Los viajeros llegaron sin más incidencias al bullicioso puerto de Alejandreta, salida natural al mar de Antioquía, frente a las costas de la Pequeña Armenia, donde confluyen las caravanas que remontan el Tigris y el Éufrates por la región de Edesa. Se alojaron en El Sueño sin Sobresaltos, una de las numerosas fondas del lugar. Lucas de Tarento asentó el pasaje del grupo en una nave carguera, La Golondrina Risueña, que zarpaba para Constantinopla, sin escalas intermedias, cinco días después. Los viajeros aprovecharon este breve asueto para solazarse en las viñas y las huertas que rodeaban la ciudad. Era el tiempo de las ciruelas ambarinas, con su gotita de jugo irisado en la tersa piel. Guido de St. Bertevin no perdía ocasión de escoger las más maduras para Isbela. Los primeros días, la muchacha, que había vivido en un castillo apartado y estaba poco acostumbrada a cortesanías, se avergonzaba un poco, pero luego fue entendiendo el ritual cortés y hasta sonreía tímidamente al aceptar el obsequio. La actitud del clérigo Cantacuzanos era totalmente distinta: fingía ignorar a la muchacha y cuando le dirigía la palabra, evitaba mirarla y mantenía los ojos fijos en el suelo.
El día del embarque en La Golondrina Risueña, Guido se asombró al comprobar que el barco con nombre del avecilla inquieta era una especie de enorme barril flotante. En la cubierta, más alta que el campanario de una iglesia, una chusma de marineros medio desnudos, con taparrabos que apenas les cubrían las vergüenzas, se agolparon en la borda para observar a la doncella Isbela y se daban con el codo e intercambiaban comentarios probablemente salaces que encendieron la cólera de Guido.
Lucas de Tarento notó los nudillos pálidos del aspirante a caballero, el puño apretado sobre el pomo de su espada.
—Las saetas lejanas no hieren —le dijo familiarmente—. Esos pobres desgraciados son como perros hambrientos. Un caballero no debe tomarlos en cuenta.
Guido se avergonzó de revelar tan claramente sus emociones.
—¿Vamos a embarcar en este tonel? —preguntó por cambiar de tema.
—En efecto —respondió el caballero, y contempló la nave como si se enorgulleciera de ella—. Es el primer barco que sale para Constantinopla sin demorarse en enfadosas escalas. Llegaremos antes a nuestro destino y quizá pasemos desapercibidos. —Echó una ojeada a los curiosos congregados en el muelle—. Aunque de esto último no estoy tan seguro.
La Golondrina Risueña pertenecía al mercader Antos Laporos, que suministraba aceites de los olivares de Siria y sal de las canteras de Lixos a las despensas y a los baños de Bizancio. Cuando los estibadores acabaron de llenar la bodega de vasijas y fardos, el asentador indicó que embarcaran los caballos. El alguacil del puerto, un gordo con la calva cubierta por un gorro colorado, símbolo de la autoridad del visir, tocó su corneta para anunciar que salía nave gorda. Los marineros se afanaron con los cabos, desatracaron, treparon a las jarcias, largaron medio trapo y una suave brisa hinchó el velamen permitiendo que la pesada nave abandonara la bahía y saliera a mar abierto.
La travesía duraba dos semanas con vientos favorables. Los pasajeros no tenían gran cosa que hacer aparte de acodarse en la cubierta a contemplar la costa de Cilicia, como una continuada cinta verdigrís a la derecha, el terroncito pardo de Chipre a la izquierda, los lomos centelleantes de los delfines y las bandadas de gaviotas que seguían el rastro de espuma esperando a que el cocinero vaciase la basura en el mar.
