Las lanzas chocaron simultáneamente en los escudos y se hicieron trizas, provocando una lluvia de pequeñas astillas, finas y afiladas que se clavaron en las gualdrapas de los caballos, en sus carnes y en los acolchados de las sillas de montar. Los dos jinetes se recompusieron sobre sus respectivos arzones, conmocionados del impacto, y elevaron los escudos para equilibrarse antes de volver a la carga. Lucas de Tarento refrenó la carrera de su caballo. Si continuaba la cabalgada se metería directamente entre los aulladores que acompañaban al de la coraza negra. Un jinete solitario era fácil presa de los piqueros. Tiró de las riendas, desenvainó la espada, dio la vuelta y cargó nuevamente contra el misterioso jinete.
El enemigo lo esperaba en el lindero del bosque, cerca del círculo de fuego secreto que protegía al clérigo y a la doncella. Se había detenido cabizbajo y parecía meditar. Cuando vio venir a Lucas desenvainó la espada y alzó el escudo, presentando batalla, pero un segundo después dejó caer el arma y se inclinó sobre el arzón. Estaba herido. Con movimientos torpes descabalgó o se dejó caer al pie del caballo. Lucas, viéndolo fuera de combate, viró nuevamente dispuesto a atacar a los infantes, antes de que se repusieran del desánimo de ver a su campeón por los suelos. El antiguo templario profirió su alarido de guerra y cayó sobre ellos. Eran una veintena de orcos vociferantes, con ladridos de oso, armados de cuchillos, de porras, de espadas rotas y mohosas, de lanzones antiguos. Casi todos llevaban corazas de hierro oxidado, heredadas de campos de batalla ignotos, algunas con los boquetes y los cortes de las lanzadas que mataron al anterior propietario. Muchas no les ajustaban y las llevaban asentadas con correas y cuerdas. El caballero cayó sobre ellos y descabezó a los dos primeros de un solo mandoble. Se alejó una veintena de metros y volvió sobre otro grupo azuzando el caballo, que trituró un par de cráneos bajo los cascos ferrados al tiempo que el jinete hendía con su espada un pecho y degollaba una garganta en el mismo movimiento al sacar el hierro de la primera herida. Algunas flechas silbaron cercanas y un par de ellas se prendieron en su cota de malla sin ocasionarle más que rasguños. Afortunadamente, la ballesta era excesivamente complicada para los orcos y el arco turco de tendón y láminas de tejo tampoco lo dominaban pues cuando conseguían alguno solían— deteriorarlo rápidamente por falta de cuidados.
La batalla campal duró unos minutos. Al final los orcos supervivientes, no más de media docena, huyeron al bosque abandonando a sus congéneres heridos o muertos. Lucas de Tarento descabalgó junto al caballero de la coraza negra. El yelmo cerrado, con la visera cónica, ocultaba el rostro y lo protegía. Lucas de Tarento extrajo con cuidado una larga astilla que había penetrado, como un cuchillo, por una de las diminutas rendijas que figuraban los ojos. La punta estaba manchada de sangre. Levantó despacio la visera. Dentro no había nada. Un yelmo hueco. La cabeza había desaparecido. Entonces comprendió la extraña laxitud que había encontrado en el cuerpo. Movió la armadura. Vacía. El cuerpo también había desparecido. Sólo quedaba un traje de combate hueco, deshabitado.
—Magia —murmuró Cantacuzanos a su lado—. Creo que ya adivino quien nos está sembrando de obstáculos el camino. Esto tiene su sello.
—¿Alguien que sucumbió a la Abominación?
—Asmodeo de Sinán, un viejo conocido mío.