CAPÍTULO XXIII

El basileo Isaac II tardó bastante en redactar la misiva para el Papa.

Pasaban los días, se esfumaba el verano y el esperado correo del palacio imperial no llegaba. En la forzosa inactividad, los viajeros procuraban entretenerse con los mil espectáculos que la ciudad ofrecía. Cantacuzanos se había vuelto algo más comunicativo, especialmente con Lucas de Tarento y con Guido, al que intentaba inculcar los principios de un caballero cristiano. No obstante evitaba mirar a Isbela y al semiorco, fuera por su condición de no humanos o porque la semielfa era muy atractiva y no deseaba que le despertara instintos dormidos. El semiorco, por su parte, con su horrible aspecto, le avivaba íntimas dudas sobre la cordura de un Dios que había creado tales monstruos.

Cantacuzanos solía pasar las mañanas encerrado en su cuarto. A veces lo veían pasear por el claustro con un libro en las manos. Algunas tardes se ausentaba para visitar a antiguos conocidos, o iglesias, monasterios y lugares de piedad.

Por su parte, Lucas de Tarento practicaba en una academia de esgrima en la que había trabado amistad con el maestro de armas, un viejo conocido polaco que tras asistir a la Cruzada y sobrevivir, como él, a la matanza de los Cuernos de Hattin, se había establecido en Constantinopla y se ganaba la vida enseñando a los pisaverdes.

El joven Guido, además de estar continuamente pendiente de Isbela, sin que ninguna señal de la muchacha lo autorizara a pensar que había abierto brecha en su indiferencia, asistía a las clases del colegio de estrategas donde aprendía, con jóvenes de su edad, lo más granado de la nobleza bizantina, las tácticas de los grandes capitanes de la antigüedad, Aníbal, Escipión, Belisario, Lixos de Taros y otros.

Isbela de Merens, por su parte, aceptaba las invitaciones de algunas damas de la alta sociedad, que la llevaban de compras por el laberinto de calles, galerías cubiertas y callejuelas de los bazares, entre la plaza del Augusteon y la del Tauro, los mostradores donde se exhiben los productos más exóticos de lugares que nadie ha soñado visitar:

China, Ceilán, India, Alejandría, Etiopía y las tierras de los negros que adoran ídolos de madera. Isbela, que había crecido en un castillo en medio del campo y nunca había pisado una gran ciudad, contemplaba fascinada los ungüentarios de vidrio que apresaban el arco iris, los magníficos bordados, el coral, el ámbar, el marfil, el oro fino, las perlas, los diamantes, las esmeraldas, los rubíes, el jade, los vinos, los perfumes, los cuernos de unicornio, las especias, las frutas desconocidas, los manjares exquisitos, el hidromiel, el néctar de los dioses, las esencias contenidas en tarros de cerámica vidriada, tapados con miel, llegados de lejanas montañas a los tocadores de las damas bizantinas o a las despensas de las casas principales para deleite de los paladares exquisitos en banquetes que dilapidan un patrimonio en una noche. Por la tarde, las damas la invitaban a sorbetes helados más que por desinteresada hospitalidad porque se aburrían en sus palacios y querían examinar de cerca a la bárbara y catar sus prendas. La muchacha, aún a sabiendas de que lo que aquellas taimadas mujeres buscaban era temas de chismorreo, asistía con gusto a sus reuniones para escapar de la monotonía de la Salomera. Aquel caserón inhóspito, hubiera parecido deshabitado si no fuera por los certámenes de pedos y eructos que organizaban en las cuadras Gorgo y Grontal.

Isbela observó que las damas bizantinas tenían el cutis muy fino. El secreto consistía en untarse las noches de luna con aceite de oliva virgen extra mezclado con leche de burra templada y después darse un baño de luna en la azotea de la mansión, o en una parte despejada del jardín, el tiempo que se tarda en recitar despacio el poema de Dimitros Lakrites Dormida yacía y el fauno me visitó. A esta cosmética de las damas bizantinas achacaba el reputado estratega Homero Kartenos la creciente debilidad de su caballería. Al parecer sus jinetes espiaban a las damas de la vecindad las noches de luna desde los tejados de los cuarteles y los calentones de aquellas vigilias les provocaban espermorrea. Además rompían muchas tejas y cuando llovía las goteras mojaban por igual las literas de la tropa y los caballos.