Aquella calma era propicia para que se fueran anudando amistades. El enano Grontal conversaba a menudo con Pedro el Raposo, cuyas historias de lances amorosos y reyertas tabernarias le hacían olvidar su pánico al mar. Grontal era el único que no se asomaba a ver la inmensidad azul. Permanecía de espaldas y si alguna vez giraba la cabeza era para comprobar si la costa seguía a sotavento como decían los marineros. Lucas de Tarento, por su parte, conversaba a ratos con Cantacuzanos. Aunque el clérigo no era muy comunicativo logró que le explicara en qué consistían los misterios del Shem Shemaforash o Nombre Inefable contenido en la Mesa de Salomón cuya búsqueda les encomendaban el Papa y los príncipes de la Cristiandad. Los cabalistas habían desarrollado ciencias que recogían en libros misteriosos, la Ghemara, la Mishna, el Misdrashin, la Gematría, el Notricón y la Temurah, «caminos celestes para cabalgar sobre la luz del Conocimiento», en palabras del griego, para lo que había que estudiar largos años en academias místicas, quemándose los ojos sobre antiguas escrituras expresadas en alfabetos místicos, Atbash, Albam, Atbach, Tashrak, Aiarbechar… Una de estas academias estaba en la judería de Constantinopla, por concesión especial del primer emperador Ángelo, al rabino Moshé ben Abra que había curado a su hijo de una alferecía. Después de la desaparición de varios cabalistas, que profundizaron tanto en el conocimiento que no volvieron a aparecer, la academia había decaído. Cantacuzanos había estudiado cábala con el último gran rabino, por concesión especial al anterior patriarca de Constantinopla, Teodoro Akrites. En la promoción del clérigo había algunos extranjeros, magos persas, eruditos alejandrinos, incluso un gallego llamado Cunqueiro, que volaba con la ayuda de un anillo y evocaba a voluntad a Alejandro y a las damas de antaño.
—Un concertador de espíritus —supuso Lucas de Tarento—. Espíritus no, Cunqueiro los traía en carne y hueso, y era de ver la presencia marcial de Alejandro que olía a sudor dulce de caballo y de hombre. Cada aparición trae aparejado su perfume. Las damas de antaño, por ejemplo, huelen a violetas o a rosas marchitas: Elena de Troya cuando sedujo a Paris, en una camareta de palacio, Esther, la judía, cuando salía del baño con la boca fresca y la mirada honda de las mujeres de su raza.
Lucas y Jorge, el guerrero y el clérigo, conversaban hasta que lucían las estrellas en la negra noche —la estela de la nave semejaba un reguero de plata— y el cocinero llamaba a la cena. Una noche Lucas de Tarento cenó distraídamente. Mientras en su entorno se avivaban las conversaciones, él tenía la mente en otra cosa. Jorge le había confirmado que en las combinaciones del Nombre que Dios reveló a Salomón, el mago puede crear vida, germinar una flor, cubrir un huerto de rocío o hacer que el conejo salte de la boca de la madriguera abandonada, en la que hace mucho tiempo que no hay conejos.
—Es una embriaguez de poder que no todo el mundo resiste —le había dicho Cantacuzanos—. Por eso es tan fácil caer del lado de la Abominación.
Lucas de Tarento intuyó el abismo al que se abrían sus ojos. Ahora el Papa y los reyes habían depositado sobre sus hombros el pesado fardo de aquella misión: atravesar las Siete Puertas, encontrar aquel tesoro que salvaguardaría los Santos Lugares para siempre. Se sentía un débil mortal, más confuso que nunca, en medio del mar, en compañía de un puñado de guerreros que lo esperaban todo de él.
Al sexto día, costeando frente a Éfeso, ya pasadas Rodas y Creta, avistaron una gran vela triangular que los venía siguiendo. Antos Laporos, el armador y capitán de la nave, hizo visera con la mano y declaró:
—Es la capitana del corsario Muley Osmán. La conozco bien porque la pintó de rojo para emular El Bucentauro, la gran galeaza de la señoría veneciana.
—¿Piratas tan al norte? —se extrañó Lucas de Tarento.
—Sí, sire. Desgraciadamente este mar está infestado de ellos, porque en las islas griegas hay una infinidad de calas y ensenadas que les ofrecen cobijo, pero no tenemos nada que temer. Yo pago un impuesto a Osmán y en cuanto se percaten de que esta nave es La Golondrina Risueña nos dejarán seguir sin molestarnos.
