CAPÍTULO XXI

Sven le Berg aflojó la rienda y permitió que su caballo se abrevara en la corriente cristalina del arroyo. Estaba en un tupido bosque de árboles de una especie que no conocía, altos como tres campanarios, puestos uno sobre otro, y tan gruesos por abajo que diez hombres no bastarían para abrazarlos. La luz del sol apenas llegaba al suelo, detenida en la fronda de las ramas altas. Entre la selva de helechos casi tan altos como un hombre, discurría un sendero despejado que serpeaba hacia el norte. Hacía dos días que el guerrero rubio se había internado en el bosque después de atisbar una roca lisa, de aspecto rojizo, la Montaña Peligrosa que crecía en su centro y descollaba sobre la arboleda. A Asmodeo de Sinán, el maestro de magia, le habían indicado que el conocimiento que buscaba se encontraba al pie de la Montaña Peligrosa.

El caballo terminó de abrevar y resopló sobre la clara superficie, con los belfos grises manando hilillos de agua.

—Seguimos, Alain —dijo el caballero.

Caminó por el bosque, sin apartarse del sendero, durante otras cuatro horas, hasta que la claridad que filtraban las copas de los árboles disminuyó. Entonces se detuvo junto a un árbol especialmente corpudo y trepó ágilmente de rama en rama hasta su copa. Arriba pudo contemplar, sobre el océano de tupida vegetación que lo rodeaba, la Montaña Peligrosa. Estaba a una media jornada de camino. Ahora distinguía con mayor precisión la roca pelada en forma de pan de azúcar, de un rojo intenso que la luz del poniente encendía como un gigantesco rubí. El guerrero no se cansaba de contemplarla. «Muy pocos hombres se han atrevido a llegar hasta la montaña, desde el principio de los tiempos», le había advertido el maestro de magia Asmodeo de Sinán.

Sven descendió de su observatorio e instaló su humilde campamento al pie del árbol. Todo estaba demasiado verde y húmedo como para hacer fuego, así que se resignó a pasar sin una hoguera que ahuyentara las alimañas. Extendió la capa de invierno sobre una mata de helechos, colocó la mochila de las armas en la cabecera, la lanza de fresno apoyada contra el árbol, y después de darle al caballo su ración de cebada, cenó un trozo de carne seca, un par de tortas de trigo cocidas dos veces y un puñado de pasas.

Había viajado una semana por mar, en una galera que regresaba de Rodas a Corinto, en Grecia, cerca de Atenas. Allí había tomado el camino del norte, que después de tres horas de andadura conduce al golfo de Patrás. Un pescador le había indicado:

—¿Delfos? Todos sabemos donde está, sire. Cruzando esta lengua de mar, en la costa que se ve allá enfrente, pero le advierto que es un lugar maldito donde habitan los demonios paganos. —E hizo rápidamente la señal de la cruz sobre su cabeza, a la manera griega, de izquierda a derecha, lo que produjo cierto malestar a Sven.

Un lugar maldito poblado de demonios para un guerrero maldito que servía a la Abominación. Era ya tarde y no encontró un barquero que quisiera cruzarlo al otro lado del golfo. Se buscó una posada para pasar la noche y reponer fuerzas con una buena cena. Estaba dando cuenta de un puré de garbanzos especiado con comino y hierbas dulces cuando Asmodeo entró en la posada, alto, delgado, vestido de negro, pálido, hermoso y joven de aspecto, aunque tenía el pelo blanco y los ojos viejos y cansados. Tomó asiento en su mesa, cerca de él y se sirvió un vaso de hidromiel.

—Por lo que veo estás dispuesto a llegar hasta el final. Sven le Berg asintió sin dejar de comer.

—¡La Arcadia! —exclamó Asmodeo—. El refugio dorado de los elfos, donde los pastores tocan la flauta, melodías dulcísimas, bajo los árboles que proveen frutos, pan y todo lo necesario. Ese santuario se ha mantenido incontaminado. No te será fácil penetrar en él.

Llegó el posadero con el plato de carne de ciervo que Asmodeo había pedido. Dejó de hablar y la devoró ávidamente, sin modales. Sven comprobó que aquellos dientecillos menudos como los de una doncella trituraban los huesos sin dificultad. Cuando terminó rebañó la salsa con una sopa de pan de centeno.

—Me indicaste que fuera a Delfos.

—Y vas a ir, pero tendrás que atravesar primero la selva oscura de la Montaña Tenebrosa.

