Las olas batían contra las rocas al pie de la torre Catalina, en la isla Inquieta. La torre era una construcción normanda, obra de un renegado irlandés, antiguo arquitecto de campanarios, que había levantado una aguja de piedra en tres cuerpos, decreciendo los muros por dentro, de manera que fuera flexible a los vientos y al mismo tiempo no más gruesa de lo necesario para albergar una escalera de caracol y nueve celdas superpuestas que se iban agrandando con la altura a medida que se ganaba espacio al grosor de los muros. En el noveno aposento, debajo de la terraza almenada, habían encerrado a Isbela de Merens. La semielfa pasaba las horas en la ventana, oteando el mar por donde esperaba que sus amigos vinieran a rescatarla, especialmente Guido de St. Bertevin, al que amaba.
Desde su alto observatorio, Isbela había estudiado el terreno, por si se le ofrecía alguna ocasión de fugarse. La isla parecía inexpugnable. Era solo una roca rodeada de acantilados, en medio del mar. El castillo ocupaba la parte más elevada, un recinto de siete torres, la más alta la Catalina, donde ella estaba presa, un patio de armas y algunas casas y almacenes. Delante del castillo había un prado redondo de doscientos pasos de diámetro, en el que pastaba un rebaño de ovejas, y al otro lado del prado, detrás del escarpe, un acantilado más bajo asomado a una pequeña ensenada en la que se guarecían las galeras del pirata Muley Osmán.
La semielfa había venido de nuevo a las manos del odioso sarraceno.
—Te he buscado por todas partes, registrando la tierra y los profundos mares —le había dicho Muley Osmán como bienvenida en tono más amable que reprobador—. Esta vez serás mía para siempre. Nadie podrá empañar nuestra felicidad.
Nuestra felicidad. El moro no desistía de su proyecto de tomarla en matrimonio. Quería a toda costa engendrar hijos rubios con una princesa de estirpe franca.
Pasaban los días y con ellos se acrecentaba la impaciencia y el desánimo de la muchacha. En tres ocasiones aparecieron velas en el horizonte y siempre resultaron ser navíos de Muley Osmán que buscaban cobijo en la ensenada de la isla o acudían a descargar el botín de sus rapiñas.
El cuarto día, Muley Osmán en persona visitó a la semielfa. Esta vez se hizo preceder por cuatro esclavas libias, una de ellas experta en maquillaje, que vistieron y adornaron a la cautiva hasta que su belleza natural resplandeció como una perla sobre un paño de terciopelo. Entonces llegó Muley Osmán, fatigado por la ascensión de tantos peldaños, enjugándose el sudor de la gruesa cerviz con un pañuelo de seda.
Su rostro ancho y barbudo se dilató en una sonrisa no enteramente cruel.
—Hacia años que no subía a esta torre —suspiró recuperando el resuello—. ¡Jodido palomar! —Miró a la muchacha con arrobo y añadió—: El palomar donde posa mi linda palomita.
Isbela se sentó en el hueco de la ventana, dispuesta a saltar al vacío si aquel patán intentaba propasarse. Él le adivinó las intenciones.
—No temas, mi bella prometida —le dijo, recorriendo con una mirada lasciva las gasas vaporosas que no conseguían ocultar las curvas de la muchacha—. No te haré daño. Te he perdonado tu chiquillada cuando escapaste de Acre con aquellos francos. Ahora estamos de nuevo juntos para no separarnos jamás. Dentro de tres días, cuando la luna llena resplandezca, nos casaremos. Mientras tanto, come muchos dulces, pues te prefiero un poco más gorda, que en las carnes de la mujer se refleja si el marido es pudiente y yo voy camino de ser más rico que el propio Saladino y que el sultán de Egipto. Te gustará nuestra boda.
Lanzó al aire una almendra garrapiñada que cazó con la boca y después bebió un largo trago de vino dulce directamente de la jarra de plata. Eructó suavemente.
—Te aconsejo que no pienses en escapar —añadió—. Esa ventana, como el resto del castillo, está protegida por un conjuro.
Para demostrarlo arrojó un pastelillo que se estrelló contra un obstáculo invisible y cayó, chafado, sobre el alféizar de la ventana.
—Ya lo ves. Ni siquiera tus amigos podrán rescatarte. Esta vez no. Esta vez nadie se interpondrá entre nosotros, nadie te impedirá que seas feliz a mi lado mientras me das una docena de robustos niños, rubios a ser posible.
—¡Nunca me casaré contigo! —gritó Isbela desesperada—. ¡Antes, la muerte!
Muley Osmán rió en sordina como si hubiese oído algo muy gracioso y arrimó su escabel al de ella. Isbela se pegó a la pared cuanto pudo para escapar del aliento fétido del pirata.
