Mientras los humanos asistían a la audiencia del basileo, que duraba toda la mañana, Grontal, el enano, y Gorgo, el semiorco, se marcharon, cada cual por su lado, a dar una vuelta por la ciudad.
El enano se fue derecho al barrio de las putas. Durante la travesía había trabado conversación con un marinero que le elogió mucho La Llave y la Cerradura, un prostíbulo de los muelles italianos, en el Cuerno de Oro, frente a Pera, a la derecha de la cadena que cierra la desembocadura del puerto, donde sería bien recibido. Incluso le auguró que haría negocio, pues algunas damas encopetadas pagaban al rufián mayor para que les facilitara citas con clientes de grueso calibre y, encima de entregárseles y regalarlos, les dejaban generosas propinas. Llegado al prostíbulo, Grontal repasó la pizarra en la que las pupilas anunciaban sus encantos y señalaban la tarifa. Después de examinar todas las anotaciones se decidió por una tal Expira Candente que había escrito: «Rubia cachonda. Viciosa. Trasero de trece palmos de latitud. Tetas espectaculares. Chocho loco. Culo tragón. Lluvia dorada. Consolador. Chupo agujeros oscuros. Trago leche. Me gustan grandes y gordas».
Grontal entró. Era temprano y la casa era un remanso de paz, porque a los bizantinos les gusta copular tarde, después de la misa de siete. Un tracio musculoso con la cabeza rapada aguardaba detrás de un mostradorcillo con un taco de tablillas en la mano. Miró a Grontal con cierto desprecio a causa de su condición de enano.
—¿Qué? —le preguntó—. ¿Quieres jugar con alguna de mis chicas?
—De eso se trata, ¿no? —replicó Grontal—. Si quisiera otra clase de juego habría ido a un garito. Quiero conocer tan profundamente como sea posible a esa Expira Candente de la pizarra.
—¡Ah, viciosillo! —dijo el tracio riendo de buena gana, para lo cual cerraba los ojos y los ponía como dos rajitas—. El servicio completo son dos de plata y la voluntad.
Grontal abrió su faltriquera y aflojó dos de plata, sin voluntad. El tracio le entregó una tablilla verde que significaba servicio completo.
—Sube la escalera y llama en la tercera puerta por la derecha.
Le abrió Expira Candente, en persona, una rubia exuberante, de buena alzada, con una túnica azafranada transparente que revelaba una arquitectura corporal densa y maciza, como nacida para el oficio.
—¡Ay, pero qué pequeñín tenemos aquí para abrir boca! —exclamó la cortesana, cachonda, pellizcándole una mejilla.
Grontal sonrió simpaticote, sin darse por ofendido.
—¿Quieres que llame a mis amigas Holgada y Berrienda? —propuso la rubia—. Por el mismo precio te lo haremos las tres.
—Bueno —concedió el enano.
Expira Candente taconeó por el pasillo moviendo el trasero y haciendo posturitas. Llamó en las dos puertas contiguas.
—¡Holgada, Berrienda, acudid a mi cuarto, que tenemos a un enanito y nos vamos a divertir con él!
Las tres amigas se reunieron entre risitas en el cuarto de Expira Candente. El enano entró tras ellas, cerró la puerta y se guardó la llave.
Por su parte Gorgo, el semiorco, deambuló por la ciudad sin rumbo fijo, con la boca abierta, mirándolo todo embobado, especialmente el bazar del gran palacio. En el dédalo de pasajes cubiertos de la alcaicería recorrió las tiendas de los caldereros, de los joyeros, de los orfebres, de los tintoreros, de los boticarios, de los especieros y de los mercaderes de hilos y sedas. También observó los puestos de los cambistas con sus montoncitos de dinero de diversas procedencias, que trocaban por besantes de oro con altas comisiones. Casi sin advertirlo llegó a Santa Sofía, la gran basílica.
Los no humanos tenían prohibida la entrada a las iglesias, bajo graves penas, pero la ley era más flexible cuando se trataba de trabajar en ellas. Gorgo encontró una cuadrilla de orcos suaves, como llamaban a los que se criaban en cautividad, que solían emplearse como esclavos o como peones libres en trabajos agotadores o peligrosos. La cuadrilla estaba accionando la rueda de la grúa que subía bloques de piedra porosa y planchas de plomo para los reparos en el techo de la basílica. El capataz contrató inmediatamente a Gorgo cuando vio sus músculos y lo envió a las alturas a ayudar a otro semiorco que se hacía cargo de las sogas y las cadenas del ingenio. Arriba, entre envío y envío, los dos semiorcos se asomaron a una de las lucernas altas y contemplaron el interior de la basílica. Santa Sofía, con todas las lámparas encendidas, era un ascua de luz. Al rebervero de las llamas reflejadas en el oro de las paredes y en las intricadas decoraciones de los altares, igualmente cubiertos de oro, diríase que aquel ámbito pertenecía a un mundo superior o quizá al paraíso reproducido por los enormes mosaicos que tapizaban los muros.
