CAPÍTULO XXV

Guido de St. Bertevin avanzaba por el sendero que cruzaba un prado recorrido por una maraña de arroyos cristalinos que no le impedían la marcha. Quizá fueran los ramales de un mismo arroyo que no sabía bien su cauce al llegar a la llanura. Había bebido agua y la había encontrado muy fría, como venida de las montañas, quizá de las nieves del monte Parnaso, el blanco cono que se recortaba en el cielo azul, al fondo de las montañas grises.

Gorgo, el semiorco, lo seguía a pie, procurando no separarse demasiado de la cola del caballo de su amo. Cuando se quedaba retrasado se ponía a cuatro patas y corría ágilmente hasta recuperar el terreno perdido. En un par de ocasiones, Guido había intentado conversar con él, pero su dominio del idioma era tan precario y su pronunciación, estorbada por la lengua gorda, tan torpe, que apenas se podía entender lo que decía.

—Yo, amo Guido, la sangre santo —repetía a menudo.

Guido entendía que le estaba muy agradecido por haberle salvado la vida en el asalto a La Golondrina Risueña. A esa pobre criatura, un semiorco, más bestia que persona, su propia vida le parecía preciosa, como a cualquier humano y sentía agradecimiento, como un humano, hacia la persona que se la salvó. «Bien pensado, no todos los hombres somos agradecidos», cavilaba Guido. Y esa consideración le daba qué pensar. Quizá los orcos, en el fondo de sus cerebros toscos, guardaran el tesoro del sentimiento mejor que muchas personas. No había visto muchos orcos en su vida, como no había visto muchos osos o muchos jabalíes. «Hay seres que cuando se ven hay que matarlos» —pensó tristemente. Giró sobre su silla y miró al semiorco, que le devolvió su perpetua mirada agradecida, babeante. Después de todo no le estorbaba, le daba compañía. Y aquella abnegación ciega hasta le resultaba conmovedora. Lo había visto haciendo guardia sin perder de vista al amo en los fuegos del campamento o en las calles de Constantinopla, atento a su seguridad.

Cruzaron el valle ameno y entraron en un sendero más angosto que conducía a las montañas. Atravesaron una corriente clara y tempestuosa por un viejo puente de piedra. Al otro lado había volcado un carro cargado de leña. Una anciana de pelo gris y repulsivo rostro, la boca desdentada y sumida, la piel arrugada y sin lustre, los ojos casi ocultos por los pliegues fláccidos de los párpados, se había sentado en una piedra. Cerca pastaba un caballo blanco matalón, tan viejo como la dueña, con las costillas señaladas y los huesos de la grupa queriendo romper el pellejo. El camino era suficientemente espacioso para pasar de largo, pero el joven Guido se apiadó de la anciana y se detuvo junto a ella.

—A los buenos días —saludó—. ¿Qué pasa, madre, se le ha volcado la carga?

—Ay, hijo, los tres somos demasiado viejos: el carro, el caballo y yo. Guido reparó en que, en efecto, el carro era también demasiado viejo, un armatoste con las ruedas macizas y la caja de corteza de abedul trenzada, de los que hacía siglos que no se veían por los caminos de la cristiandad, desde que se inventó la llanta radiada.

—Vamos a ayudarle, señora —dijo Guido.

—Ay, hijo, no es necesario, ya vendrá algún leñador del pueblo y me echará una mano. Tienen que pasar varios a lo largo de la mañana.

—¿Y va usted a esperar mientras? —objetó el muchacho—. De ningún modo. Nosotros le ayudamos. A ver, Gorgo, échame una mano.

El semiorco emitió un gruñido de conformidad y asiendo con sus poderosas manos sendos haces de leña los sacó del carro y los depositó en el camino. Aligerado el vehículo era más fácil de enderezar. La rueda izquierda se había salido del eje, al caer. Gorgo tuvo que vaciarlo por completo antes de levantarlo y apoyar el eje sobre la horquilla de una encina siguiendo las indicaciones de Guido. El muchacho le ayudó a poner la rueda en su lugar, ensartando el eje por el agujero. Después le aplicó la arandela de hierro que sostenía el cubo y martilleó con una piedra el pasador hasta que estuvo bien centrado.

La vieja seguía las operaciones desde su asiento.

—La pena es que no tengamos grasa a mano —dijo Guido—, que de tenerla se lo dejábamos engrasado, porque este eje está muy seco. Debe chirriar mucho, ¿eh?

—A mí me gusta que suene, como a Cafrune —dijo la vieja—. Me hace compañía por esos caminos y en las arboledas oscuras ahuyenta al lobo.

—¿Hay lobos por aquí? —preguntó Guido un poco alarmado, mirando el bosque.

La vieja asintió.

—Pero a ti no te atacarán, hijo —dijo pensativamente.

Guido miró a la vieja. De pronto le pareció menos desamparada que al principio.

Mientras Gorgo entibaba nuevamente la carga, Guido recogió el caballo esquelético y lo unció entre la horquilla del carro. Los atalajes de cuero estaban tan cuarteados y gastados que era un milagro que no se rompieran al tirar de la carga.

—Va siendo hora de cambiar estos atalajes —indicó Guido a la señora.

—¡Qué más quisiera yo, hijo mío, pero soy muy pobre! Soy una viuda sin hijos ni nueras y lo único que hago es vivir como puedo en la tranquila espera de la muerte.

—No hay que pensar en eso, señora —la animó el mancebo—. La vida es muy hermosa. La vida es un esplendor.

Ella sonrió y Guido descubrió que había un remoto indicio de belleza en su sonrisa desdentada. Quizá alguna vez había sido guapa, pensó el muchacho.

—La vida es como una mañana de pájaros —dijo la señora. Entonces salió el sol de la nube que lo ocultaba e irradió sus colores en el valle y volaron pájaros en todas direcciones y las flores levantaron sus corolas y extendieron una pincelada añil, blanca, rosa, azul por la hierba que cubría los prados.

Guido y el semiorco se despidieron de la vieja y reanudaron su camino, sendero adelante.