Por su parte, Pedro el Raposo, visitaba a una viuda tracia que tenía un puesto de verduras en el mercado de la Puerta de san Romano y cuando la dejaba contenta, ya hambreado, remataba la mañana y cantaba el ángelus en las cocinas del palacio del Águila, junto al puerto Contoscalium, residencia del logotetes de Nicomedia, con cuyo cocinero, Andros Marmitakos, había amistado. Andros lo dejaba hurgar en las perolas y le enseñaba la coquinaria bizantina, las perdices tracias rellenas de queso amargo, y tordos cazados con liga, el plato favorito del basileo, de los que limpiaba unas cuantas docenas y luego les introducía en la oquedad del vientrecillo una aceituna deshuesada, antes de ensartarlos en una varilla y ponerlos a asar bien lejos de la llama, para que tardaran toda una mañana y se fueran dorando y curruscando.

También aprendió los famosos rellenos bizantinos, con mucha salsa de malvasías, hierbas y la pasta de hierbas de olor que junto con la pimienta iba sustituyendo al garum en las mesas de los griegos. Unas veces recorría los mercados acompañado por Grontal y otras solo. Uno de estos paseos solitarios lo llevaron a la sinagoga vieja. En la puerta había un anciano con una bata negra astrosa, que barría el jardincillo exterior. Se quedó mirándolo y le dijo.

—No pases de largo, hijo mío.

Pedro el Raposo se sentó en el banco de piedra, junto a la puerta. El rabino dejó la escoba y lo contempló.

—Tienes una hermosa cabeza.

Se la palpó, por encima del pañuelo rojo que Pedro nunca se quitaba, y la bendijo murmurando unas palabras hebreas. Pedro lo miró con sus ojos glaucos, melancólicos y emitió un profundo suspiro. Después se levantó, besó la mano del rabino y siguió su camino.

Gorgo, el semiorco, volvía cada día a las obras de Santa Sofía y cuando el hambre le apretaba, lo que solía suceder a media mañana, reclamaba el salario de lo trabajado y se iba a la plaza del Tauro o del Bous, a engullir tortuga de macedonia, su plato favorito, en los tenderetes de comidas. Le gustaba ver cómo los pinches sacaban la tortuga de un saco y la cortaban viva en dos mitades que echaban a la caldera humeante al tiempo que sacaban unas cuantas mitades ya cocidas y las ponían en una bandeja de cerámica donde las bañaban de pasta de ajo blanco de almendras.

Grontal, el enano, no era muy callejero. Añoraba los bosques y las bullas de Bizancio lo disgustaban. Sobre todo evitaba la mancebía, donde, al parecer, los alguaciles buscaban a un enano que había inhabilitado por cinco semanas, eso dijo el médico que cosió los desgarros, a las tres mejores coimas del cuñado del jefe de policía, un rufián tracio a cuyo cuidado estaban la famosa cortesana Expira Frígida (antes Expira Candente), y sus amigas la Holgada y la Berrienda.

—Con los datos que nos das y sin tenerlo fichado, difícil veo que le podamos echar el guante —decía el comisario— porque en esta época del año, con las ferias de san Teotecopopos, Constantinopla está llena de enanos forasteros.

—¿Qué más señas particulares queréis que el miembro viril que tiene este delincuente? —protestaba el tracio—. Es de tales dimensiones que sobre esa picha perchaban los siete halcones del emir Halufo.

—¿Percharon los siete? —se admiraba el jefe de la policía.

—¡No, hombre, no percharon, es una comparación! —se sulfuraba el tracio—. ¿Cómo van a perchar en una picha sensible los siete halcones, con esos garrones afilados que gastan?

