La taberna La Cogorza Vespertina tenía en la puerta un tablón con la silueta de un barril, señal de que todavía quedaba vino de la cosecha del otoño anterior. El establecimiento estaba situado a la entrada del pequeño puerto comercial de Patrás, en un extremo del caserío que se cobijaba en la falda del cerro del castillo.
Sven le Berg entregó su caballo a un mozo y penetró en el local, una sala amplia como un granero, con columnas de madera, que sostenían un techo de fuertes vigas sin desbastar. El salón era capaz de albergar a cien personas distribuidas en mesas cuadradas y rectangulares. Bancos colectivos y taburetes individuales complementaban el mobiliario. A aquella temprana hora sólo había una docena de clientes, ruidosos marinos que bebían cerveza o hidromiel. Sven le Berg se sentó en una mesa apartada, junto a la ventana, desde la que podría vigilar el camino de acceso al castillo. Acudió una moza de mesón, joven, con la cara llena de pecas, bien parecida, el justillo apretado para resaltar unos encantos que formaban parte de la oferta del establecimiento.
—¿Qué tomará el caballero? preguntó con voz pastosa e insinuante. Dos marineros algo beodos se dieron con el codo y atendieron a la petición del forastero.
—¿Tienes vino?
—El mejor vino de Patrás, de los viñedos de los monjes del Megaspileion —dijo la camarera santiguándose piadosamente al mencionar el monasterio. El gesto devoto contrastaba con el tono insinuante de las palabras. Se había inclinado un poco para que el viajero, que parecía pudiente, además de guapo, le contemplara el canalillo.
—Tráeme una jarra de vino, ensalada con queso de cabra, un plato de carne y una torta de pan —ordenó el caballero.
La camarera le sonrió y se retiró contoneándose. Al pasar cerca de los marineros uno de ellos le intentó palmear las nalgas, que eran firmes y apetitosas, pero ella le adivinó las intenciones y lo esquivó.
El marinero, que había fallado la palmada y al que además le había faltado poco para perder el equilibrio y caer al suelo, se encaró con el caballero.
—¿La puta parece que se reserva para este potentado que bebe vino? ¿Comercias en alguna nave? ¿Dónde tienes a tu tripulación? El caballero no contestó. Se limitó a mirar a la calle del castillo a través de los visillos encerados.
—¡Estoy hablando contigo! —gritó el marinero, impaciente—. ¿Es que eres sordo?
Sven le Berg apartó la mirada de la ventana y examinó al que lo interpelaba. No le respondió. Tan sólo sonrió enigmáticamente y continuó mirando a la calle.
Pasaron unos minutos. Regresó la camarera con la jarra de vino, la ensalada y la fuente con la carne y el pan. El caballero le hizo una inclinación agradecida y comió con apetito y corrección, sin escupir los huesos en el suelo, ni sorber ruidosamente de la jarra. Es más, después de cada trago se limpiaba los labios educadamente con el dorso de la manga.
Estas muestras de civilidad molestaron aún más al marinero camorrista, que no le quitaba ojo de encima. Finalmente, no aguantó más y se levantó de un brinco haciendo rodar el taburete.
—¡Te estoy hablando a ti, maldito hijo de puta! —gritó dirigiéndose a Sven.
—¡Dale, Rufus! —lo animó uno de sus camaradas, un pelirrojo enteco con la voz beoda—. Que aprenda a respetar al contramaestre de La Libélula Dorada.
El tal Rufus era alto y fornido, con el cuello más ancho que la cabeza, el tórax como, el de un toro y dos brazos como dos jamones que brotaban de su zamarra sin mangas. La nariz partida de los púgiles y la boca grande y gruesa asentada sobre un mentón ancho y prominente le conferían un aspecto brutal. Atravesó la sala a grandes zancadas, que hicieron temblar los platos en los armarios; y se plantó ante Sven.
—¿Me oyes ahora, mequetrefe?
El viajero rubio miró a la mole humana con expresión apacible.
—Te oigo, pero no tengo nada que decirte —respondió con voz tranquila—. Déjame en paz.
Y continuó comiendo con buen apetito. El gigante abrió mucho los ojos y boqueó un par de veces. Le costaba creer lo que había oído. El forastero lo desafiaba delante de la peña en pleno y además lo estaba dejando en ridículo. Aquello no podía quedar así. Adelantó una mano enorme, con dedos que semejaban un manojo de pollas, introdujo el índice en el plato de Sven, lo embadurnó bien en la salsa, se lo llevó a la boca y lo chupó con fruición. La salsa, que era de almendras, con ajo, cebolla, pan frito machacado y un chorrito de vino, estaba estupenda. El gigante repitió la operación. Los espectadores estallaron en una carcajada al ver que Sven dejaba de comer y miraba el plato con expresión de asco.
