CAPÍTULO XXII

Aquella noche Lucas de Tarento no logró conciliar el sueño. Se levantó, se escanció un vaso de vino y se detuvo junto a la ventana a contemplar el patio dormido. Sus ojos escudriñaron las sombras de la arcada de piedra y la puerta mágica que comunicaba a veces con el palacio de la Dama Azul. ¿Estaría abierta? Se echó la túnica sobre los hombros y bajó a comprobarlo. Para su decepción, la puerta seguía cegada a piedra y lodo. Lucas regresó lentamente a su aposento. El recuerdo de la Dama Azul le recorría las venas como un licor acuciante. Nunca había conocido el amor. Toda la vida se había consagrado a la Iglesia y a la caballería, al servicio de los altos ideales del rey y de la Cristiandad. A veces había asistido a justas poéticas y había despreciado a los poetas y trovadores, aquellos holgazanes que vivían de divertir al vulgo o a las mujeres desatendidas. Ahora comprendía, desde una nueva perspectiva, los sentimientos que caben entre un hombre y una mujer, esos que cantan los poetas. Pero, para su desgracia, aquella dama misteriosa, en la que había algo de mágico, parecía no existir, podía ser solamente el producto de una alucinación, o quizá el sueño infundido en su corazón por un mago maligno. Cantacuzanos le había advertido que tendrían que enfrentarse a los magos de la Abominación. Y la Abominación, él lo sabía, podía adoptar la envoltura corporal de la mujer para tentar a sus víctimas.

Se tendió en la cama definitivamente desvelado e intentó dominar la desazón que lo consumía. La Dama Azul había mencionado el hipódromo. ¿Era una cita? ¿Lo aguardaba allí? Las ruinas del hipódromo estaban cerca. Lucas saltó del lecho, se metió por la cabeza la túnica de viaje, insertó la daga en su anilla del cinto y descendió la desgastada escalinata cuidando de no hacer ruido. Gorgo, el semiorco, agotado del rudo trabajo en las grúas de Santa Sofía, roncaba sobre las losas del zaguán, junto a la puerta. Lucas tuvo que saltar por encima para alcanzar la salida. El cerrojo chirrió al descorrerse.

La puerta tenía un picaporte de trinquete, que permitía cerrarla desde fuera sin llave. Lucas de Tarento salió a la calle en tinieblas y tiró de la manija de la puerta hasta que escuchó caer el pestillo. Luego se orientó en la oscuridad. La luna estaba llena, pero el callejón era tan angosto que no dejaba pasar la luz. El caballero echó a andar tanteando las paredes, olfateando para evitar las lumbreras del alcantarillado, abiertas y sin tapas de protección. Cuando salió a una calle más ancha y mejor iluminada orientó sus pasos hacia el hipódromo.

El hipódromo, el lugar de reunión de los romanos en los tiempos de la grandeza imperial, había sido pista deportiva, ágora política, mercado, teatro, sala de conciertos y paseo. En sus buenos tiempos, los antiguos basileos lo habían adornado con trofeos y obras de arte esquilmadas a lo largo y ancho de un imperio que abarcaba desde Persia hasta Iberia y desde Rusia a las arenas africanas. Cuando Lucas de Tarento lo recorrió no era ya ni sombra de lo que había sido. Las obras de arte las habían saqueado y transportado a otros palacios de los alrededores de la ciudad, cuando no a Roma, a Venecia o a Sicilia. En el centro del complejo destacaba la pista de carreras, alargada, con una espina central, antes decorada con estatuas, y un graderío de piedra alrededor con capacidad para cien mil espectadores. Todo eso estaba ahora en ruinas y deshabitado. Nadie se atrevía a circular por allí de noche por miedo a los salteadores. Lo único que quedaba en medio de la devastación y el abandono eran piedras, yerbajos y algunos monumentos demasiado pesados para transportarlos, el obelisco de Teodosio, la columna serpentina y la columna de Constantino. Los pasos de Lucas lo llevaron a la columna serpentina, un bloque de bronce que representaba a tres serpientes entrelazadas que ascendían hacia el cielo.

Al pie de la columna crecía una solitaria rosa azul. Lucas se inclinó y aspiró su perfume, con los ojos cerrados. Al instante sintió la presencia de la dama misteriosa. Se volvió y allí estaba. Le sonrió a la luz de la luna, un leve azul fosforescente iluminando la túnica bizantina y le susurró con su voz musical.

He sido una culebra moteada en una colina he sido una víbora en un lago, he sido una estrella maligna, he sido una pesa en un molino junto a la corriente del agua. Incesantemente.

Búscame.

Al fondo del hipódromo sonó un roce metálico. Lucas de Tarento se volvió y escudriñó la oscuridad. El sonido familiar de un sable saliendo lentamente de su vaina de cobre. De las sombras surgían varios guerreros de elevada estatura, vestidos con pellotes y placas, a la manera de los bárbaros de las estepas, las cabezas cubiertas por yelmos simples que dejaban ver rostros brutales cosidos de cicatrices, la horrible imagen de la bestia.

