A Sven no le convenía callejear mucho por la ciudad donde las patrullas de schiavoni buscaban a un tipo rubio y fornido que había asesinado a la esposa del secretario Querini. Contempló el muelle de san Giacomo, en el Canale della Giudecca, frente al promontorio oscuro de la isla de san Giorgio Maiore. Allí solía haber contrabandistas y barqueros que, por una tarifa aceptable, se olvidaban de preguntar si las mercancías o los pasajeros habían pasado por el registro de la Serenísima.
En la oscuridad oscilaban las barcas oscuras golpeando de vez en cuando las piedras del embarcadero.
Un barquero se había tendido en un fardo de velas y contemplaba el firmamento, con las manos detrás del cuello.
—Necesito una barca —le dijo Sven.
El hombre enarcó una ceja. ¿Enviaba a paseo al inoportuno forastero o aceptaba el trabajo?
—¿Cuánto y a dónde? —inquirió.
—A Terraferma. Un ducado de oro.
—Dos ducados.
—Está bien.
El equipaje era una muchacha amordazada y atada como un fardo. El barquero la miró con indiferencia cuando el caballero rubio la llevó en brazos y la depositó en el fondo maloliente de la embarcación. A él sólo le interesaban los dos ducados. Desatracaron y la barca diestramente guiada se dirigió a la cinta oscura que algunas distantes luces de las casas de campo señalaban como Terraferma.
Estaban en el centro de la lengua de mar, a mitad de camino cuando Sven le ordenó al barquero.
—Arma la vela.
—¿La vela, señor? No es necesaria y podría atraer a los corchetes de aduanas. Cuando se despliega se ve desde muy lejos.
No te preocupes por eso. Arma la vela. El barquero se resistió.
—Señor, ya he visto que lleva a una muchacha secuestrada. ¿Usted sabe el castigo por ese delito? Nos colgarán a los dos por el cuello en el campo del Carmini.
—Le tienes apego a la vida, ¿eh?
El barquero se alarmó. ¿Había subido en su barca a un loco o a un enamorado desesperado? Guardó silencio mientras meditaba. Si conseguía reducirlo y liberar a la muchacha podría cobrar alguna recompensa de la Serenísima, o incluso de la familia de la muchacha. Los vestidos de la secuestrada parecían buenos. Y la muchacha tenía el cabello claro. Era muy posible que perteneciera a una buena familia, quizá a los Pisani o a los Cornaro. Devolverla sana y salva después de matar al secuestrador podía suponerle una buena bolsa de ducados, quizá un empleo estable en las cocinas de una gran familia. Abandonaría aquella vida de miseria, los dolores de lomos de remar todo el día, de apalear fango por un mísero sueldo.
—Voy a levantar la vela —dijo—, pero tendrá que ayudarme, señor. El barquero abandonó los remos y se dirigió al centro de su embarcación para izar el mástil. Sven se dispuso a ayudarle.
—¿Me alcanza ese palo, señor?
Sven le dio la espalda. El barquero empuñó un cuchillo cachicuerno e intentó apuñalarlo.
No contó con el sexto sentido del guerrero. Sven había olfateado el miedo o lo había percibido en algún menudo matiz de la voz. Detuvo la puñalada interponiendo el brazo y estrelló su puño en el costillar del agresor. Después, mientras el barquero pugnaba por tomar aire, le aprisionó la cabeza con ambas manos y se la giró bruscamente. Crujieron las vértebras y el barquero se desplomó, cadáver. Sven lo arrojó al mar.
Isbela había asistido a la escena con los ojos desencajados.
—Tranquilízate —le dijo Sven.
La muchacha vio como su secuestrador izaba la vela y afirmaba el rumbo antes de sacar de su bolsa de costado una cajita de pasta vítrea, de las que las damas venecianas usan en el tocador. La cajita contenía el viento boreal, que Asmodeo le había entregado:
«Él solo te llevará a la isla Inquieta», había añadido.
La Isla Inquieta. En el Mar Tenebroso, más allá de los confines de Portugal y de Inglaterra había islas vivas. Algunas, aunque tuvieran arboleda y playas, sólo eran los lomos de enormes criaturas marinas que flotaban en el mar a la deriva de las grandes corrientes. Otras eran islas flotantes de piedra y vegetal, sujetas a magia. Muley Osmán, el corsario, había conseguido de los magos hiperbóreos una isla menor, la isla Inquieta, y la había trasladado al Mediterráneo. De este modo podía contar con una base y un refugio incluso ante las mismas narices del papa o de la Serenísima.
El viento boreal, contento de verse liberado después de muchos años de cautividad, se extendió por la bahía e hizo girar, con un sonido lastimero, las veletas mal engrasadas de la iglesia María Gloriosa del Frari antes de regresar al mar e hinchar la vela de la barca de Sven.
—¿Sabes adónde nos dirigimos? —lo interpeló el guerrero mientras se apartaba un mechón rebelde de la cara.
Una racha de viento lo despeinó nuevamente. Era el modo en que bóreas asentía.
—Pues llévanos.
Y el viento produjo un torbellino de agua, una especie de caracola húmeda, que se desplazó hacia el sur a velocidad de vértigo y arrastró la embarcación hasta una playa de fina arena blanca bajo un cielo rojo intenso en el que no brillaba sol alguno. Tampoco había olas. Era como si estuvieran en el centro de un estanque tranquilo, aunque soplaba una suave y refrescante brisa otoñal.
—La isla Inquieta —reconoció Sven.
Saltó a tierra y empujó la barca hasta vararla en la playa luminosa. La playa terminaba en unas rocas detrás de las cuales crecía feraz la arboleda, grandes pinos, acacias, palmeras y un sotobosque de espesos helechos. Entre dos rocas un guerrero moreno espiaba la llegada de la embarcación y cuando se cercioró de que sólo eran un hombre y una mujer se llevó un cuerno a los labios y emitió un largo y ronco trompetazo.