Lucas de Tarento no estaba tan seguro. Como guerrero experto estaba habituado a considerar el peligro potencial de cualquier situación anómala. Instintivamente buscó a Isbela con la mirada. La muchacha se había escapado de Muley Osmán, que pretendía convertirla en su esposa. ¿Era una simple coincidencia que ahora se toparan con su galera de guerra en medio del mar? ¿Buscaba Osmán a la muchacha? ¿Hasta qué punto podía confiar en Antos Laporos? ¿No habría avisado él mismo al pirata para que abordara su nave y recuperara a la fugitiva? Lucas de Tarento no tenía ningún motivo para confiar en Laporos, más bien todo lo contrario. Un comerciante sirio vendería a su madre. Para el sirio no habría mejor recompensa que un salvoconducto del corsario para sus naves aceiteras.
Mientras el caballero Lucas sopesaba estas sospechas, la galera pirata acortaba distancias y sus marineros, agolpados en el pasillo de abordaje, hacían señales al pesado transporte para que sé detuviera. El mercader se alarmó:
—No lo entiendo. Están viendo el delfín amarillo que pende del mástil. Saben que este navío pertenece a Antón Laporos, que goza de garantía.
—Es posible que no busquen tu carga, sino a tus pasajeros —musitó Lucas.
Los navíos estaban ya a menos de cuarenta brazas de distancia. En la galera, el comando de abordaje, armado con machetes, hachas y garfios encordados, mostraba claramente sus intenciones hostiles.
—¡Ay, señor, que tendremos que detenernos! —gimió Liporos—. Con esta gente no valen parlamentos. Nos van a abordar. Quizá me quieran aumentar la cuota, o quizá mi agente en Haifa se ha retrasado en el pago del impuesto.
—Fuerza las velas y continúa tu camino? le ordenó secamente Lucas de Tarento.
—¡Sire —suplicó—, son gente de guerra y su galera nos va a interceptar de un momento a otro! Mejor será bajar la vela y aguardar a ver lo que quieren. Debe de tratarse de un malentendido.
Lucas de Tarento le dirigió una mirada iracunda.
—¿Olvidas que nosotros también somos gente de guerra? —Se dirigió a su escudero y ordenó—: Pedro, tráeme el camisote y la espada. Que todos estén prevenidos.
—¡Oír es obedecer! —respondió el Raposo y desapareció por la escotilla de la bodega.
—¡Habrá muertos, señor! —auguró el capitán, temblando de miedo.
—Tú y tus hombres podéis refugiaros bajo cubierta. Nosotros nos entenderemos con los piratas.
Llegó Pedro el Raposo con la malla de acero y ayudó a su señor a vestirla. Los otros se armaron igualmente y se dispusieron para el combate.
La galera había acortado distancias. Estaba ya tan cerca que se distinguían los rostros torvos de sus tripulantes. Dos docenas de piratas se agolpaban en la proa enarbolando armas y profiriendo aullidos intimidatorios. El tambor del cómitre sonaba en la cubierta baja como un corazón desbocado.
—Los remeros no podrán mantener ese ritmo extenuante —Observó Pedro el Raposo que se había puesto su perpunte y empuñaba la palanqueta en forma de pata de cabra que abría todo lo que tocaba, cráneos incluidos.
—No lo van a necesitar —comentó Lucas—. Dentro de un momento nos cortarán el paso y nos lanzarán sus garfios de abordaje.
Muley Osmán, un moro gordo tocado con un turbante de seda azul, daba órdenes desde un sillón recubierto de almohadones, bajo el palanquín de la toldilla de popa. Cuando no hablaba con sus oficiales se llevaba a la nariz un pañuelo empapado en perfume para neutralizar la peste a orines y sudor rancio que ascendía de la cubierta de remeros.
El capitán de la galera corsaria, un hombre membrudo y moreno, se subió al espolón de su nave para que Muley Osmán viera que arrostraba cualquier peligro en su servicio. Como apenas le quedaba espacio para los pies tenía que agarrarse con una mano al cordaje mientras hacía bocina con la otra:
—¡Ah de la carraca! —gritó en griego marítimo, el dialecto común en el mediterráneo oriental—. Lleváis a bordo a una esclava fugitiva de mi señor Muley Osmán, una franca rubia que se llama Isbela. Dádnosla y no os pasará nada.
