CAPÍTULO XLVIII

Soplaba el viento simón, que procede del oeste y arrastra las semillas de la planta kaf hasta los desiertos de Afganistán. La planta crece vigorosa y si un macho cabrío come de ella, enloquece y hay que sacrificarlo porque su carne y su semen transmiten la locura a los que se alimentan de él o a las cabras que fecunda.

Era todavía era de noche cuando Asmodeo de Sinán llegó a Taka-i-Taq-dis, el Trono de los Arcos, la antigua fortaleza-santuario edificada por el rey persa Cosroes hacia el año 600. Se sentía cansado y enfermo. Había tenido que atravesar montañas, ríos y desiertos poblados de demonios, serpientes y escorpiones.

El mago nunca había estado en el Trono de los Arcos. Se sentó en una peña y aguardó a que amaneciera sintiendo el rumor de las conversaciones de las cinco piedras dragontías en el bolsillo de su chilaba. Cuando las luces del día clarearon vio que estaba rodeado de plantas de kaf. La Abominación le había enseñado los secretos de la planta. Tomó una ramita y la mordisqueó. El jugo estaba amargo, pero al instante sintió que un nuevo vigor le recorría las venas. Se levantó, sin sentir los pies lastimados por su larga peregrinación, y recorrió las estancias vacías y derruidas del antiguo santuario.

El Trono de los Arcos era un castillo circular en medio del desierto habitado por los vientos arenosos, por las matas de kaf y por las serpientes. En aquel lugar remoto había nacido Zaratustra, el profeta del mazdeísmo. Cosroes se limitó a rodear la colina con una muralla y a construir en su interior un santuario donde se adoraba el fuego sagrado de la religión irania. En tiempos de la Abominación aquel recinto recibía caravanas y devotos de todas las partes del mundo deseosos de participar en los ritos fecundantes de la tierra. Cuando Cosroes conquistó Jerusalén, en el año 614, se apoderó de los objetos sagrados del Templo y del Santo Sepulcro, entre ellos la Vera Cruz de Cristo, y los depositó en el Trono de los Arcos. Pero en el 629 Heraclio, el emperador de Bizancio, invadió Persia, destruyó el Trono de los Arcos y rescató las sagradas reliquias.

Asmodeo de Sinán penetró en la sala sagrada, ahora colmada de escombros y arena. Contempló las bóvedas cubiertas de mosaicos azules que se prolongaban por los muros en forma de plantas verdes y llamas rojas. Se sentó en una piedra, sacó el envoltorio donde llevaba las piedras dragontías y se dispuso a realizar el antiguo rito que renovaba el fuego.

El viento simón cesó y el sol, que ya remontaba su diario camino, se tiñó de rojo a causa de las nubes de arena. Difundía una claridad anaranjada que daba a los objetos un aspecto espectral. Asmodeo presintió una presencia extraña y se sobresaltó al encontrar, a pocos pasos de él, a Cantacuzanos, el mago que un día fue su camarada.

—Jorge de Cantacuzanos, ¿qué haces tan lejos de la púrpura y del boato del Papa? —lo saludó sin cordialidad alguna.

—Asmodeo, sirviente del demonio y de la Abominación —respondió secamente el mago—. ¿Hasta cuándo perseverarás en el mal?

—¿Te crees en posesión de la verdad y del bien? —le replicó Asmodeo—. ¿Crees que sigues el recto camino solamente porque la maligna Roma ha depositado en tus manos el poder usurpado a la vieja religión? No eres más que un esclavo al servicio de la inmundicia de los poderosos.

Cantacuzanos dio un paso adelante y se puso la mano en el pecho.

—Soy un buscador de la luz, lo que eras tú antes de pervertirte.

—¿La luz? —replicó sarcástico Asmodeo—. ¿Qué luz, ciego? La luz está en la Abominación y tú y los tuyos vivís en medio de las tinieblas.

Ashtoreth es otro nombre del demonio.

—Sentémonos como en otro tiempo y el que convenza al otro tenga su bendición —propuso Asmodeo.

—No quiero escucharte —se negó Cantacuzanos—, lo único que tienes son silogismos del mal. Eres un saco de perdición.

—¿No has visto, acaso, la imagen del dios dual, el hombre que es una mujer, la mujer que es un hombre?

—La he visto y la he rechazado.

—¿Buscas el secreto de Salomón? No comprendes que el sanctasanctórum del Templo era la imagen de la caverna primitiva, la matriz de la diosa Ashtoreth.

—No existe tal diosa —replicó Cantacuzanos—. Sólo el culto al carnero macho que Dios permitió a nuestros primeros padres antes de la iluminación de su propia palabra.

—¡No te engañes! La Mesa de Salomón encierra los poderes de Ashtoreth: lo que vosotros despreciáis como Abominación es, en realidad, el camino de luz, la vía que reconciliará a la humanidad, lo que nos devolverá a la Edad de Oro, a la Arcadia.

—Ese veneno que destila tu boca es locura y abominación —dijo Cantacuzanos.

