vestida a la antigua moda de las estatuas antiguas que había visto en los jardines de Constantinopla, con una túnica de seda tan fina que señalaba las redondeces de los senos, las caderas y los muslos. Era tan hermosa que al contemplarla el muchacho sintió una cálida vaharada que le subía del estómago al corazón.
—¿Ves, como yo, a esa mujer o es un ángel? —preguntó a Isbela. Pero Isbela había desaparecido.
La dama le dedicó una enigmática sonrisa. Hizo una pequeña inclinación de cabeza y le indicó con la mano que se acercara. Guido obedeció movido por una fuerza hipnótica que le anulaba la voluntad.
La dama estaba sentada en un trípode de bronce tan alto que los pies no le llegaban al suelo y tenía que apoyarlos en un travesaño.
—Volvemos a vernos Guido de St. Bertevin —le dijo con una voz suave y musical.
—¿Volvemos a vernos, decís? ¿Me conocéis, señora?
Ella ensanchó la sonrisa. Se le formaban dos hoyuelos en las mejillas. Cualquier galán hubiera dado la vida por besar aquella boca fresca, fragante, con labios gordezuelos, bermejos entre los que asomaba una hilera de dientecitos blancos.
—Ayer me ayudaste a enderezar mi carga y el monstruo que te acompañaba me arregló el carro.
Guido no daba crédito a sus oídos.
—¿Vos, la anciana del carro? ¿Aquella mujer decrépita érais vos?
—Demostraste nobleza de sentimientos al ayudar a una anciana tan repelente —observó la muchacha, sonriendo de nuevo—. Por eso voy a concederte lo que necesitas.
Guido pensó en Isbela. ¿Dónde estaba? Le hubiera gustado tenerla a su lado para que viera a la resplandeciente muchacha de las ruinas. De pronto se percató de que probablemente la maga la había hecho desaparecer. Iba a interesarse por ella, pero antes de que pudiera formular la pregunta, la misteriosa dama se metió en la boca tres hojas del laurel que crecía a su espalda y comenzó a masticarlas con unción, con la mirada extraviada. El muchacho comprendió que no debía molestarla.
El mundo se quedó en silencio. No corría la brisa. No volaban los pájaros. Ante los ojos de Guido, una abeja se había quedado inmóvil, suspendida en el aire en pleno vuelo. El único movimiento, en leguas a la redonda, era el de la mandíbula de la maga masticando cuidadosamente las hojas de laurel. Después de un tiempo, que Guido nunca supo decir si fue largo o corto, porque también el sol se había detenido en su camino y sólo percibía el lento y acompasado tambor de su corazón latiendo en sus sienes, la maga escupió el amasijo verde de las hojas del laurel y dijo con una voz que parecía salir de las entrañas de la tierra:
—Guido de St. Bertevin, la piedra que buscas, la Intrincada, la tiene el hombre que me mató hace tres días. Prosigue tu camino y no pierdas tu corazón.
—¿Que os mató a vos?
—Muero y renazco continuamente. Eso no te debe preocupar. Guido comprendió que aquel paraje estaba hechizado y que cuando regresara al campamento y explicara lo ocurrido a sus compañeros les resultaría difícil creerlo.
—¿Quién sois, señora? —preguntó.
—Unos me llaman la Triple Madre y otros me llaman Abominación. En un tiempo tuve la grata blancura de la cebada perlada, la de la leche, la de la nieve en la cumbre virgen del Parnaso, la de las flores que crecen en la pradera del trébol. Ahora algunos se esfuerzan en verme en la blancura horripilante del cadáver, en el ojal llagado de la lepra, en la planta de flores blancas.
La abeja suspendida en el aire reanudó su vuelo con un zumbido y la naturaleza se puso nuevamente en marcha, la brisa agitaba las hojas de la higuera, los pájaros gorjeaban en sus ramas o surcaban el aire.
De pronto Isbela volvía a estar junto a su amigo. La había recuperado. El joven hizo ademán de abrazarla, pero ella malinterpretó sus intenciones y se zafó ágilmente.
—¡Las manos quietas! —advirtió—. ¿A qué viene esa efusión?
