Dos fornidos vikingos acompañaron a Grontal hasta el valle de la isla de Oland, donde el gigante Antulfas habitaba. La isla, a pesar de ser montuosa, estaba recorrida por anchas navas en las que crecía espesa y mullida la hierba, pero su suelo rocoso carecía de la profundidad necesaria para que arraigaran árboles de cierto porte. Sólo había arbustos que crecían entre las rocas al resguardo de los vientos dominantes.
Caminaron durante toda la mañana, con un breve descanso para reponer fuerzas, hasta que llegaron a una llanada alta sobre un cerrillo a la vista de una cordillera gris en la que se abría, como un enorme bostezo, la caverna de Antulfas.
—Allí es donde vive la criatura —señaló uno de los vikingos—. De aquí no pasamos. Ea, adiós.
Y antes de que Grontal pudiera reaccionar, le dieron la espalda y comenzaron a desandar el camino con tantas prisas que parecía que huían.
Grontal se vio solo, con un barril de agua y su hacha inseparable. En la mochila llevaba carne seca y pan para dos días. ¿Qué hacer? No podía moverse de allí porque él solo no podía cargar con el tonel y Cantacuzanos le había advertido que cuando el gigante llegara sobre él debía golpear el barril con su hacha. Seguramente había un hechizo del mago que dependía de la rotura del recipiente. Grontal no se cuestionaba los hechizos de los humanos. La experiencia le había enseñado que por absurdos que sean dan resultado si los prepara un mago experimentado.
Se sentó a esperar al gigante.
No se estaba mal allí. La hierba era mullida, lucía un sol radiante que calentaba la tierra y contrarrestaba la fría brisa del norte. Pájaros de varias plumas cruzaban el cielo azul y hasta se posaban en los arbustos que coronaban el cerro para deleitar con sus trinos al insólito visitante. Grontal se quedó dormido y cuando el frío lo despertó, por que una sombra se había abatido sobre él tapándole el sol, se encontró debajo del gigante Antulfas que se erguía sobre él como una torre y lo observaba con cierta curiosidad desde su altura.
El gigante mediría unos veinte metros, quizá más. Vestía unos zaragüelles moriscos hasta las rodillas y una zamarra hecha con las pieles de un numeroso rebaño de ovejas. La enorme cabeza se tocaba con un gorro de lienzo confeccionado con las velas de una nave hanseática que perdió el rumbo y encalló en la isla. Las sandalias eran tales que en cualquiera de ellas hubieran cabido, sin estrecheces, Grontal y un primo suyo.
El gigante se había inclinado ligeramente y observaba a la pequeña criatura con más curiosidad que hostilidad, o eso le pareció a Grontal.
—¿Quién eres y qué haces en mi isla? —le preguntó con una voz que resonó como un trueno hasta los farallones de la cordillera y que el eco devolvió pausada y solemne.
—Me llamo Grontal —respondió el enano incorporándose despacio. El hacha seguía donde la dejó, sobre el tonel, a dos pasos de distancia—. Soy enano del clan de los Norm que tienen su morada en los bosques de Ulka, en la Selva Encontrada. Mi madre se murió y me enrolé de minador en el ejército del emperador Barbarroja que iba a las Cruzadas.
—¿Todavía siguen con las Cruzadas? —se extrañó el gigante con su trueno de voz—. ¡Menuda tozudez! Esos borricos de los condes y los reyes haciéndole la olla gorda a los mercaderes italianos. Y los sarracenos a pelearse entre ellos, que es lo suyo.
A Grontal le extrañó que el gigante, en su aislamiento, estuviese enterado de la política internacional.
—Veo que estás informado.
—¡A ver! De vez en cuando se deja caer por aquí un humano, sobre todo en invierno, cuando los barcos naufragan cerca de la costa y siempre sobrevive alguno que me pone al tanto. Algunas veces he juntado hasta veinte humanos que me han proporcionado carne para todo el invierno.
—¿Te… te… los comes? —acertó a preguntar el enano. El gigante se encogió de hombros.
—Ya me dirás, si no, de donde saco yo las proteínas que necesita este corpachón mío en esta isla pelada. Hay algunas cabras, más listas que el diablo, y de vez en cuando cazo alguna, pero de todas formas necesito un suplemento de carne para mantenerme.
Sólo entonces descubrió Grontal que del bolso de costado del gigante asomaban las piernas de un hombre. Antulfas notó que el enano le miraba el bolso.
—Lo que llevo aquí son dos vikingos que he matado en el collado de ahí abajo. ¿Venían contigo acaso? Los pobretes desenvainaron la espada cuando me vieron. Desgraciados.
Grontal miró su hacha. Si andaba listo podría quizá empuñarla antes de que el gigante se le adelantara. Era evidente que, a pesar de su escasa chicha, Antulfas lo iba a apreciar más por su carne que por su conversación.
—Por cierto, se me ha olvidado preguntarte a qué has venido a mi isla, porque pinta de náufrago no tienes.
Grontal miró al gigante. No parecía persona que se dejara engañar fácilmente. Mejor irse derecho a la verdad y desarmarlo y ganarse su voluntad con la sinceridad de una criatura subterránea y selvática todavía no maleada con las intrigas y las mentiras de los hombres, así que echó mano del hacha y deshizo de un certero golpe el barril de agua que, al abrirse, dejó escapar su contenido. Antulfas con los pies mojados, palideció visiblemente.