Grontal se pasaba el día en el patio de la Salomera, conversando a ratos con quien hubiera en casa o cuidando los arbustos del jardín. Alguna vez le avisaban de que una dama de la buena sociedad requería sus masajes, pues se había apuntado en la lista de los spiracos, como llamaban a los profesionales que visitaban a domicilio a las damas de casas pudientes y palacios. El enano unas veces acudía y otras cedía el turno al siguiente spiraco, según le tomara el cuerpo, pero había señoras que lo preferían y se negaban a que las atendiera otro.

Así discurrían los días, hasta que una mañana llegó al palacio un correo imperial y solicitó entrevistarse con el monje Cantacuzanos. Cuando se quedaron solos en el jardín, le dijo:

—Su Santidad quiere verte.

Un escalofrío recorrió el espinazo del clérigo. Su Santidad era Andronikos Argos, el nuevo patriarca de Constantinopla, tercer sucesor del que había procesado a Cantacuzanos.

—¿Qué quiere de mí? —repuso el clérigo—. Ahora pertenezco al séquito del papa de Roma.

—No temas, porque no quiere perjudicarte. Es más, contempla tu caso con piedad paternal.

Piedad paternal no significaba gran cosa. No obstante, el clérigo no podía negarse a comparecer ante el patriarca. Andrónikos Argos era el hombre más poderoso de Bizancio, quizá más que el basileo. El patriarca de Constantinopla gobierna sobre cincuenta metrópolis y otros tantos arzobispados, sobre más de quinientos obispados y sobre más de cinco mil monasterios y casas de oración, un ejército de clérigos y monjas, y es más rico que el propio basileo.

—¿Cuándo quiere verme el patriarca? —preguntó Cantacuzanos.

—Ahora. Yo mismo te conduciré ante él. Tengo una carroza esperando.

Cantacuzanos hizo el viaje en silencio, sumido en sus pensamientos. El camino hasta el monasterio donde el patriarca asistía a un retiro era largo. Tuvo tiempo de rememorar algunos pasajes de su vida que había olvidado. En otro tiempo había sido un clérigo brillante, uno de los más hábiles polemistas de Bizancio, capaz de desmontar capa a capa las supercherías de los dogmas romanos, el mejor defensor de la Iglesia ortodoxa, como en una ocasión lo proclamó el patriarca. En su calidad de polemista tenía a su alcance los archivos secretos del patriarcado, antiguos tratados compilados por los primeros padres de la Iglesia, libros heréticos, tablillas, papiros y escrituras antiguas enviados a la capital por los logotetes de las provincias y por los obispos de lejanas diócesis. El ansia de saber lo perdió. Leyó documentos inconvenientes que le revelaron pasajes oscuros de la historia de la Iglesia y otras creencias más antiguas, mitos paganos que eran algo más que historias fantásticas, ritos ancestrales que hablaban al corazón del hombre más claramente que los enrevesados textos de los Santos Padres. Al propio tiempo, como una rutina más de su formación, Cantacuzanos asistió a las lecciones de magia blanca que todo clérigo de su nivel debía conocer con la finalidad de romper hechizos, de sanar el mal de ojo, de expulsar demonios de los cuerpos de sus catecúmenos. Lentamente, otros conocimientos fueron asentándose en su corazón, saberes que, en su conjunto, lo apartaban de la Iglesia. En lugar de ocultar sus dudas, las expuso valientemente a una junta de teólogos que, tras desistir de atraerlo a la ortodoxia, puesto que rebatía sus argumentos y los ponía en evidencia, aconsejaron al patriarca que lo confinara en un monasterio lejano, a pan y agua, para que hiciera penitencia y abjurara de sus errores. Cantacuzanos, incapaz de enfrentarse con ese futuro, prefirió huir a Roma y se puso a disposición del Papa, a cuyo servicio seguía.

La carroza atravesó los barrios más poblados y salió al campo. Los segadores iban amontonando sus haces de trigo a lo largo de la vía. Sucedieron parajes solitarios y tranquilos en la escarpada ribera del Perión y finalmente el verde valle del Licus por el que se extendían los monasterios de monjes y de monjas, avisperos silenciosos. En la calzada se cruzaron con numerosas carrozas cerradas en las que damas de alcurnia acudían a sus padres espirituales, monjes famosos de los distintos monasterios, para despachar sus escrúpulos tocantes al dogma o para negociar el perdón de sus más recientes pecados.