—Si tienes hambre puedo invitarte a un plato de carne —le dijo tranquilamente.
—¡Quiero este! —dijo el gigante.
—¿El mío?
—El tuyo.
Los parroquianos se habían acercado y se partían de risa. Sven parecía pensárselo.
—Está bien —dijo al cabo—. Adelante, si quieres, pero tendrás que comértelo todo, huesos y plato incluidos.
Sven apartó el taburete y se levantó. De pie apenas llegaba a la barbilla al gigante, que lo miraba con petulancia, con sus ojillos acerados mientras sonreía. «Se lo va a comer crudo», oyó Sven a su espalda.
—Es mejor que lo dejemos ahora, antes de que nos hagamos daño —le sugirió al gigante.
Rufus y sus amigos rieron a coro.
—¡Ten cuidado Rufus, que puede hacerte daño! —advirtió una voz. Una nueva carcajada coral celebró la ocurrencia.
El forastero no parecía muy dispuesto a combatir, pero los amigos de Rufus se habían situado a su espalda, para cortarle la huida. Rufus dejó de reír. De repente se puso serio y adoptó la postura de los luchadores, las rodillas ligeramente flexionadas y las manos listas a media altura. Su oponente parecía algo intimidado.
—Anda —lo invitó con voz ronca—. Hazme tragar el plato.
El forastero no se hizo de rogar. Propinó un súbito cabezazo en la nariz del gigante, que se partió con un chasquido de madera seca y comenzó a sangrar abundantemente, y antes de que Rufus encajara el golpe aprovechó que había abierto la boca para espetarle en ella el lebrillo de loza basta vidriada con tal fuerza que saltaron los dientes delanteros, se rajaron las comisuras de los labios y el borde del recipiente quebró las articulaciones de la mandíbula inferior, que quedó colgando sobre el cuello en medio de un vómito de sangre. El gigante se desplomó mugiendo como un toro herido y profiriendo lamentos ininteligibles.
—Te advertí que te tragarías el plato —le dijo Sven con una sonrisa compasiva, y, desentendiéndose del herido, se volvió hacia los que lo jaleaban justo a tiempo de sorprender a uno de ellos que se había adelantado e intentaba apuñalarlo por la espalda.
—Si no te apartas morirás —le advirtió Sven.
El otro atacó ciegamente, con el arma por delante, pero el forastero esquivó la cuchillada y zancadilleó a su agresor haciéndolo caer al suelo. El agresor masculló una maldición e hizo por levantarse, pero recibió un puñetazo en la sien que lo dejó tumbado e inmóvil.
El mesonero, que había asistido a la escena con indiferencia profesional, se abrió paso entre los curiosos y vació un cubo de agua sobre la cabeza del caído.
—Despierta, Macaro.
Macaro no se movió.
El gigante Rufus, sentado en el suelo, lloriqueaba sosteniéndose la mandíbula rota. Unos cuantos camaradas lo sacaron a la calle y lo acompañaron al cirujano.
El caballero había vuelto a su mesa, se había sentado tranquilamente y se había servido vino.
—Despierta, Macaro —insistía el posadero mientras abofeteaba al caído.
—No creo que puedas despertarlo: está muerto —dijo Sven.
Alguien le acercó un espejo a la nariz. Otro, le tomó el pulso. Macaro estaba muerto. Los marineros se miraron entre ellos, enfurecidos.
—¡Ha matado a Macaro!
Salieron a relucir algunos cuchillos. Los marineros que estaban más lejos apuraron sus cervezas y se aproximaron. Una docena de hombres decididos, algunos de los cuales eran piratas bragados, estrechó el cerco en torno al forastero que, al verlos venir, se puso de pie y desenvainó una daga corta y gruesa que llevaba en la bota derecha.
—La muerte llama a la muerte —sentenció una voz profunda a la espalda del grupo—. ¿Veo que algunos tienen prisa por morir?
Volvieron las cabezas. El que había hablado era un clérigo alto vestido severamente de negro de la cabeza a los pies que sostenía un extraño báculo terminado en forma de T. Llevaba en los hábitos el polvo del camino y de su espalda colgaba de una cinta el sombrero de grandes alas de los viajeros. Sven reconoció a Asmodeo de Sinán.
