CAPÍTULO XVII

Sven le Berg desembarcó en el Puerto Langa, frente a los graneros imperiales y los distritos de Pisa y Amalfi. Cruzó el muelle veneciano con su caballo de reata, entre montones de maderos, mercancías y aparejos que esclavos y orcos llevaban y traían de las naves bajo la atenta mirada de los administradores y de los contadores del fisco. Era la primera vez que el guerrero rubio visitaba Constantinopla y quería salir de ella tan pronto como fuera posible, en el primer barco que zarpara para Venecia. Se hospedó en una fonda del puerto, La Fortuna Relampagueante, un edificio en forma de corral sin ventanas por fuera y con un gran patio cuadrado al que daban los establos y almacenes de la planta baja y la galería corrida de aposentos de la alta. En el centro del patio había un pozo de agua fresca en torno al cual pululaban los aguadores y los vendedores que pregonaban su mercancía y la ofrecían a los huéspedes: sopa de tortuga y pasteles de carne o de miel.

Sven ocupó su habitación y se dirigió a los baños que había al fondo del foro de los Sanguinarios. Se desnudó en el vestíbulo, dejó su ropa en una taquilla, al cuidado del portero, atravesó un ancho pasillo donde el agua cubría hasta el tobillo, entró en el caldarium y se sentó en la tercera grada, lejos de los corrillos.

Comenzó a sudar. Las gotas le descendían por las mejillas y la nariz. Un hombre alto y nervudo, de penetrante mirada, se sentó a su lado como por azar. Permaneció un rato sumido en sus pensamientos y después le preguntó sin mirarlo:

—Esa medalla debe de ser muy antigua.

—Creo que sí —dijo Sven.

—Me interesa.

—No está en venta.

—Lo sé. No conoces su valor. Crees que con ella alcanzarás cuanto deseas, pero desconoces el camino que conduce a lo que la medalla promete.

—No voy a vendértela.

—¿Quién te propuso comprártela? Sólo te estoy ofreciendo ayuda para recorrer el camino.

—¿Qué camino?

—Quieres ir a Venecia, pero la medalla antes debe ir a otro lugar más cercano. La medalla vale poco sin la piedra y la piedra vale poco sin sus once hermanas, las dragontías.

Sven le Berg comprendió que aquel hombre tenía razón. Había estado considerando la posibilidad de aguardar hasta que estuvieran solos y desnucarlo de un puñetazo, pero rechazó la idea. Parecía muy enterado en lo tocante a las piedras dragontías.

—¿Quién eres tú?

—Me llamo Asmodeo de Sinán y tú te llamas Sven le Berg.

—¿Adónde debo ir antes que a Venecia?

—A Delfos. Hay varias naves que zarpan mañana para el Pireo, el puerto de Atenas. Desde allí, a cinco días de camino siguiendo el curso del sol por la Hélade hacia Nikópolis encontrarás Delfos. Es un santuario arruinado de los dioses antiguos.

—¿Qué debo hacer allí?

—Sólo ir. La diosa te indicará lo que debes hacer.

—¿Quién eres? ¿Sirves a la Abominación? Asmodeo sonrió tristemente.

—Hay cosas que no comprenderías aunque estuviéramos conversando hasta el final de nuestros días. ¿Podrías hacer de mí un guerrero en dos jornadas? ¿No, verdad? Tampoco yo puedo explicarte los arcanos que no podrías comprender. Cada uno de nosotros necesita del otro para conseguir lo que quiere.

—¿Pretendes que comparta mi tesoro contigo, un desconocido, sólo porque sabes cómo me llamo y conoces algunas cosas de mi pasado?

—También las sé de tu futuro —dijo el mago—. Por ejemplo ahora intentarás mover tu mano derecha y no podrás.

Sven le Berg comprobó que era verdad.

—¡Hechizos de mago! Suéltame si no quieres que te estrangule ahora mismo.

—¿Con qué manos? —bromeó Asmodeo—. No puedes moverlas, ¿recuerdas?

Sven le Berg comprendió que estaba a merced del mago. Sus miembros no lo obedecían.

No temas —dijo Asmodeo—. Soy amigo tuyo. Ya sabes: nos veremos en Delfos.

El mago se levantó, hizo una leve reverencia, y pasó a la sala contigua. Sven permaneció paralizado por unos instantes. Cuando recobró el dominio de sus brazos se levantó y buscó al mago. Recorrió todas las dependencias de los baños, sin hallarlo.

—¿Un armenio alto, con barba recortada? —dijo el bañero—. Ha salido hace un momento.

En la calle bullía una multitud abigarrada. El mago se había esfumado.