CAPÍTULO XVI

En los tres días siguientes no ocurrió ningún suceso digno de mención. La Golondrina Risueña navegaba con viento favorable a lo largo de las costas de Asia Menor, dejando atrás Éfeso, Kíos, Esmirna y Lesbos. A veces se cruzaba con otros mercantes venecianos, genoveses o bizantinos que regresaban de Constantinopla e intercambiaban saludos con la mano, o con el gallardete de señales. Guido de St. Bertevin vigilaba los paseos de Isbela por cubierta a la caída de la tarde, cuando el sol atemperaba sus rigores y la fresca brisa marina perfumada de yodo acariciaba las olas. El resto del tiempo, mientras la muchacha permanecía en la camareta, bajo cubierta, el aspirante a caballero recibía lecciones de Lucas de Tarento sobre estrategias y tácticas. El antiguo templario era muy versado tanto en la milicia bizantina como en la islámica, así como en las maneras de combatir de los orcos, de los búlgaros, de los mirdontes y de los pueblos bárbaros de los confines de Asia. También le preguntaba al caballero sobre cuestiones políticas como la enemistad entre el patriarca de Constantinopla y el papa de Roma.

—Hace veinte generaciones, el Imperio Romano abarcaba el mundo y brillaba como una estrella sobre las demás naciones —explicaba el caballero—, pero después llegaron emperadores borrachos y vagos que confiaron el ejército a los jefes bárbaros. Con eso y con la excesiva afición a los banquetes, a las músicas y a la jodienda, las virtudes romanas decayeron, la caballería se extingúió, la artesanía y el comercio se arruinaron, la policía se esfumó, las leyes se despreciaron, cundió la inseguridad y el imperio se escindió en dos bloques, el de Occidente, con capital en Roma y el de Oriente, con capital en Constantinopla, cada cual con su emperador. Luego el de Occidente cayó en manos de los bárbaros y del Papa de Roma, mientras que el imperio oriental, el de Constantinopla, obedecía a su propio Papa, que aquí llaman el patriarca. Hubo un patriarca, un tal Focio, rebelde a Roma que acusó de herejía al Papa porque admite que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

—¿Y de dónde procede? —preguntó el joven Guido.

—Yo no me meto en teologías —dijo Lucas—, pero, según los bizantinos procede solamente del Padre. Nosotros pertenecemos a Roma y debemos aceptar y defender sus doctrinas a puño cerrado aunque, si el Papa está en buenos términos con el patriarca de Constantinopla, nosotros también.

Al quinto día, a la caída de la tarde, La Golondrina pasó frente al castillo de las Palomas, la aduana del mar de Mármara, que al identificar la nave izó una bandera amarilla autorizando el paso.

¡Mármara! ¡Las aguas verdes colmadas de secretos que surcaron los héroes troyanos! Cantacuzanos, con lágrimas en los ojos, contemplaba paisajes familiares que creía alejados para siempre tras la disensión teológica que lo desterró de la corte bizantina y lo obligó a exiliarse en los dominios papales. Ahora, el Papa y el nuevo patriarca de Constantinopla habían hecho las paces y él podía regresar a Constantinopla sin daño de su persona, con credenciales romanas.

—¡Ay, Constantinopla, centro del mundo! Qué cara vienes a mis ojos cuando ya no te esperaba ver —suspiró sobre la borda hablando con las olas.

El caballero Lucas se acodó a su lado.

—Yo surqué una vez este mar, cuando era más joven y todavía albergaba ilusiones en mi corazón —dijo mirando las oscuras ondas.

—Es difícil no pasar por aquí —dijo Cantacuzanos con orgullo bizantino—: aquí se juntan y anudan los caminos del mundo. Una ruta asciende por los Balcanes y los ríos de Tracia y Macedonia al valle del Danubio; la vía Ignacia atraviesa de Dirraquio a Constantinopla uniendo el Adriático y el Bósforo, otras van a los puertos de Crimea, a los ríos Dnieper y Don, otras a la Cólquida y a Trebisonda. Constantinopla es, salvando Jerusalén, el ombligo del mundo.

Cayó la noche y La Golondrina Risueña se deslizó lentamente por el mar interior, con las luces movientes de las embarcaciones que surcaban sus aguas en todas direcciones y las luces fijas de las aldeítas de pescadores, fincas y casas de recreo de la costa, que parecían casi al alcance de la mano. Al amanecer, un marinero encaramado en la alta gavia gritó:

—¡Brilla Santa Sofía!

Era la manera bizantina de anunciar que habían avistado Constantinopla.