Asmodeo no se daba por vencido:

—Ashtoreth era la esposa de El, el dios masculino y su hija era Anath, la reina de los cielos, y su hijo He, el rey de los cielos. Con el tiempo El y He —los dos dioses masculinos, padre e hijo— se fundieron en un solo dios, Yaveh. Mientras que Asherah y Anath se transformaron en Shekinah o Matronit, la esposa de Yaveh.

—Tu boca profana el santuario —insistió Cantacuzanos.

—Mi boca habla la verdad y en el fondo de tu corazón alienta la duda, pero intentas apagar el rescoldo de la inteligencia para abrazar el credo de los fanáticos que envenenan el mundo. ¡Vuelve tus ojos a la libertad!

—¡No hay libertad fuera de Yaveh!

—¿No lo comprendes? —Asmodeo parecía desolado por el empecinamiento de su antiguo camarada—. El nombre de Yaveh, las cuatro consonantes hebreas representan a los cuatro miembros de la familia celestial: la Y representa al padre El; la H a la madre Asherah; la W al hijo He; la segunda H a la hija Anath.

Cantacuzanos sintió con pavor que la semilla de la duda germinaba en su pecho. Se arrepintió al instante de haber escuchado al esclavo de la Abominación y levantando su báculo lanzó sobre él un conjuro.

Al instante el viento simón regresó de las montañas y aventó al mago Asmodeo: lo arrebató como una mano poderosa e invisible y elevándolo sobre sus pies lo estrelló contra la alta bóveda de la sala de las ofrendas. Al golpe se desprendió una terrera de ladrillos y teselas. Asmodeo se levantó maltrecho en medio de la polvareda.

—¡Que sea como tú quieres, Cantacuzanos! —dijo y lo apuntó con su báculo, del que brotó una lengua de fuego que lo envolvió y lo consumió hasta las cenizas.

Asmodeo se acercó a la pira y removió las cenizas calientes con la punta del bastón.

—Lo siento viejo amigo —murmuró.

—¿Por qué lo sientes? —preguntó la voz del griego a su espalda.

¿Crees acaso que ese truco de magia puede hacerme daño? Yo domino los vientos y la combustión.

El mago se volvió. Allí estaba Cantacuzanos con aquella mirada febril que Asmodeo no había olvidado. Se sacudía la ceniza de su capa oscura y golpeaba las suelas de las botas contra el suelo para acabar de apagarlas.

Asmodeo lanzó otro hechizo, esta vez un conjuro geométrico, sin intervención del aire, una fórmula mágica capaz de reducir a una cárcel lineal a cualquier enemigo compuesto de sangre y vísceras.

Cantacuzanos se comprimió hasta reducirse a un plano ilusorio que visto de perfil era la nada y visto de frente conservaba la apariencia humana, sin relieve, como una lámina. Fue un instante. Después el plano se redujo a una línea, la línea a un punto, el punto se desvaneció en el aire.

—En esa región tendrás tiempo de meditar, Jorge —dijo Asmodeo de Sinán—, y espero por tu bien que regreses de ella libre y sensato.

—¿De verdad crees que tus trucos prevalecerán contra mi? —preguntó Cantacuzanos. Nuevamente había aparecido a la espalda del mago blanco, esta vez sonriente, y mostraba en su mano el envoltorio con las cinco piedras dragontías.

La sonrisa se borró del semblante del griego. Extendió su báculo y Asmodeo sintió un ardor vegetal que le recorría las venas, una abrasadora pesadez de plomo fundido en los miembros, una confusión invencible que le ofuscaba los sentidos y lo sumía en un sueño de muerte. Ensayó un contraconjuro, y después otro, al tiempo que se sumía en un sopor mineral. Aturdido se sentó en el suelo, pero los brazos se negaron a sostenerlo, se tendió exhausto y comprendió que el mago negro había conseguido poderes ancestrales contra los que nada podía. Reclinó la cabeza y se sumió en la nada.

Cantacuzanos contempló el cuerpo exánime de su antiguo amigo. Lo había derrotado, pero no podía matarlo porque el último recurso de la magia impedía ese desenlace. El poder de Asherah regresaba al servicio de la Abominación para que la victoria del bien no fuera completa.

Cantacuzanos convocó a los vientos, incluido el rebelde bóreas, y regresó a la nave Caminito de la Sardina rumbo a la isla Inquieta con el corazón roído por la duda. Aquellos arcanos en los que no se atrevía a penetrar… quizá Asmodeo había visto una luz que él no se aventuraba a mirar, quizá su antiguo amigo había comido la manzana del árbol prohibido y era libre mientras que él había aceptado su condición de esclavo y se sometía a un dios caprichoso y cruel que sembraba el dolor en el mundo y exigía la ciega sumisión de sus criaturas. La duda amarga le destilaba hiel en la garganta mientras a lomos del poder que aquel dios le otorgaba, cabalgaba sobre las olas del mar interior dejando tras de sí un rastro de espumas.