—¡La llevamos! —le confirmó Lucas de Tarento—, pero no es una esclava. Es una señora y va a reunirse con su familia en Ultramar.
—Entregadla de todos modos. A mi señor Muley Osmán no le importa que ya no sea virgen, como cuando él la compró, dado que es un hombre clemente que sabe acomodarse a los reveses de la fortuna, pero no quiere más dilaciones ni resistencias. Restituidla y salvaréis la vida.
—¿Qué vida? ¿La vuestra? —gritó farruco Guido de St. Bertevin.
—¡Ya estamos con la retórica alejandrina! —masculló el moro para sí.
¡Me cago en el niñato! ¿Qué vida va a ser mocoso? —gritó—: ¡La tuya y la de tus compañeros! ¿No ves que os superamos en número y que somos gente de guerra?
—¡Si sois gente de guerra, a mí me la chupáis! —replicó el muchacho fuera de sí. Llevaba varios días soportando las miradas lascivas que la marinería dirigía a Isbela y le hervía la sangre con facilidad.
Lucas de Tarento le hizo con la mano una señal conciliadora para que se calmara. Después se volvió a la galera roja:
—No hay trato —gritó haciendo bocina con las manos—. Nosotros también somos gente de guerra. Será mejor que cada cual siga su camino y que haya paz, que luego pasa lo que pasa.
—¡Entregadnos a la muchacha y no os ocurrirá nada! —intervino el propio Muley Osmán con ayuda de una gran bocina de plata—. De lo contrario, habrá lucha y el que no muera acabará de esclavo en Alejandría. Yo mismo me ocuparé de que se venda a un bujarrón que le arregle el pretérito.
—¿Qué es pretérito? —le preguntó Guido de San Bertevin a su mentor, el caballero Lucas.
—Se refiere a lo de atrás, en este caso al culo.
—¿Al culo? —exclamó el doncel comprendiendo el alcance de la alusión—. ¡Pretérito el de tu madre! —gritó al del turbante de seda ¡Venid a buscar a la muchacha si tenéis cojones!
Siguió el intercambio de insultos que, en los preliminares del enfrentamiento requiere la batalla por norma bizantina en la que está permitido cagarse en los muertos del adversario hasta la tercera generación y no más, a fin de evitar que el insulto afecte a gente ajena al caso. Mientras los adalides verbalizaban, procurando originalidad en la adjetivación, el resto aprestaba sus armas y se colocaba en sus puestos de combate.
—¡Malhaya el momento en que aceptamos a esa mujer! —se lamentaba Cantacuzanos. Se había parapetado detrás de unos cestos de mercancías y asistía a la escena temblando como un azogado, la mano aferrada a una bolsita de reliquias santas—. ¿Queréis que, por haceros los gallos, peligre una sagrada misión bendecida por el Papa y auspiciada por los reyes de Francia y de Inglaterra?
Lucas de Tarento iba a replicar algo cuando Muley Osmán levantó la mano y la abatió bruscamente, la señal de que la batalla comenzaba. Dos de sus arqueros, que se habían encaramado en la plataforma del mástil, lanzaron sendas saetas de desafío, empeñoladas de rojo, que se clavaron temblando sobre la cubierta del carguero.
—¡No hay trato! —gritó Lucas de Tarento.
En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, los marineros de La Golondrina Risueña, que hasta entonces habían asistido interesados a las preliminares del combate, corrieron a refugiarse en la caseta de popa. Cantacuzanos, después de una vacilación, asomó una mano fuera de su refugio y bendijo atropelladamente la batalla que se aparejaba impetrando el auxilio divino. Isbela no parecía asustada. Había asistido a las maniobras de aproximación de la galera con más curiosidad que miedo y no se movía de la cubierta.
Media docena de flechas se clavó en la obra muerta de la nave. Pedro el Raposo acabó de armar su ballesta y apuntó cuidadosamente al capitán de la galera. Este lo advirtió a tiempo y saltó al resguardo de una mampara. El virote de hierro se clavó temblando en el mascarón de proa que representaba a la dama de los vientos, con su clámide hinchada por el aire y sus pechos generosos apuntando a las olas.