—Regresemos con los otros y escucha lo que tengo que contar. Encontraron a sus compañeros conmocionados. Cantacuzanos había trazado con la contera de su báculo un amplio círculo que los encerraba a todos y hacía las señales de un conjuro al tiempo que murmuraba palabras mágicas y miraba a su alrededor como si un gran peligro se cerniera sobre él. Cuando terminó, se apoyó en el báculo para dominar el temblor que agitaba sus miembros y dirigía miradas encendidas al santuario mientras el joven Guido relataba su encuentro con la maga de las ruinas:
—Esa mujer era la pitonisa —dijo Cantacuzanos—, una antigua servidora de la Abominación. Las hojas de laurel que masticaba la ayudan a entrar en trance oracular. En los tiempos paganos mucha gente peregrinaba a este santuario para someterse al consejo de la pitonisa. Entonces no necesitaba laurel porque la grieta del santuario despedía todavía gases hidrocarburos e hidrosulfuros, principalmente metano, etano y etileno, que le provocaban el trance, y pronunciaba frases sin sentido, palabras inconexas que un sacerdote de Apolo anotaba cuidadosamente para extraer de ellas el mensaje. La planta de flores blancas de la que te habló es la cicuta, la venenosa y abominable que en estos prados y en estos bosques abunda mucho, así como el trébol. Estos tréboles que nos rodean son la imagen de la Triple Diosa, de la Abominación, porque sus tres hojas se unen en un mismo tallo.
—¿Qué haremos ahora? —dijo Lucas de Tarento.
—Proseguir nuestro camino. Me temo que una vez más se nos ha adelantado el servidor de la Abominación. Él tiene la piedra Intrincada.
—¿Y la Puerta?
—El joven Guido la ha franqueado, de otro modo no se habría encontrado con la sierva de la Abominación. Creo que ahora debemos proseguir nuestro camino y escapar cuanto antes de estos parajes malditos. No estoy seguro de que mi magia nos proteja en un lugar tan infecto.
Lucas de Tarento pensó que quizá el miedo obnubilaba la mente poderosa de Cantacuzanos, pero se abstuvo de expresar sus dudas. El mago era el único que podía interpretar la Mesa de Salomón, si un día conseguían rescatarla, pero, por otra parte, no era la persona más adecuada para afrontar los peligros que acarrearía la búsqueda de las Doce Piedras y de las Siete Puertas.
El antiguo templario salió a pasear en la soledad de la noche apacible. Cerca de él la Dama de la Rosa Azul respiraba los efluvios vegetales del bosque con los ojos cerrados, en extraña paz. La presencia del hombre a veces turbaba su naturaleza y despertaba en ella recuerdos de emociones dormidas hacía siglos y marcadas por una inmensa desazón. Tantas lunas desde entonces, tanta soledad contenida en un instante, y ese saber que todo era un puro espejismo de luz en el que los humanos a veces extraviaban la razón.
—Habladme de vos, de vuestro pasado, de vuestras tierras —rogó el antiguo templario que deseaba prolongar aquella noche y no quería despertar.
La dama, jugueteando con una rosa azul entre sus dedos, esbozó una sonrisa.
—Desde el círculo de piedras veo, a través de la niebla, puntos de luz. Cierro los ojos y al abrirlos, los difusos gigantes de piedra se pierden en la densa niebla. Veo un paisaje verde y gris, un bosque lejano en el oeste, un baile de gigantes petrificados en el norte, una lengua de hielo que desemboca en el mar brumoso. Los druidas viajaban de un extremo a otro de las islas, desde los círculos, en las tierras altas.
—El regato discurre colina abajo, plateado a la luz de la luna —la dama cerró los ojos, evocando—. Sólo hay que escuchar los susurros de esas piedras, el canto de la hierba, para sentir la protección de la poderosa luna, de las mismas entrañas de la tierra de la que provengo, lo que soy.
Lucas de Tarento se sentía prendido en el susurro de aquellas palabras como en una invisible red. Aquella presencia le proporcionaba paz inmediata en los instantes de desaliento.
—En el difuso amanecer gris y violeta, ¿no sientes el incendio frío de la vida devorando lo viejo, despertando lo nuevo, creciendo, incubando, sanando, hiriendo, matando, pariendo, dando la vida, amamantando al mundo?
La dama y el guerrero caminaron unos pasos por la orilla del arroyo que un claro de luna iluminaba como un camino. Se detuvieron frente a frente, en silencio. Durante un instante infinito sus miradas se encontraron y el silencio los rodeó con su abrazo mientras el caballero, impelido por una misteriosa fuerza, acercaba lentamente sus labios sedientos a los de ella. Cuando apenas el espesor de un pétalo separaba sus bocas, la presencia de la Dama Azul se desvaneció dejando en el aire la suave inconfundible fragancia de la rosa.
—Buenas noches, mi estrella del alba, mi dama misteriosa —dijo Lucas de Tarento.
En la oscuridad, en el sueño, sintió estremecerse su corazón.