—Por ese lado no tienes que temer nada, paloma mía —susurró el turco—. El día de la boda vendrá la comadre Ismina de Túnez y te hará un conjuro de amor. Me amarás como no has amado nunca y sentirás tan violenta atracción por mis carnes que aquella noche me dejarás exhausto en el lecho.
Rió su propia gracia y palmeó el muslo de la muchacha con una mano grande y peluda.
—Ahora tendrás que perdonarme —se excusó, poniéndose de pie—. Estoy muy atareado atendiendo a los invitados y ocupándome de los detalles de la ceremonia.
Salió y las comadres que habían aguardado en la escalera mientras Muley Osmán visitaba a la novia, volvieron a entrar y despojaron a Isbela de sus vestidos ceremoniales dejándola con los vestidos cristianos con que la habían secuestrado.
Pasaron otros dos días. Isbela, desde su alta atalaya, contaba los navíos que entraban en la ensenada. Ya había más de cuarenta. Todos los piratas del Mediterráneo estaban invitados a su boda, así como representantes de Saladino, del sultán de Egipto, del bey de Sardacia y otra docena de banderas que la muchacha no supo identificar. Crecía su desesperación a medida que pasaban las horas. Prisionera en aquella alta torre, perpetuamente vigilada por un oreo sentado en el último peldaño al otro lado de la puerta, en medio de un mar incógnito en el que la magia maligna de Asmodeo de Sinán evitaba la entrada de navíos extraños, no veía ninguna posibilidad de rescate.
En el aposento inferior había una armería. Cuando la trajeron a la torre Isbela había visto, al pasar, las ballestas cuidadosamente alineadas en sus perchas, los arcos turcos, reforzados con láminas de cuerno y tendón en sus fundas de tafilete y los barriletes de flechas alineados alrededor de los muros. Si pudiera alcanzar uno de aquellos arcos, pensaba en sus largas horas de soledad, con aquella inagotable provisión de flechas, se haría fuerte en la torre y podría resistir durante algunos días a los hombres de Muley Osmán. Quizá así Lucas de Tarento tuviera tiempo de rescatarla, como en Acre.
Pero cuando regresaba de las ensoñaciones y ponía de nuevo los pies en la tierra se enfrentaba a la amarga certeza de que Lucas de Tarento ni siquiera conocía su paradero.
El día fijado para la boda amaneció con chirimías y músicas. La orquesta de viento y cuerda ensayaba al pie de la torre los monótonos gañidos característicos de la música oriental. En la explanada, entre el puerto y el castillo, se levantaban tiendas de campaña y carpas para albergar a los invitados. Habría juegos, músicas, danzas y hasta un torneo a la moda de los cristianos con enfrentamiento fingido de los más esforzados guerreros de Muley Osmán. El cielo estaba azul; el sol lucía radiante. La jornada prometía ser memorable.
Entonces ocurrió. Un viento gris se levantó por el este y arrastró unas nubecillas blancas a tal velocidad que todo el mundo abandonó sus quehaceres para contemplarlas porque nadie recordaba haber visto cosa igual. Las nubecillas cruzaron el cielo y se congregaron sobre la isla, deshiladas como briznas de algodón.
—Es el palio que provee el mago Asmodeo al que he invitado a la ceremonia —declaró Muley Osmán—. Ahora despreocupaos y volved a vuestras tareas —ordenó a los criados que le habían avisado del portento:
Detrás de las nubecillas vinieron otras, oscuras, aborregadas, que se congregaron encima de la isla hasta ocultar el sol, como si un retazo de invierno se hubiera instalado sobre aquel islote fantasma mientras la primavera sonreía luminosa en el mar del entorno.
Muley Osmán, vestido con las galas de novio, con la barba perfumada con aceite de nardos, se asomó a la ventana de su alcoba con el ceño fruncido. Aquello no parecía obra de Asmodeo de Sinán. Asmodeo era el maestro del mar. Aquello parecía más bien propio del maldito mago del Papa, el clérigo Cantacuzanos, cuyos conjuros dominaban el aire y el fuego.
—¡Alí! —gritó a su mayordomo—. ¡Quítame estas plumas mariconiles y ponme la cota de malla, porque me parece que vamos a tener el día movido antes de la boda!
Confirmando sus sospechas, una galera apareció por el lado de Italia con las tres velas triangulares tan henchidas de viento que más que navegar diríase que volaba por encima de las olas.
Muley Osmán lo reconoció al instante.
—La Pajarita Impertinente, la galera aduanera de Venecia. ¡Los cristianos nos han descubierto! ¡Tocad a rebato y que todo el mundo se prepare para la batalla!
—Pero, señor, en la explanada de los alardes no se puede, ni caminar, con tanta tienda —objetó el mayordomo—. Recordad: la boda.
—¡A la mierda la boda! —se expresó el pirata—. Ya me cepillaré a esa lechugina franca sin tanta ceremonia cuando termine esto. ¡Ahora todos a las armas, que nos atacan!