CAPÍTULO XXVI

Pedro el Raposo y el enano Grontal avanzaban por una vaguada entre higueras y almendros. El sendero remontaba el curso de un arroyo profundo, de buen caudal a pesar del estiaje. En un descanso, Pedro el Raposo trepó por el tronco de una higuera frondosa para recoger las brevas de arriba. Había pasado ya la estación y las brevas que quedaban estaban pasas.

—Ya es raro que no se las hayan comido los pájaros —comentó el Raposo mientras se llevaba una a la boca, con su diminuta gotita de miel, ya seca, en la corona.

Grontal miró en derredor, después miró al cielo.

—No hay pájaros.

—¿Cómo que no hay pájaros? —preguntó el escudero.

—No hay pájaros —repitió el enano.

El Raposo miró al cielo y comprobó que, en efecto, no había pájaros. Hacía rato que no habían visto pájaros ni ningún otro animal.

El Raposo descendió de la higuera y dejó su varal apoyado contra el tronco.

—¿Que crees tú? ¿Que esta tierra está encantada?

—Pudiera ser —respondió Grontal—. Por lo pronto, no hay pájaros y eso es un feo indicio.

Se comieron unos cuantos higos, pensativos, y reanudaron el camino. Al cabo de una hora de marcha silenciosa llegaron al pie de la misma higuera. El varal que había utilizado el Raposo para alcanzar los higos de las ramas altas seguía apoyado en el tronco como él lo dejó y los rabos secos de los higos comidos estaban en el suelo. La hierba seguía asentada donde descansaron las posaderas.

—Hemos caminado en círculo y hemos dado la vuelta como dos pardillos de ciudad —dijo el escudero señalando el varal—. Es la primera vez que me pasa. Yo solía ser el mejor rastreador de mi tierra. Se ve que me estoy haciendo viejo.

El enano estaba ensimismado. Habría jurado que caminaban en línea recta hacia el monte Parnaso.

—Será mejor que en adelante nos fijemos más. Solamente a dos tontos se les ocurre perderse de día. No lo diremos en el campamento para evitarnos las burlas.

Caminaron por espacio de otra hora y llegaron a la misma higuera. El varal de alcanzar los higos seguía donde lo dejaron.

—Otra vez hemos repetido el camino —dijo el Raposo. Grontal miró al cielo y convino en que así era.

—Un encantamiento —dijo—. El camino está encantado. Nos podemos morir sin dejar de caminar antes de llegar a nuestro destino.

El Raposo asintió gravemente.

—Será mejor que almorcemos, que ya va siendo hora, y pensemos con calma lo que tenemos que hacer.

Se sentaron al pie de la higuera, sacaron las talegas, carne seca, bellotas, pan y una frasca de vino rojo denso, que les alegró la pesadumbre del encantamiento.

—Lo que tenemos que hacer es volver sobre nuestros pasos hasta la encrucijada de la piedra derecha y seguir uno de los otros dos caminos —propuso Pedro.

—Me temo que el camino no se dejará recorrer fácilmente —objetó el enano—. Estamos en una redonda, en una senda embrujada. Si retrocedemos, encontraremos lo mismo, esta higuera, pero viniendo de aquella otra parte.

—¿Como podemos escapar, entonces? ¿Volando?

—Esa es una solución —admitió el enano. Hablaba completamente en serio—. Hay algunos conjuros que te permiten volar, pero me temo que yo no me sé ninguno. Quizá alguien pueda ayudarnos. Aguarda aquí.

Grontal se incorporó y se alejó de la senda en dirección a una corpuda encina cuya copa sobrepasaba las de los árboles del entorno. Si había algún enano local estaría allí, pensó. Cuando llegó a la encina la rodeo, admirando su porte. Puso una mano en el tronco y convocó al enano.

—¿Sibsw wars wk sywli sw wars wbxubs? —dijo.

Se removió la tierra bajo las hojas muertas y apareció una mano, seguida de un brazo, de un tronco y finalmente el cuerpo entero de un enano joven, moreno, con un birrete colorado y calzas de piel bastante gastadas. Miró a su convocante, se sacudió la tierra que le había quedado adherida al jubón e inquirió:

—¿Sw wyw dsnukus wewa?

Grontal le explicó pormenorizadamente su familia y linaje y le hizo un breve resumen de su vida y de sus peregrinaciones por el mundo a sueldo de los humanos. El enano pertenecía a una comunidad muy aislada. No tenían idea de las Cruzadas. Cuando veían pasar tropas, creían que la guerra de Troya coleaba todavía.