Llegaron por fin al retiro de Su Santidad. El patriarca estaba sentado en un sillón sencillo, en el amplio hueco de una ventana abierta en la muralla, a contraluz, de manera que sus visitantes no pudieran verle el rostro.

—Santidad —dijo Cantacuzanos al tiempo que se arrodillaba ante él y le besaba el escarpín rojo bordado en oro. Una mano sarmentosa y morena se posó sobre su cabeza.

—Levántate, hijo mío.

Cantacuzanos se levantó y, a una indicación del patriarca tomó asiento en un escabel sin respaldo que le acercó un monje. Otro le ofreció una bandeja de barbas hiladas, la versión bizantina del huevo hilado, que imitaba la barba de los monjes y se hacía sobre bizcocho borracho relleno con una pasta de frutas en almíbar. Cantacuzanos no era particularmente goloso, pero tomó uno de los dulces y lo comió para demostrar agradecimiento. Estaba trasegando el último bocado bajo la benévola mirada del patriarca cuando lo asaltó la sospecha de si lo estarían drogando o hechizando. No pudo evitar hacer un conjuro que contrarrestara los efectos de la posible ponzoña. Lo notó el patriarca y sonrió brevemente.

—Eres un buen cristiano y aunque estés al servicio del Papa de Roma tienes una conciencia y un corazón que pertenecen a la tierra griega.

—Eso es cierto, Santidad.

—Dentro de un tiempo, no mucho, regresarás con nosotros y es posible que recompensemos tu devoción con una abadía, con un obispado, o quizá con algo más.

¿Lo estaba sobornando? El patriarca, además de hombre de Iglesia, era hombre de mundo, un magnate cuyo poder se extendía por la mitad de la cristiandad. Los asuntos mundanos requerían procedimientos mundanos.

—Estoy al servicio del Papa de Roma que me acogió en los tiempos de la tribulación —acertó a balbucir Cantacuzanos—. Estoy vinculado por un voto a la salvación de mi alma.

—La salvación de tu alma —repitió el patriarca, y Cantacuzanos no supo si había una sombra de ironía en su voz—. No es necesario que te diga lo que la Mesa de Salomón significa, porque tú eres uno de los escasos hombres en el mundo que sabes de ese asunto más que yo. La Mesa no puede caer en manos de los latinos. Los bárbaros no harían un buen uso de ella. Por el contrario, si volviera a Oriente, donde una vez estuvo y donde los ángeles la fabricaron, entonces Bizancio podría librarse de sus miserias y brillar, una vez más, sobre el mundo como el faro que irradia la verdadera doctrina.

—Santidad, Bizancio es grande. Lo único amenazado por los sarracenos son los estados latinos de Tierra Santa. Sin el concurso del milagro, no prevalecerán.

No prevalecerían de todos modos, pero tú te equivocas cuando crees a salvo a tu patria. Los venecianos y las ciudades mercantiles de Italia hace tiempo que maquinan nuestra perdición, incluso ya circulan listas de bienes, de tierras y catastros y hay disputas sobre a quién le corresponderá cada cosa cuando nos la arrebaten. El peligro no está en los turcos, sino en los bárbaros latinos, nuestros hermanos. Tú perteneces a los escogidos para buscar la Mesa, porque Dios permitió que te desterraran. Te reservaba para esta alta ocasión de devolverle a tu patria el talismán que la vuelva a la vida. Si quieres salvar tu alma del abismo, debes entregársela a sus legítimos poseedores, a la Iglesia oriental. Esta es la semilla que pongo en tu corazón con paternal amor. Ahora vuelve con los bárbaros y no olvides a los tuyos. Esos poderes que te fueron otorgados por la Hermandad del Misterio empléalos en restaurar el poder de Cristo en Bizancio.

Un cochero devolvió a Cantacuzanos al foro de Constantino. El resto del camino lo hizo a pie. Cuando llegó al palacio de Solomera se encerró en su aposento, se arrodilló a orar frente a la ventana y derramó amargas lágrimas por el peso que Dios ponía sobre sus hombros.