La galera se había adelantado y ahora cerraba sobre el camino de la nao. Los piratas delanteros volteaban lentamente los garfios pendientes de sogas, prestos a lanzarlos sobre la borda de La Golondrina.
Entre los hombres del comando de abordaje figuraba Mohamed Habibi, el egipcio errante, ahora muhaidín del Viejo de la Montaña. Se había enrolado en el puerto de Antioquía cuando supo que salían en persecución de los enviados del rey Ricardo, con la esperanza de encontrar una pista que lo condujera al caballero rubio que robó la piedra Fogosa engastada en el medallón de la Sulamita. Mohamed Habibi no era un guerrero, pero estaba dispuesto a morir como si lo fuera con tal de alcanzar el paraíso poblado de huríes de pechos voluminosos, grávidos, de tacto suave y el pezón rugosillo y duro que se hincha y se pone del tamaño de una bellota al estímulo de unos dedos expertos o de una lengua acariciadora. Tomó un sable de asalto, probó la viveza del filo en una soga (que inutilizó) y se situó, lo más castrense que pudo, sobre la tarima de asalto, en el poco espacio que dejaban libre los lanzadores de garfios de abordaje. Al moverse se lastimó la espinilla contra un palo que sobresalía entre dos sogas tensas. Miró la causa de su daño. El palo le disputaba el escaso espacio disponible. Sin pensárselo dos veces tiró de él extrayéndolo de entre las cuerdas que lo aprisionaban. Demasiado tarde advirtió que el palo no estaba allí por casualidad. Era el trinquete de la maroma que sostenía el ancla, una pesada rueda de piedra con un agujero en medio que pendía a un costado de la galera.
El ancla se zambulló violentamente en el mar, arrastrando su pesado atadero que, al deslizarse por la borda, barrió los pies de media docena de piratas lanzándolos al agua en una confusión de voces y lamentos. Mohamed Habibi se apartó disimuladamente del estropicio. «Otro amo que pierdo», pensó. Y recordó las palabras de su anterior patrón, el cairota: «Habibi, tu problema es que haces las cosas sin pensarlas primero: piensa antes de actuar, que el profeta no quiere bobos irreflexivos en el Paraíso».
El ancla, al precipitarse en el abismo sin encontrar fondo, descendió todo lo que le permitió la maroma hasta que se detuvo en seco con un fuerte tirón que hizo crujir la quilla de la galera. Como consecuencia del brusco frenazo, la nave entera giró sobre el eje tenso del ancla y su popa describió un círculo de abanico para estrellarse contra la sólida quilla del navío aceitero. El golpe quebrantó dos cuadernas, la tablazón cedió y una gran vía de agua invadió la galera. Un clamor de pánico se elevó del banco de los remeros:
—¡Nos vamos a pique!
La confusión se apoderó del navío. Los piratas abandonaron las armas. Muley Osmán, el capitán y sus oficiales se pusieron a salvo en el esquife, abandonando a sus hombres. La costa no estaba muy distante, pero casi ninguno sabía nadar. Los facinerosos se disputaron media docena de toneles que podían usar como salvavidas. Los remeros encadenados a los bancos tiraban de la cadena con desesperación intentando liberarse de los grilletes antes de que la nave los arrastrara al fondo del mar. Algunos lograron liberarse y atacaron a sus carceleros. La confusión aumentó.
—Gracias a san Poseidón, Dios se ha apiadado de nosotros y confunde a esos buitres —dijo Antos Liparos. Lucas de Tarento se giró y lo vio a su lado, la panza cubierta por un gastado perpunte y una espada al cinto tan oxidada que seguramente se necesitaría un forzudo para extraerla de la vaina.
—No podía dejaros solos —explicó, con desfachatez, el marino.
En el agua, con una algarabía de almadraba, los de la galera se debatían angustiosamente por mantenerse a flote.
—¿Auxiliamos a los náufragos? —propuso Isbela. Su sangre elfa la inclinaba a la piedad.
