Pasadas las fiestas de la Koimesis de la Virgen, que en Constantinopla se celebran con gran boato, pestiños de sartén y visitas a iglesias engalanadas, los viajeros zarparon con rumbo a Grecia. Terminaba el verano, tras las tormentas y los grandes calores, y la brisa ligera templaba las vides de los acantilados, las del vino fuerte que sabe a mar, mientras en los monasterios del Bósforo los monjes madrugaban para sembrar el alhelí celeste. La nave, una galera correo que el basileo había puesto a disposición de los enviados, se deslizaba a lo largo de la costa del mar de Mármara y, aprovechando las corrientes que el capitán conocía por carta, sólo tardó un día en alcanzar el estrecho de los Dardanelos y salir al mar Egeo frente a la isla de Lemnos, que dejaron a sotavento por la noche. En los días siguientes navegaron con buen trapo, siempre con la costa de Macedonia a la vista, y rodearon la península calcídica, con sus tres lenguas de tierra que se internan en el mar, el llamado tridente de Neptuno, para enfilar el cabo Artemisón, que rodearon dejando la isla Eubea a barlovento. Desembarcaron en un amarradero triste y sucio de la Beocia, en una cala perdida donde había una factoría del basileo dedicada a la salazón y a la limpieza de mineral.
—Delfos está a dos días de camino, hacia el sur, no tiene pérdida —indicó el capitán de la nave.
El nuncio del basileo los proveyó de caballos y de bastimentos para varios días, así como de los correspondientes salvoconductos con los que se socorrerían mientras estuvieran bajo el amparo imperial.
Partieron. El camino subía rápidamente de la costa y se perdía en la montaña, entre encinas, olivos y cipreses. El aire limpio olía a romero y tomillo. Por senderos antiguos, a trechos hundidos en un túnel vegetal, a trechos despejados, por calzadas empedradas, entre adelfas y laureles, caminaron durante un día hasta que se les hizo de noche en un otero desde el que se divisaban, al fondo, la mole gris del Helicón a la izquierda y el monte Parnaso, blanco y patriarcal, a la derecha.
—Aquel es el monte Parnaso —señaló Cantacuzanos—, el hogar de los dioses de la Abominación. —Trazó rápidamente el signo de un conjuro—. Delfos está al otro lado.
Instalaron el campamento. Mientras el semiorco acarreaba agua de un manantial cercano, Pedro el Raposo y el enano Grontal salieron de caza y regresaron con un jabalí a rastras.
—No entramos en Grecia con mal pie —anunció jovialmente el Raposo.
Cantacuzanos se había apartado a rezar y volvió la cabeza con cara de pocos amigos. El clérigo había recogido señales adversas. Un cuervo se había posado a su izquierda, sobre el copete de una encina y le había advertido.
—Guárdate del camino de Delfos.
—¿Es que hay otro camino alternativo? —preguntó el clérigo.
El cuervo se despulgó el plumaje negro azulado del pecho mientras se pensaba la respuesta.
—Hay nueve caminos. Guárdate de los nueve porque cada uno es peor que los demás.
Y levantó el vuelo y se fue a donde los cuervos duermen.
Los viajeros cenaron de buen humor y se echaron a dormir después de designar el turno de guardia. La tercera vigilia le tocó a Guido de St. Bertevin. Aquella noche no ocurrió nada. El muchacho la pasó contemplando el bulto de Isbela, dormida y arrebujada en su manta, cerca de la vacilante hoguera que se iba extinguiendo a medida que avanzaba la noche. Habían colgado la piel del jabalí en una encina, a la entrada del vallecillo, para mantener alejadas a las alimañas.
Amaneció un día radiante de los del final del verano, y después de desayunar Cantacuzanos señaló el camino y dijo:
—El sendero se escinde en tres ramales y hemos de recorrer los tres. Propongo que nos dividamos en grupos y que nos encontremos al caer la tarde en las faldas del monte Parnaso. Desde allí nos dirigiremos juntos a Delfos.
Una piedra señalaba la encrucijada de la que partían los tres caminos. Los peregrinos se dividieron: Lucas de Tarento, Isbela y Cantacuzanos por el de la izquierda; Guido de St. Bertevin con el semiorco Gorgo por el del centro y Pedro el Raposo con el enano Grontal por el de la derecha.
