—¿Dónde demonios te metes? —riñó Lucas de Tarento a su escudero.
Pedro el Raposo había visitado la sinagoga. Llegó a ella por casualidad, cruzando canales. Obedeciendo a un impulso inexplicable empujó la puerta y se sentó en la penumbra, en uno de los bancos postreros. Así estuvo toda la tarde, la mirada en la lamparita del nicho donde se guardaban las Escrituras. Luego se levantó y regresó junto a sus compañeros.
—He estado por ahí —dijo el escudero—. ¿Había algo que hacer? Caras serias. No estaba el horno para bollos.
—¡Nos la escamotearon delante de nuestras propias narices! —se lamentó Guido al tiempo que golpeaba la pared con el puño dejando señalados los nudillos en el estuco—. ¡Nunca me lo perdonaré!
Estaban en la sala baja de la nunciatura papal, abatidos por la pérdida de Isbela.
Cantacuzanos, hosco, guardaba concentrado silencio. Había otro problema que sólo él conocía. Después de llegar al palazzo había examinado cuidadosamente las piedras de San Todaro y, tras someterlas a ciertos conjuros, había llegado a la conclusión de que eran falsas. Los habían timado. No sabía si atribuir el fraude a una artera maniobra de los venecianos, que eran muy capaces de ello, o, simplemente, al hecho de que las piedras que los venecianos creían legítimas no lo eran y alguien, en algún momento de su historia, las había sustituido por estas, meras imitaciones desprovistas de valor.
Cualquiera de las dos posibilidades significaba lo mismo: no tenían las piedras. ¿Dónde las buscarían ahora? Y para colmo, cuando se disponía a comunicar el caso a sus compañeros, llegaron Guido y su semiorco con la noticia del rapto de Isbela. Todo iba de mal en peor. Presentía que una magia superior a la suya estaba auxiliando a la Abominación. No podía explicarse de otro modo aquella concatenación de desgracias. ¿Quién de la parte oscura podía ejercer una magia tan poderosa para la Abominación?
Cantacuzanos no conocía a todos los magos, pero sí a bastantes, y todo aquel asunto lo llevaba a sospechar de uno en concreto: Asmodeo de Sinán.
Mientras el clérigo se abismaba en sus pensamientos, Lucas de Tarento meditaba sobre el rapto de Isbela.
—Estamos en Venecia —dijo—, la ciudad de los delatores y de los espías. Quizá el nuncio Pisani nos pueda llevar ante el jefe de la hermandad de maleantes y rescatemos a la muchacha, si es que sigue viva.