—De eso nada —repuso bruscamente Antos Liparos ajustándose el perpunte sobre la barriga—. Que cada cual afronte su destino. ¿No querían matarnos? Pues que se jodan.
La galera volteó y mostró su costado abierto. En la confusión del naufragio, un orco de aspecto brutal que estaba encadenado al banco delantero pugnaba por arrancar los grilletes, con el agua ya por la cintura, al tiempo que profería bestiales alaridos.
—Ese titán tiene la cadena más gruesa que los otros —observó Guido—. Va a morir.
—Déjalo que muera —dijo el Raposo—. ¿No ves que es un orco? Guido de St. Bertevin contempló la desesperada lucha del orco por liberarse de la prisión. Tiraba con una fuerza descomunal, los músculos de los brazos y los hombros tensos como el parche de un tambor, pero la cadena no cedía. El agua le llegaba ya por el pecho.
—Hay una manera de salvarlo —dijo Guido.
Pedro el Raposo lo miró con extrañeza. ¿A quién le importa salvar a un orco?
De la bolsa de costado del Raposo asomaba el extremo de pata de cabra de su palanqueta. Guido la asió y, antes de que nadie pudiera evitarlo, se lanzó al agua. Media docena de brazadas vigorosas lo acercaron a la proa de la galera que se había alzado completamente vertical, a punto de desaparecer bajo las aguas. El orco seguía aullando con el agua al cuello.
—Intentaré salvarte —le gritó el muchacho—. ¿Me entiendes?
El orco le devolvió una mirada de inmenso agradecimiento y asintió vigorosamente con la cabeza.
Guido de St. Bertevin buceó con una mano en la cadena de gruesos eslabones hasta que localizó el encastre, una anilla de hierro que los tirones del orco habían deformado, pero que estaba lejos de ceder. Introdujo en ella el extremo de la palanqueta y tiró con fuerza. Brilló la palanqueta con su luz azulada y la argolla cedió fácilmente. El orco liberado asió a su salvador y tiró de él con su fuerza descomunal justo en el momento en que la galera se iba a pique con su espolón apuntando al cielo. Se aferraron a uno de los cabos que les lanzaban desde La Golondrina Risueña.
—Este jovenzuelo descerebrado ha salvado a un orco —se quejó Liparos—. No sé para qué, porque ahora tendremos que matarlo.
—Si se muestra pacífico, dejaremos que viva —repuso secamente Lucas de Tarento.
—¡No admitiré a una de esas bestias a bordo de mi barco!
—Te pagaremos dos pasajes suplementarios y lo admitirás —advirtió el caballero—. El muchacho no ha hecho más que aplicar las leyes de la caballería cristiana.
Antos Liparos se alejó rezongando. Desde la escotilla de carga le gritó a sus hombres, escondidos en las profundidades de la bodega.
—¡A ver, gallinas a cubierta, que la galera se ha hundido y el peligro ha pasado! Volved como relámpagos, porque al último que suba le corto los huevos.
Los marineros subieron en tropel y cada cual se dirigió a su puesto, unos a la vela y otros al cordaje.
—¡Todo el trapo —gritaba Liparos—, que el culo nos arde! Ayudaron a subir a bordo a Guido y al orco. El orco se lanzó a los pies del muchacho y se los besó llorando.
—Gorgo debe tú la vida —dijo en el torpe dialecto marino, híbrido de sintaxis genovesa y palabras griegas.
—Pórtate bien y te dejaremos en Constantinopla —le dijo Lucas de Tarento. Recordaba haber visto orcos al servicio de los asentadores del puerto, empleados en la descarga de los navíos.
—Gorgo vende a sí para tú, joven nadador, gana recompensa —dijo el orco.
—¡Hombre, por lo menos tiene buena voluntad! —bromeó el Raposo—. Recuerda que lo has liberado gracias a mi palanqueta y que me corresponde un porcentaje.
Impulsada por una brisa favorable, la vela mayor henchida, La Golondrina Risueña se alejó del lugar del naufragio dejando atrás un rastro de tablas flotantes y lamentos de los náufragos que intentaban mantenerse a flote.