En su palacio de Constantinopla, el cónsul papal había recibido una carta púrpura pontificia en la que el Santo Padre le ordenaba que alojara al caballero Lucas de Tarento y a su séquito, al servicio de los reyes Ricardo y Felipe. Un nuncio del cónsul, con su librea amarilla y blanca con las llaves de san Pedro en la gorra, se abrió camino en los muelles del puerto Contoscalium, abarrotado de una muchedumbre de mercaderes, cambistas, pícaros y porteadores, y condujo a los recién llegados hasta una carroza que aguardaba en la explanada de las tabernas, un armatoste de seis ruedas casi tan grande como una casa, tapizado interiormente con tela púrpura y tirado por seis caballos castrados.
La carreta discurrió por amplias avenidas pavimentadas con losas de basalto de las que partían callejones inmundos. La grandeza de Bizancio se manifestaba en sus trescientas sesenta y cinco iglesias, una por cada día del año, y en las impresionantes fachadas de los palacios que rivalizaban en mármoles de colores, galerías, columnatas y esculturas. También en la variedad de las razas y nacionalidades representadas en sus habitantes.
—La Babel de la cristiandad —señaló Lucas de Tarento al joven Guido—. Constantinopla es el crisol en el que se mezclan y funden todas las etnias del mundo.
Se veían asiáticos de nariz aguileña y cejas espesas, mardaítas de Siria y Líbano, con sus largas camisas terminadas en flecos azules; turcos del Vadar, con sus turbantes cónicos; babilonios de larga cabellera extendida en cascada por la espalda; sirios con chalecos de carnero adornados con volutas de cuero; tracios de espesos bigotes; búlgaros rasurados, con la cara brillante untada con grasa de caballo que a medida que avanza el día apesta; rusos de largos mostachos colgantes, despuntados cuando el sujeto tiene deudas; armenios de nariz ganchuda; valacos llegados del Pindo, con sus tatuajes en el dorso de las manos, por los que se distingue el clan al que pertenecen; eslavos de Tesalónica y de Tesalia, de caras anchas y mirada afable; árabes del Éufrates que palpan con la mirada los traseros de las paseantes; mujeres de Persia enfundadas en sus largos mantos azules que sólo dejan al descubierto los ojos, negros, de mirada profunda; jázaros y pechenegos; lombardos, genoveses, catalanes, písanos, vestidos cada cual según la moda y costumbre de su nación. Paseando entre ellos, el visitante puede oír, en sólo un día, cuantas lenguas pueblan el orbe. Un experto las distingue de lejos por la gesticulación propia de cada una. Un mundo de colores, de aromas, de sonidos que resume los pueblos del imperio, cada cual con sus costumbres y con sus leyes, aunque todos sometidos a las del basileo.
La carreta salió de las avenidas y se internó por calles y barrios secundarios. Las casas de varios pisos con las fachadas enfoscadas y pintadas de vivos colores alternaban con los mármoles y los ladrillos vidriados. A Isbela le encantaron las espesas celosías de madera que guardaban las ventanas de los aposentos femeninos desde los que ojos invisibles observaban la calle. Pasaron por las puertas de bulliciosas tabernas, todas con su sarmiento de vid sobre el dintel y el suelo espolvoreado con serrín ahumado con retama de romero, que perfuma el ambiente y estimula la sed. Pedro el Raposo le daba con el codo al enano Grontal.
—Aquí se juntan las cocinas del mundo —decía—. Si es día de mercado y nos dan licencia, hoy almorzaremos bien. Tenía yo ganas de catar el queso de Bitinia, el que se cuaja removiendo en la leche un manojo de cardos carios.
El enano Grontal, otras veces tan hablador, no replicaba. En las grandes aglomeraciones humanas añoraba la paz y el silencio de sus bosques.
Al fin llegaron a su residencia, el palacio de la Salomera, en el centro del barrio antiguo, no lejos del hipódromo.
—¿Es este el famoso hipódromo? —preguntó Lucas al pasar por el llano invadido de hierbas, entre las que sobresalían bloques de mármol de la espina central, vestigios de la pasada grandeza del edificio.
—Sí —respondió el nuncio—, por fuera parece algo pero por dentro no es nada. Ya apenas se dan carreras, han robado los mármoles y los bronces y los yerbajos invaden las pistas. Pasó el tiempo dorado en que los azules y los verdes dirimían en las carreras el futuro del mundo y enormes fortunas cambiaban de manos. Todo vanidad.
Llegaron a una fachada imponente de mármol, con tres grandes ventanales emplomados en el piso superior y abajo con un muro ciego decorado con mosaicos que relataban la vida de Jesús.
—Hemos llegado —dijo el nuncio.
El cochero, un libio musculoso, descendió del pescante y abrió la puerta con una enorme llave, que después entregó a Lucas de Tarento.
—Esta es vuestra mansión —indicó el nuncio—. No tiene muchos muebles porque está deshabitada, pero es tranquila. Os sentiréis cómodos.
Lucas asintió. Le dio la sensación de que el nuncio no era del todo sincero.
Entraron, acomodaron los caballos en los establos y recorrieron el edificio. Algunas estancias, expoliadas de sus ricos revestimientos de mármol, mostraban al aire el ladrillo de los muros. A los ventanales que daban al patio les faltaban los vidrios.
Los nuevos inquilinos ocuparon varios aposentos de la planta baja, en torno a un patio invadido de yerbajos, con una fuente seca en el centro. En las cocinas encontraron dos enormes mesas de mármol, en las que se podría abrir un ternero, y una chimenea de piedra sostenida por cuatro pilares de granito, como para asar un buey abierto. Todo el utillaje había desaparecido.