—¿Dónde está esa selva?

—No tiene pérdida. Toma el camino que sale de la aldea por el norte y ella vendrá a ti.

Ahora estaba cerca de la Montaña Peligrosa y sentía una vibración interior parecida a la que se siente la víspera de una batalla, el espíritu alerta y los músculos en tensión. No obstante, como guerrero disciplinado, se arrebujó en su manta y realizó los ejercicios de concentración que le procurarían un sueño profundo y reparador. Se durmió como un tronco y soñó con una dama antigua que cortaba flores azules en un jardín florido.

Cuando amaneció, el guerrero se desperezó y llamó a su caballo con un breve silbido. Recogió el campamento, desayunó un puñado de higos secos con pan bizcocho y prosiguió su camino.

A doscientas brazas de la Montaña Peligrosa, la piedra roja con forma de pan de azúcar, terminaban los árboles y el sendero y sólo quedaban helechos espesos que tapizaban la llanura circular hasta la misma base de la roca. Sven le Berg tiró de las riendas y contempló, desde el lindero del bosque, la piedra pelada que al sol mañanero lucía como una joya, aunque no de un rojo tan vivo como la tarde anterior desde el árbol. Estaba surcada por una especie de barrancos que descendían desde la altura verticalmente. Abajo, oscura y fresca, se descubría la oquedad de una cueva. «Esa puede ser la puerta que ando buscando», se dijo Sven y apretó los muslos. Alain, obediente, echó a andar.

Sven no veía el suelo, pero notaba, por el sonido de los cascos de su montura, que bajo los helechos había guijarros y ramas secas. Había llegado a la mitad del llano, ya a poca distancia de la montaña y de la cueva, cuando acertó a ver lo que estaba pisando: osamentas humanas, huesos pulidos de hombres que lo precedieron y que, cómo él, pretendían arrancar su secreto a la Montaña Peligrosa.

Sven le Berg comprendió. «La cueva es la entrada de la montaña y lo que estoy buscando no se dará con facilidad». El corazón comenzó a latirle con fuerza, anunciando batalla. Descabalgó y soltó las correas del hatillo donde llevaba la cota de malla. Desenvainó la espada y la clavó en el suelo, al lado de la fuerte lanza de fresno, antes de vestir la cota, lo que era una operación lenta cuando no se tenía un escudero que ayudara. Cuando estuvo armado, abrochadas todas las correas, subió de nuevo al caballo y enristró la lanza antes de proseguir. A veinte pasos de la cueva, que era, vista de cerca, grande como una iglesia, cesaban los helechos y sólo había osamentas, algunas oscuras y todavía con pingajos de carne que destacaban vivamente sobre el fondo de las pulidas y blancas, más antiguas.

En la oscuridad azul de la cueva algo grande y tenebroso se movió sobre el lecho de piedras y huesos.

—¿Quién va? —preguntó una voz cascada, tan potente que no podía proceder de una garganta humana.

—Un hombre. Me llamo Sven le Berg. Sirvo a la Abominación. En el fondo de su guarida, la dragona cerró los párpados que cubrían sus ojos cansados. Tenía más de mil años y algunas partes de su lomo poderoso habían perdido su cubierta de escamas dejando al descubierto una piel morada surcada de venas negras y grietas y mataduras de las que manaba un líquido ambarino, fétido.

—Sé que has venido a matarme —tronó la poderosa voz de la dragona. Silbaba por una mella entre dos dientes.

Sven Le Berg guardó silencio. Levantó el escudo triangular para cubrirse el cuerpo en caso de que el monstruo escupiera fuego o veneno y abatió la pieza nasal de su yelmo. La única carne que quedaba al descubierto eran los ojos. Incluso las manos estaban protegidas por manoplas de anillos de acero.

Salió la dragona a la entrada de su madriguera y desplegó sus alas membranosas de murciélago, tan grandes como las velas de un molino de viento. La cabeza de sierpe dilató las mandíbulas en un bostezo intimidatorio. Aquella fila de dientes y la poderosa lengua bífida bastaban para asustar al aventurero.

Latía el corazón de la dragona, acompasado, detrás de la piel escamosa que recubría una caja torácica abultada, desproporcionada respecto al resto del cuerpo, el largo cuello y la cabeza serpentina, como el aumento de una víbora cornuda, la larga cola terminada en aguijón lanceolado, como un látigo que chasqueaba amenazadoramente azotando el aire.