—¡Ay, cuitado! ¡Por qué me he fiado de ti, que eres como los hombres, sólo que más pequeñito! —clamó el gigante al cielo con genuina compunción al tiempo que levantaba un pie, se arrancaba la sandalia y se llevaba a la planta callosa las manos presa de un gran dolor. Después bajó el pie, con un pisotón que conmocionó la tierra, y se despojó de la sandalia del otro para acariciarse la planta mojada y dolorida de la que se desprendían humeantes grumos de barro color carne. Así obró varias veces, aliviándose con el frotamiento, hasta que en una de ellas, perdió el equilibrio y cayó de espaldas conmocionando la tierra con el golpe. Aun así, sentado en el yerbazal, el gigante no cejaba en sus lamentos y se frotaba los pies alternativamente, despidiendo de ellos polvo y barro. Grontal, que había huido asustado al amparo de unas rocas, se sobrepuso al miedo y asomó la cabeza para ver qué pasaba con el gigante.
—¡Cuitado y ladrón! —le dijo Antulfas—. ¿Qué te he hecho yo para que me maltrates así? ¡Me has mojado los pies! Ahora tardaré meses en reponerme. ¿Es que no sabes lo que es un gigante con los pies de barro?
—Lo había oído, pero no sabía que se refiriera a ti. Un mago amigo mío me pidió que rompiera el barril cuando estuvieras cerca.
—¡Ay, ay, ay! —se lamentaba el gigante mientras gruesos torterones de piel se le desprendían de las plantas. Yo no iba a provocarte daño alguno, enano del demonio. Mi guerra particular es con los humanos, que en cuanto me ven quieren matarme.
—Lo siento —se excusó Grontal—. Yo venía con la idea de que tenía que matarte para conseguir la piedra Templada.
—¿La Templada? ¡Me cago en Satanás! Haber empezado por ahí. ¿Y para qué quieres la Templada, si puede saberse?
—Mis jefes la quieren por mandato del Papa de Roma, para cierto hechizo contra los sarracenos.
—¡Están jodidos tus jefes con los sarracenos! Los sarracenos le darán por el culo a la Cristiandad por los siglos de los siglos, si no al tiempo. Bueno, ahora me has derrotado y soy tu prisionero.
—¿Cómo que eres mi prisionero?
—Sí, en el código de honor de los gigantes se especifica que los duelos son a primera sangre o cuando el vencido toca el suelo con las posaderas, como es el caso.
—Pero este duelo no ha sido legal —objetó el enano—. Te he sorprendido a traición.
—En nuestro código no hay traición que valga. Cuando un gigante es tan gilipollas que se fía de un humano, de un enano, de un elfo, de un orco o de cualquier otra criatura menuda, y por lo tanto maligna, que lo único que acarrean son problemas, entonces merece lo que le pasa. Me has derrotado y estoy a tu disposición.
—Yo sólo quiero la piedra Templada. Dámela y quedarás en paz y libertad.
—¿De veras?
—Sí.
—Acompáñame a mi cueva.
La mojadura no había sido demasiado grave. En cuanto se le orearon y secaron al sol las doloridas plantas, Antulfas se puso en pie y se dirigió a su cueva dando cojetadas seguido de Grontal. La cueva era una caverna profunda, ocupada en parte por un gigantesco lecho de hierba seca y apelmazada donde el gigante dormía. Al fondo de la cueva había una oquedad natural y en ella, disimulada debajo de unas tablas, un cofre rescatado de algún naufragio en el que el gigante guardaba abalorios, espejos, astrolabios, puñales, jarros de peltre, collares, dados y toda suerte de quincalla. Antulfas vació sobre una manta el contenido del cofre y rebuscó entre los objetos hasta que encontró la piedra. No era mayor que un huevo de codorniz.
—Ahí la tienes, cógela: la Templada.
Grontal la contempló sobre la palma de su mano. Era rojiza, con leves motas azuladas en la superficie irregular.
—La Templada. ¿Puedes prestármela?
—Te la regalo. Ya estaba un poco harto de custodiarla. Es una grave responsabilidad, ¿sabes?, porque debes cuidar que no caiga jamás en manos del mal. De otro modo resucitará el dragón del que procede.
—¿Procede de un dragón?
—Todas las Doce Hermanas proceden de un dragón, por eso se llaman dragontías o piedras de dragón. Esta la tenía un nieto de Sigfrido que se extravió en la Montaña de la Nieve y murió congelado. El cadáver lo encontró otro gigante que un día vivió en esta isla, Briareo, que era muy famoso y mucho más alto que yo.
Olía mal, a muerte y podredumbre en la caverna de Antulfas, así que Grontal se despidió de él lo antes posible. Regresó a la playa, ya entrada la noche, y encontró a los vikingos del drakar deliberando sobre si convenía irse o quedarse, tras aceptar por unanimidad que más valía cenar un rancho frío que encender un fuego que pudiera atraer al gigante.
Zarparon inmediatamente y regresaron a la isla de Gotland.