Lucas de Tarento pensó en salvar a la señora, pero al volverse la Dama Azul había desaparecido. Los asaltantes llegaban profiriendo gritos de guerra que resonaban en la quietud de la noche y arrancaban ecos en las ruinas. Demasiado tarde para huir y demasiado desproporcionadas las fuerzas, sin escudo, sin espada, sin cota, para repeler la agresión. El caballero empuñó la daga y se recogió el manto sobre el brazo para que le sirviera de escudo. Se situó de manera que la columna serpentina le protegiera la espalda, dispuesto a morir.

El primer asaltante era más ágil y se había adelantado unos pasos respecto a sus camaradas, deseoso de cosechar él solo los méritos del triunfo. Levantó su espada para descargar un tajo sobre Lucas, pero el antiguo templario se adelantó acortando el espacio. Mientras el sable de su adversario tajaba inútilmente el aire, la daga corta de Lucas penetró profundamente en el sobaco del atacante por encima del perpunte y le atravesó el corazón.

El que parecía más peligroso estaba eliminado, pero la situación distaba mucho de ser favorable. Los otros sicarios se le echaban encima. Sin tiempo de extraer la daga del tórax de su enemigo recogió en el aire la espada de su víctima y se escudó tras el cadáver que recibió un par de tajos antes de desplomarse sobre la hierba seca. Con la espada en la mano, Lucas se puso en guardia y consideró la situación. Lo rodeaban cuatro malhechores de humilde condición, a juzgar por las túnicas cortas y por los gritos descompuestos con que se azuzaban animándose a vengar la muerte de su jefe. Lucas escogió el que le parecía más vacilante y débil y le lanzó una finta a la altura de los ojos que él detuvo a duras penas levantando el escudo, pero al hacerlo dejó al descubierto las rodillas. Lucas le lanzó una patada lateral en la más adelantada y el hueso crujió con un chasquido de madera tronzada. El malhechor se desplomó gimiendo y Lucas, al saltar por encima, le clavó la espada en la parte del pecho que el escudo descubría. Quedaban tres. Titubearon un poco e intercambiaron miradas antes de atacar con renovada furia. Entonces sonó el silbido de un virote seguido del característico chasquido de la ballesta. El proyectil acertó a uno de los malhechores en el centro del pecho. Mientras tanto, Lucas había dado cuenta de otro con un tajo profundo que casi lo decapita. Se oyeron voces desde el extremo del campo. El truhán restante dio la vuelta y se perdió en la noche.

La luna, que se había ocultado detrás de una nube, salió de nuevo iluminando las ruinas y el yerbazal. Lucas de Tarento distinguió a sus amigos acercándose.

—¿Estáis bien, sire? —preguntó Pedro el Raposo con la ballesta cargada, lista para disparar.

—Sí, estoy bien. Buen tiro.

—De milagro, porque no distinguía casi nada.

El enano Grontal apoyó su hacha de combate en el suelo y examinó los muertos. Olfateó al primero.

—Orcos —declaró incorporándose. Tanto alabar Bizancio, y ahora resulta que la mierda de la tierra infesta la ciudad.

Pedro el Raposo los registró hábilmente. No tenían nada más que unos perpuntes mal cosidos sobre los cuerpos peludos. Las espadas eran antiguas franciscas con las empuñaduras reforzadas para que se adaptaran a las manos demasiado anchas de los orcos. No traían nada aprovechable fuera de cinco besantes de oro que el jefe llevaba en su faltriquera.

Llegó Cantacuzanos con su báculo de acacia.

—Ha sido una temeridad venir solo y de noche a este barrio tan cercano al puerto —increpó al caballero—. Menos mal que esta criatura desdichada —señaló al semiorco, sin mirarlo— se despertó y nos despertó a todos con su media lengua.

Regresaron a palacio sin descuidar la guardia, por si había más orcos ocultos en las ruinas. Cantacuzanos se retrasó adrede y retuvo a Lucas de Tarento:

—Esa es la columna serpentina —le susurró.

—¿Tiene algún significado? —inquirió el caballero.

—Tres serpientes que se levantan al cielo. El símbolo antiguo de la Abominación. Constantino el Grande, el fundador del imperio, trajo ese bronce maldito del santuario execrable de Delfos. Los bizantinos creen que conmemora la victoria de los griegos sobre los persas hace mil seiscientos años, pero en realidad es una representación idolátrica de la diosa maldita, de la Abominación. La Diosa era triple, por eso las tres serpientes. ¿Por qué has venido precisamente a ese bronce en medio de la noche? ¿Acaso has obedecido a un sueño?

—Algo así.

—Me temo que haya sido un hechizo —advirtió Cantacuzanos—. En el gentío de los cortesanos esta mañana había algunos magos. Quizá alguno se haya convertido a la Abominación y sirva a la diosa. Puede que quieran impedir que lleguemos a su antiguo santuario.

—¿Qué santuario?

—Delfos. Es nuestra siguiente etapa en este viaje. Partiremos hacia allá en cuanto el basileo nos entregue la carta para el Papa.