Sven Le Berg calculó la cabalgada. Estaba a unos veinte pasos de la bestia. Tenía que sorprenderla antes de que elevara el vuelo. Apuntó la lanza al corazón latiente, picó espuelas y se lanzó contra el reptil volador sin aguardar a que terminara de exhibir sus potencias. La dragona se había alzado sobre sus patas de pollo terminadas en garras de león, había extendido las alas, pero no llegó a levantar el vuelo. Cuando la lanza penetró en su cuerpo y se fue directamente al corazón, lanzó una vaharada potente de azufre y podredumbre.

Sven le Berg tiró de la rienda y huyó por la derecha, a la florentina, sin mirar atrás. De un momento a otro esperaba que se abatiera sobre él la negra sombra del monstruo. Mientras cabalgaba desenvainó la espada y cuando alcanzó el lindero del bosque se volvió dispuesto a defenderse.

La dragona no se había movido de la boca de la cueva. Estaba echada en el suelo y aferraba con una de sus garras de águila el astil de la lanza clavada en su abdomen.

—Acércate, Sven, y no temas —resonó en la distancia su voz potente. El guerrero se aproximó con precaución. Quizá era sólo una argucia para atacarlo con su aliento mortífero cuando lo tuviera a la distancia adecuada. El corazón de los reptiles es más fuerte que el de los animales de sangre caliente. Tardan más en morir.

La dragona adivinó los pensamientos del caballero.

—¿No te han dicho que tenías que matarme por la boca? —preguntó con voz sobrehumana.

—Me lo advirtieron y lo había olvidado —respondió Sven.

—No temas —dijo el dragón—. Acércate y mátame por la boca. Sven descabalgó y se acercó al monstruo abatido. La cabeza había tumbado los helechos y sólo se le veía un ojo de pupila fija, húmedo y suplicante en su cerco de duras escamas.

—Por la boca —le recordó en tono apagado.

El fétido aliento de la dragona empozoñaba el aire. Sven contuvo la respiración y se aproximó con la espada dispuesta. La boca de la bestia permanecía abierta, con una braza de lengua partida, oscura descansando sobre la tierra. Sven pisó el extremo para evitar que lo envolviera con ella y asestó una estocada profunda por las abiertas fauces, garganta abajo que segó la arteria que alimentaba el cerebro. Al instante, la luz del ojo se apagó y el cuerpo del monstruo se relajó.

Había matado a la dragona.

Sven se apartó unos pasos y contempló el cadáver inmóvil y el manantial de sangre oscura, densa y pastosa que fluía lentamente de sus fauces abiertas. Un baño en sangre del dragón hacía invulnerable al guerrero, había oído en las tertulias de los campamentos, en torno a la hoguera, después de la cena. En los campamentos de Tierra Santa se contaban muchos embustes.

¿Sería cierto lo de la sangre del dragón?

—En cualquier caso, yo no quiero ser invulnerable —se dijo en voz alta—. Quiero sufrir, quiero morir como un hombre, sin ayuda de Dios ni de la magia.

Exploró la guarida de la dragona: un dilatado lecho de huesos viejos y de cadáveres en distinto estado de consunción, no sólo de humanos sino, a juzgar por las trazas, de animales grandes y de orcos. Había también fragmentos de lanzas, espadas cubiertas de herrumbre, hierros corroídos por la poderosa orina del reptil. Al fondo había una roca en forma de columna con una argolla de bronce de la que pendía una cadena rota, el amarradero de la ofrenda. En tiempos de Carlomagno, los humanos adoraban a la dragona y le ofrendaban, cada luna nueva, una bella muchacha.

«En aquellos tiempos la dragona era joven y quizá no resultaba tan repulsiva como ahora», pensó Sven.

Detrás de la columna había un nido de helechos secos amalgamados con saliva, lodo e intestinos humanos, que despedía un hedor insoportable. Dentro había un huevo del tamaño de una sandía. La dragona estaba empollando. Sven comprendió que había buscado la muerte porque se acercaba el momento del nacimiento de su hijo. Cuando saliera del cascarón podría alimentarse del cadáver de la madre hasta que creciera lo suficiente para valerse por sí mismo.

Sven registró la boca de la dragona. Bajo la lengua, en una bolsa oscura y prominente había un objeto duro. Rasgó sus tegumentos con la daga y encontró una piedra roja del tamaño de una nuez, la Intrincada. Se la embolsó y salió del antro.