El sendero que seguían Lucas de Tarento y sus dos acompañantes serpeaba por una región de rocas graníticas entre las que crecían encinas, alcornoques y acebuches. Iban delante el caballero y la doncella en animado coloquio y el clérigo detrás, silencioso, abismado en sus pensamientos, de los que lo arrancaban frecuentemente los sonidos del bosque, ramas que crujen, alimañas que huyen, quejidos, cantos de pájaros, rumores de agua. A medida que avanzaban, la naturaleza cambiaba. Al final los árboles de especies desconocidas, más copudos y altos, con troncos arrugados y escamosos, sustituyeron a las encinas y a los cipreses. El romero, la jara y las adelfas cedieron terreno a helechos que al principio eran pequeños y apenas alcanzaban a la rodilla de los caballos, pero más adelante habían crecido hasta la altura de un hombre.
—¿Vamos en la buena dirección? —preguntó Lucas, preocupado después de mucho caminar.
Cantacuzanos se puso a la altura del caballero y escudriñó el cielo.
—Antes estaba despejado y ahora se ha puesto gris y el aire huele a tormenta. Creo que estamos en los dominios de la Abominación. Esa era la prueba que nos esperaba, según el cuervo me previno anoche. Se habían detenido en un claro del bosque, un prado de helechos con unas ruinas antiguas al fondo. En la espesura, al otro lado de las ruinas, las ramas altas se movían como si un viento fuerte las azotara. Sin embargo donde ellos estaban no soplaba ni una leve brisa.
—Tenemos compañía —dijo de pronto Lucas, y clavando la lanza en tierra echó mano de la cota de mallas y se la metió por la cabeza tan rápido como pudo.
Su instinto de guerrero le avisaba que se avecinaba lucha. No había acabado de armarse cuando en el lindero de las ruinas se dibujaron nítidamente las siluetas de una docena de hombres armados, todos a pie. Detrás de ellos, saliendo como de la nada apareció un jinete vestido con una coraza alemana, negra, con una creta emplumada en el yelmo. Montaba un caballo negro frisón de gran alzada, un caballo de batalla descomunal, el pecho protegido con un peto de acero del que pendían, a modo de adorno, las cabezas de cuatro enemigos muertos, podridas y negras de moscas.
—¡Lucas de Tarento! —gritó el jinete con una voz ronca que resonaba como una chasca de acero—. Estás profanando una tierra sagrada. Retírate y salvarás la vida.
—Esta tierra pertenece al basileo de Constantinopla —respondió el caballero—. Traemos cartas y salvoconductos suyos además de la bendición del patriarca. Dejadnos pasar y haya paz.
Sonó una risa siniestra y cascada parecida a un lento ladrido que heló la sangre de la semielfa y de Cantacuzanos.
No lo has entendido, caballero —dijo la coraza negra—. Esta tierra pertenece a la Abominación. Tus cartas no sirven aquí. Vuelve o morirás.
Cantacuzanos temblaba como si estuviese enfermo.
—«Nunca debimos traer a la mujer —protestó—. Esto no ocurriría si no la hubiéramos traído».
Lucas le lanzó una mirada severa.
—Apártate a un lado del camino y reza, porque es hora de pelea y no de lamentos.
El clérigo, sin dejar de temblar, descabalgó y trazó con su báculo un amplio círculo sobre la hierba al tiempo que murmuraba un conjuro. Al momento se elevó una llama pálida que ardía sin consumir la vegetación.
—Protégela a ella —le ordenó Lucas perentoriamente.
A regañadientes el clérigo extendió la mano y la llama cesó para que Isbela se incorporara al círculo.
Un alarido inhumano se elevó del lindero del bosque. Lucas de Tarento atendió al de la coraza negra. Había iniciado el ataque, al galope, con la lanza bajo el brazo apuntando al enemigo. Sus huestes lo seguían con un rumor de perpuntes y corazas mal encajadas. Lucas embrazó su lanza, se protegió con su escudo y picó espuelas contra el enemigo.
Todo había ocurrido tan rápidamente que no tuvo tiempo de considerar los acontecimientos. En la cabalgada, con la imagen del enemigo que iba creciendo en la punta de la lanza, consideró que quizá estaba viviendo el último día de su vida, que quizá, después de todo, aquella cabalgada en una tierra desconocida, sobre el yerbazal que crecería sobre sus huesos, era lo último que haría el antiguo templario después de una existencia en la que las dudas superaban a las certezas.
Tenía muy buena edad para morir y reunirse con tantos viejos camaradas caídos en Tierra Santa, las fila de templarios degollados por el matarife de Saladino tras los Cuernos de Hattin. Cerró los ojos y atacó.