—¿Quiénes quieren morir? —repitió adelantándose hasta situarse en el centro del grupo.
Los marinos percibieron claramente el olor de la muerte, dulzón, a flores podridas, y vieron en la palidez del mago la señal de la Abominación. El que parecía el jefe de la cuadrilla guardó su cuchillo y dijo:
—Este hombre es un guerrero, un soldado asalariado o un desertor. Ha venido a nosotros con engaños, haciéndose pasar por un simple caminante y nos ha asesinado a un hermano y malherido a otro con ardides. ¿Quién se hará cargo ahora de la viuda y de los cinco huerfanitos que deja Macaro y de las curas y boticas que necesitará Rufus?
Asmodeo se expresó con voz tranquila y profunda:
—En primer lugar, la viuda de Macaro que dices es una puta trajinera que se ganará muy bien la vida sin ayuda del difunto. Del mismo modo, los huérfanos es mucho suponer que sean hijos del muerto porque los pudo engendrar de cualquiera de vosotros, excepto el menor que es de este pelirrojo que azuza a los demás para disimular su cobardía. En segundo lugar, ese Rufus, que finalmente ha encontrado la horma de su zapato, no precisa de cirujanos ni de boticas: morirá dentro de tres días, cuando la lengua hinchada lo ahogue y vosotros mismos lo degolléis para evitarle sufrimientos. Y ahora dejadnos en paz a este hombre y a mí si no queréis que ocurran más desgracias.
Los marineros comprendieron que tenían delante a un ser maligno, a un mago capaz de predecir el futuro con precisión y se amedrentaron. El grupo se disolvió rápidamente. Algunos recordaron súbitamente quehaceres inaplazables y otros se retiraron a las mesas del fondo, murmurando justificaciones para disimular su cobardía.
Asmodeo acercó un taburete a la mesa de Sven y se sentó. Palmeó dos veces y acudieron solícitos varios mozos del mesón. Les señaló al muerto y los mozos lo levantaron y se lo llevaron a la corraliza trasera para alimentar a los cerdos, según la incivil, pero higiénica costumbre del Peloponeso. Aunque sólo lo hacen con los que mueren en pecado, sin confesión.
Sven le Berg, mientras tanto, desentendido de cuanto ocurría a su alrededor, había solicitado un segundo plato de carne, que la camarera se apresuró a traerle, y lo comía con apetito, rebañando la salsa especiada con sopas que pellizcaba de la torta de trigo. El vino era rojo, oscuro y espeso, como suelen ser los caldos egeos. Terminó de comer bajo la atenta mirada del clérigo y eructó débilmente. Sólo entonces elevó sus ojos azules al visitante, como diciendo, qué se te ofrece. No se alegraba de verlo.
—Ya sé que no has provocado esta reyerta —admitió Asmodeo—, pero tampoco te has esforzado en evitarla. Sería mejor que fueses más prudente e intentaras pasar desapercibido. Estamos en los dominios del basileo. Los bizantinos tienen espías por todas partes. En el castillo hay una guarnición de mercenarios sirios. Si alguien les diera un soplo no dudarían en venir por ti para hacer méritos.
Sven le Berg asintió en silencio, pero su mirada era hostil.
—¿Tienes la piedra de Delfos? —preguntó Asmodeo suavizando el tono.
El guerrero asintió. Se palmeó la faltriquera que pendía de su cintura, pero no hizo ademán de mostrar la Intrincada.
—¿Te resultó difícil?
Se encogió de hombros.
—Sven le Berg, brazo fuerte —suspiró Asmodeo resignado, pero en su mirada gris había un brillo de verdadera admiración—. Mi buen amigo, crees que has matado al dragón y en realidad has matado a la cautiva.
—No había cautiva alguna —replicó el guerrero—. Sólo el dragón en su caverna y en la antesala las cadenas y el pilar de piedra donde la cautiva estaba atada.
—El dragón mismo era la cautiva, la dragona que guarda la sabiduría y el misterio de las aguas, la diosa, la cautiva desnuda y hermosa con sus ajorcas, sus collares de coral, sus cadenas de oro, esas son las cadenas de la roca, los grilletes. El caballero del sol que mata al dragón es un ciego ejecutor de lo que no entiende.
—¿Qué puedo hacer ahora?
—Te has adelantado por segunda vez a Lucas de Tarento y a los sicarios del Papa. Ahora ellos se dirigen a Venecia. En la capilla de las reliquias de san Marcos los esperan las tres piedras siguientes. Debes adelantarte a ellos.