—El bosque está encantado, y no os va a ser fácil salir. Un primo mío, Ramakos el Simple, se perdió hace cincuenta años y encontró el camino el año pasado. La mujer lo mandó a comprar tres briznas de azafrán para el guisado y se cansó de esperarlo.

—¿Y qué hizo?

—Puso el guisado sin azafrán.

No. Digo qué hizo Ramakos para volver.

—¡Ah! Al final el problema se lo resolvió un cuervo colirrojo que se amistó con él porque le pasaba todos los días dos veces debajo del nido.

—Y ese primo tuyo, ¿podría presentarme al cuervo?

—Vamos a ver.

El enano se metió en su agujero y tras un buen rato volvió con su primo. Era un enano algo más oscuro de piel, de todos los años que había vagado a la intemperie sin encontrar la senda.

—¡Menos mal que habéis dado con nosotros! —dijo a guisa de saludo—. Yo desde que me ocurrió lo de marras, sigo en muy buenas relaciones con el cuervo y no le falta su pan con hierbas amargas, que le consuelan mucho el estómago. —Miró las copas de los árboles más cercanos por si el cuervo escuchaba y añadió confidencialmente—: Lo tiene estragado de comer ortigas y sabandijas. Voy a buscarlo y os lo presento, a ver qué se puede hacer.

Ramakos el Simple se marchó, a través del bosque, hacia el nido del cuervo y ellos aguardaron con el primo conversando tranquilamente sobre la república enanil que mantenía aquel bosque. Al parecer no había mucha ingerencia de los humanos, esa era la parte buena, porque había circulado la leyenda de que el bosque estaba encantado desde que desapareció en él un batallón de persas, en tiempos de Darío el Grande. Y desde entonces, las rutas de arriería y los correos de los humanos lo evitan y prefieren descender hasta las costas del istmo de Corinto o subir al norte, en busca de Elatea, hacia la Fócida. Mejor. Más tranquilos. Ellos, en la superficie no tienen problemas. Y enanos superficiales, aparte de su primo Ramakos, el escarmentado, hay pocos. Casi todos son profundas.

A media tarde regresó Ramakos con el cuervo, negro, grande, revoloteando con mucha suficiencia sobre la arboleda.

—Buenas tardes —saludó el ave perchando en la rama de una encina—. Aquí el amigo Ramakos me ha contado el problema. ¿A quién se le ocurre meterse así, tranquilamente, en el Bosque Tenebroso? Y dad gracias a Dios, o el que sea en el que creéis, de que no os hayan ocurrido percances más desagradables todavía.

—¿Y cómo podemos salir?

—¿Confiaréis en mí?

Grontal y Pedro se miraron: ¡qué remedio!

—Sí, claro —dijo el Raposo.

—Pues entonces, seguidme, yo volaré y vosotros iréis exactamente por donde yo vaya, aunque os parezca que os llevo por el mismo sitio y que os vuelvo locos, porque el Bosque Tenebroso es un laberinto y sólo el que vuela por encima de los árboles conoce la salida.

Se despidieron con muestras de afecto y agradecimiento de los enanos y partieron en pos del cuervo.

El negro pájaro los condujo por senderos inexplorados, resbaladizos y secos; por bancales de piedras; por cañaverales húmedos en los que los mosquitos se los comían; por umbrías tan espesas que no se veía el cielo; por secarrales y por charcas llenas de ranas y culebras. Caminaron y caminaron atravesando lodazales pantanosos y desiertos, hasta que salieron, ya anocheciendo, a un yerbazal parecido al que habían dejado en la piedra enhiesta, cuando se separaron del resto del grupo.

—Aquí ya vais bien —dijo el cuervo—. Cuando amanezca veréis una senda de cascajo colorado que sale de aquel arbolado del fondo. Ese es el camino de Delfos. Si no os desviáis llegaréis al cabo de seis o siete horas.

—¿Como podremos pagarte el favor, cuervo? —dijo el Raposo.

—Ya me lo pagaréis —no te preocupes—. Nos tenemos que ver más.

—¿Cómo puedo llamarte?

—Llámame cuervo.

—No, me refiero a cómo puedo hacer que acudas en caso de necesidad.

—Yo acudo solo, no te preocupes.

—¿Sabes algo de la Puerta Misteriosa que hay por estos andurriales?

—Claro que sé: ya la habéis traspasado.

—Pues no me he dado cuenta.

—Por eso se llama Misteriosa, porque uno la traspasa sin advertirlo —dijo el cuervo y echó a volar alejándose.

Renqueaba un poco del ala derecha.