—No hay ni un mal cucharón —se quejó Pedro el Raposo.
—Los venecianos y los genoveses han sacado de Constantinopla barcos enteros de obras de arte y muebles exquisitos —explicó Cantacuzanos en tono indiferente.
Desde la arcada contemplaron el devastado jardín, los arriates secos, la hierba crecida y marchita, los árboles enmarañados por falta de poda, algunos troncos podridos. Al fondo, en una masa verde, crecían potentes los rosales.
—Una rara especie que da rosas azules —señaló el clérigo—. La cultivaba la antigua dueña de la casa.
Aquella noche, Lucas de Tarento se desveló y salió al jardín. Era a comienzos de verano, había luna llena y el aire se teñía de una pálida luz violeta. Lucas evitó la parte más transitada, que daba a la entrada, donde roncaba fragorosamente el semiorco y paseó en dirección opuesta. Al otro lado del claustro descubrió una puerta baja, una fuerte plancha de acero sin remaches. La empujó. La puerta cedió sin un sonido. Un estrecho y oscuro pasadizo comunicaba con otro patio cuadrangular, quizá el de la casa contigua, en el que el perfume de la dama de noche emanaba de los invisibles parterres y embalsamaba el aire. Al fondo había una desgastada fuente de piedra que representaba la cabeza de un león. El caballero estaba bebiendo del agua silenciosa en el cuenco de la mano cuando percibió una presencia. Se volvió. Había una dama con una fina túnica bordada, ceñida bajo el pecho, a la usanza bizantina, que la cubría del cuello a los pies. Indiferente a la presencia del extraño, la dama cogía rosas azules mientras cantaba una extraña melodía:
Tan dulce era su voz que Lucas de Tarento se quedó extasiado durante un rato, pero después temió que la dama descubriera su presencia y sintiera violada su intimidad. La canción no parecía entonada para combatir la soledad, sino para evocar algo más profundo y quizá doloroso. Pensó que la que la señora se sobresaltaría al descubrir a un intruso.
—Disculpad, señora… —comenzó a excusarse.
Ella dejó de cantar, se incorporó lentamente, lo miró a los ojos y le sonrió. Jamás había visto a una mujer tan bella: alta, el cabello largo y rojizo, los ojos melancólicos del color de la miel, la boca fresca, la nariz recta de los griegos antiguos, la barbilla firme, el cuello largo y delicado.
La dama sonreía en silencio. Alargó una mano de largos y blancos dedos y le tendió una rosa azul que Lucas aceptó y, con un gesto galante inconsciente, se llevó a los labios.
La dama se alejó. No parecía caminar sino que a medida que se retiraba se empequeñecía como en un sueño. Lucas intentaba prolongar el gozo del encuentro:
—Señora, no os marchéis todavía…
Ella le sonreía, alejándose. El caballero quiso seguirla, pero los pies no lo obedecieron.
No marchéis…
—Id al hipódromo —dijo ella, sonriendo, antes de desvanecerse en una nube azul tan tenue que sólo era la ilusión que dejaba en el aire la túnica.
A la noche siguiente Lucas buscó de nuevo a la dama azul. La encontró cuando los nubarrones oscuros ocultaban la luna junto al estanque central, en el patio en sombras. La dama se descalzó y acercó sus pies al agua fría para sentir el velo helado que ascendía lentamente por su piel. Esas sensaciones la ataban a la tierra, a la vida, a pesar de los siglos y su naturaleza. En realidad no eran las únicas señales. Aspiró la fragancia profunda de la rosa azul que llevaba en la mano, cerró los ojos y algo crepitó en su interior. Trataba de callar las voces de sus íntimos sueños, pero le recordaban el vínculo más fuerte que la unía inexorablemente a lo humano.
Un pétalo se desprendió de la rosa y dibujó, antes de posarse, la silueta de un corazón herido del que manaban unas gotas de sangre que se diluyeron en el agua cristalina. El propio pecho de la dama se tiñó de rojo: la señal. No podía abandonarse a aquella agradable laxitud. Su corazón, como la extraña flor, era ya inalcanzable y estaba ajeno a ese atisbo de amor terrenal. Su presencia tenía sólo un sentido y hacía él se encaminaba su acción. El viento, cómplice con sus pensamientos, le agitó el cabello rojo y la empujó lejos de la orilla. Sólo permaneció su imagen reflejada en el agua, ese rostro que buscaba más allá de su misión el caballero de Tarento.
Lucas de Tarento sintió una extraña congoja que no había sentido nunca. No recordó más de lo ocurrido aquella noche. A la mañana siguiente se despertó con la cabeza pesada y, aunque recordaba perfectamente lo ocurrido la víspera, pensó que todo había sido un sueño. Bajó al patio, donde ya Pedro el Raposo y el enano Grontal preparaban unos buñuelos, y se encaminó al pasadizo que comunicaba los dos patios. No lo encontró. El hueco del pasadizo aparecía tapiado con un sólido muro de piedras y lodo que tenía todas las trazas de ser obra antigua. Intentaba comprender lo ocurrido cuando los cocineros llamaron para desayunar.
Guido de St. Bertevin, Isbela de Merens y Cantacuzanos se habían acomodado en torno a una de las mesas de mármol de la cocina. El Raposo colocó en el centro una humeante fuente de buñuelos recién fritos. Mientras los jóvenes charlaban animadamente, Lucas guardaba silencio. Después subió a su habitación para vestirse con el manto de ceremonia que le había enviado el mayordomo imperial, pues debía presentar sus respetos al Rey de Reyes. Sobre el hatillo de su equipaje encontró la rosa azul que la misteriosa dama le había entregado unas horas antes.
La tomó y aspiró su perfume. Olía como la dama espectral de la víspera.