Al clamor de los marineros, que prorrumpían en alaridos de gozo a la vista del puerto e intercambiaban pullas y desafíos anticipando placeres, los viajeros salieron de su toldilla y contemplaron, a lo lejos, la enorme cúpula dorada de Santa Sofía. Refulgía al sol como una joya, un hemisferio de oro que colgara de una cadena invisible de lo más alto del cielo.

Contemplaban la costa desde una y otra borda, a barlovento Europa; a sotavento, Asia, una cinta gris en la que se distinguían manchas blancas de algunas residencias campestres, y verdes retazos de arboleda entre las calas rocosas.

—Aquel brazo de agua que se Abre al Bósforo es el Cuerno de Oro —señaló Antos Liparos—. Lo que queda entre las dos corrientes es Constantinopla, la venerable ciudad, con sus torres y sus palacios, con sus iglesias y sus monasterios, con su circo y su anfiteatro, con sus obras de arte y sus esplendores. El ancho istmo del Cuerno de Oro está defendido por un triple recinto de murallas inexpugnables, las más sólidas e imponentes que se conocen. Y al otro lado del canal del Cuerno, en la costa tracia, se extiende el arrabal de Pera donde está la pujante colonia genovesa con sus factorías, sus almacenes y sus prostíbulos de lujo en los que reina la Perfumada, una belleza armenia que cobra a cien besantes de oro la prestación, aunque en Jueves Santo se lo hace gratis a doce mendigos en conmemoración de las tribulaciones de la Magdalena durante la Pasión del Señor.

Cantacuzanos, ignorante del giro que había tomado la conversación, se unió al grupo.

—¿Qué me dice de las putas de Pera, santo padre? —preguntó intencionadamente el Raposo—. ¿Siguen practicando el númida como antaño?

Cantacuzanos no entendía de posturas sexuales, pero comprendió el sentido general de la pregunta.

—Bueno, sí, tengo entendido que en la costa tracia hay muchos garitos, y las malas mujeres, los adivinadores, y los juglares pululan por sus fondas y sus lupanares. Constantinopla es un puerto de mar, el más potente y visitado del mundo, y es inevitable que padezca estas lacras.

El enano Grontal le daba con el codo al semiorco, que no entendía muy bien de qué estaban hablando y se limitaba a reír con su carcajada boba cuando los demás reían.

Se cruzaron con un navío de carga veneciano de borda alta, con todo el trapo suelto y la vela henchida, el león dorado flameando en la banderola de popa. Sus marineros acodados en la borda parecían gorriones en el alero de un tejado.

Lucas de Tarento recordó una visita a Constantinopla, muchos años atrás, cuando era un joven novicio templario de hábito pardo y barba negra y brillante. Los turcos estaban conquistando las ciudades de Asia Menor después de derrotar al ejército del basileo en Manzikert, pero la ciudad proyectaba todavía su poder y su prestigio como una sombra poderosa que abarcaba el mundo. Él, un muchacho apenas, se sentía tan abrumado por la majestad y la cultura de aquel emporio que no se atrevió a recorrer la ciudad por miedo a encontrar las señales de decadencia que había visto en Roma, el otro imperio cristiano del pasado. Compró una torta de almendra y ajonjolí a un vendedor ambulante del puerto y permaneció en su galera hasta que el capitán regresó y ordenó zarpar. Desde entonces habían ocurrido muchas cosas. Sus compañeros estaban todos muertos, decapitados por los sarracenos en los Cuernos de Hattin, y él había abjurado de sus votos.

—La ciudad más rica del mundo —explicaba Antos Laporos—. Más que Roma. La única que desafía a los siglos. El emporio mercantil adónde acuden caravanas y navíos de África, de Europa y de Asia. Aquí se compra y se vende todo. Esclavos, especias, tejidos de oro y de seda, armas, marfiles, esmaltes, vidrios, tapices, seda cruda, algodón en bruto, azúcar… lo que quieras, hasta leche de hormiga.

—Ahora no es sombra de lo que era —comentó Cantacuzanos—. La dinastía macedonia mantuvo los esplendores de Roma y hasta conquistó tierras y gloria en Bulgaria, pero el esplendor y el prestigio de Constantinopla decayeron después con los Commenos y los Ángelos. Últimamente la cosa ha ido de mal en peor con los turcos en las fronteras del este y los bárbaros en las del norte.

Antos Liparos convino en que así era.

—Pero sigue siendo una ciudad rica, donde el besante de oro circula con prodigalidad —replicó.

—La diferencia es que ahora el país se resiente de la anarquía —suspiró el clérigo—: el comercio está en manos de los venecianos, de los genoveses y de los pisanos. En medio de tanto desorden, los potentados mandan más que el Isaac II, el basileo, y la amenaza de turcos y búlgaros no decrece.