El semiorco observó con pasmo aquella sublime belleza que parecía suspendida en un sueño. Bajo la elevada cúpula, el iconostasio de plata albergaba un altar de oro en el que decía misa un sacerdote revestido de bordados y gemas. El incienso administrado por donceles con incensarios de plata se elevaba a las esferas junto con los cánticos de mil voces blancas que acompañaban a la música de diez órganos con tubos de plata. Los armónicos temblaban en el aire amplificados por las bóvedas del edificio.
—¿Y toda esa gente? —preguntó Gorgo señalando a la asamblea de los fieles.
—Son los devotos que asisten a misa —le explicó su compañero.
—¿Qué ceremonia? —inquirió el viajero—. No veo empalados por ninguna parte, ni calderas de carne, ni barriles de licor.
—¡No, bestia! Las ceremonias de los humanos son distintas. ¿De dónde sales? Esta es la ceremonia de su dios. Todos esos que ves ahí abajo han acudido para que el sacerdote convoque a Jesucristo, el Redentor. Lo hacen cada pocos días.
—¿Y siempre acude?
—Siempre que un sacerdote lo convoca con el rito adecuado.
—Debe de ser un Dios muy ocupado —comentó Gorgo— porque sacerdotes hay por todas partes. Son como una plaga. ¿Y qué pasa cuando viene Dios?
—Se lo comen y Él les perdona los pecados.
—¡Que se comen a Dios! —exclamó Gorgo, alarmado.
—Es complicado. Más vale que no intentes entenderlo. Yo hace veinte años que vivo en esta ciudad y por más que lo pienso no me entra en la cabeza. Se ve que los humanos son más inteligentes que nosotros.
—¿Pero ellos lo entienden?
—¡Claro! ¿Como iban a mantener a tantos clérigos ociosos si no entendieran lo que les dicen?
—¿Y los pecados, qué son?
—Las cosas malas que han hecho. Dios es invisible pero Él lo ve todo y tiene una lista de cosas que no se pueden hacer, cosas como comer cerdo los viernes o mirarle el culo a la mujer de otro, no digamos ya follártela, cosas así. Si cometes muchos pecados, al final de la vida vas al infierno, un lugar donde ardes entre atroces tormentos.
—Muerte segura.
—No. Los condenados al infierno no se mueren. Sufren atroces tormentos por los siglos de los siglos, pero no se mueren.
Gorgo se rascó el colodrillo. Había visto a los humanos cometer muchas extravagancias, pero aquellas sobrepasaban la medida de su imaginación.
—¿Quieres decirme que hay un Dios tan cruel que te mete en la candela por un quítame allá esas pajas y no te deja morirte jamás?
—Además, los muertos resucitan —añadió su compañero.
—¡Me cago en la puta! —exclamó Gorgo—. ¿Creen eso de verdad? Me parece que me estás tomando el pelo.
—Es verdad. Al menos ellos lo creen. Naturalmente nosotros, los orcos, no creemos una palabra. Nos falta inteligencia para entenderlo. Gorgo miró nuevamente la ceremonia a través de la lucerna.
El hombre de la rica vestidura coloreada estaba levantando sobre su cabeza una torta de pan.
—¿Y ahora qué hace?
—En este momento Dios baja a las manos del sacerdote.
—¿Cómo? ¿Baja a comerse una torta de manteca?
—¡No!, ¡qué simple eres! Esa torta no contiene manteca ni levadura. Cuando la levanta al cielo es sólo harina amasada y cocida, después de que el sacerdote recita su conjuro y la baja, ya es carne de Cristo-Dios.
—¿Quién es ese Cristo?
—¿De dónde sales tú que no lo sabes, si lo tienen por todas partes y están arrasando el mundo en su nombre?
—He estado cinco años remando en una galera sarracena.
—¡Ah, eso lo explica todo! Pues este Cristo es el dios de los cristianos. Era un hombre nacido de una Virgen al que mataron hace más de mil años. Dicen que resucitó y subió al cielo.
—¿Me tomas el pelo? —replicó Gorgo mosqueado—. Yo soy un ignorante en las cosas de los humanos, pero sé bien que nadie nace de una virgen y que la gente, cuando se muere, no resucita, así que cuéntame otra historia.
—Yo te cuento lo que los humanos creen. Tú deberías pensar que la inteligencia de un semiorco, sin ánimo de faltarnos al respeto, no está capacitada para comprender ciertas cosas.
Gorgo asintió.
—¿Y se creen que eso sea su carne? —preguntó todavía—. ¿No advierten que es sólo pan?
—No lo ven. Creen a pie juntillas que es carne. ¿Ves el jarro de oro que el sacerdote tiene al lado?
—Lo veo.
—Contiene vino. ¿Ves que ahora lo levanta en alto?
—Sí, lo veo.
—Está realizando el mismo conjuro que hizo antes con el pan. Cuando lo baje, será sangre de Jesucristo. No un símbolo, sino sangre verdadera.
—¿Y eso creen?
—Ese es el fundamento de su fe. Por si acaso, los sacerdotes, que son tan astutos, no dan a beber el vino, sólo reparten el pan entre los adoradores del Cristo. El vino se lo reservan para ellos.
En aquel momento chirrió la garrucha porque una nueva carga de piedras subía por el cabrestante, y los dos semiorcos tuvieron que abandonar su mirador y volver al trabajo.