Mientras el enano Grontal gozaba de las mieles del amor antes de enfrentarse a su incierto destino, a tres mil kilómetros de distancia, en Venecia, Lucas de Tarento no conseguía conciliar el sueño, la mirada perdida en los altos y elaborados artesonados de la nunciatura apostólica. El verano se resistía a despedirse y el día había sido caluroso, con el calor húmedo agobiante que caracteriza a la ciudad de las lagunas. Definitivamente desvelado, el antiguo templario se levantó y se acodó en la ventana. La luna en su cuarto creciente difundía una pálida luz sobre las aguas del gran canal surcadas por las sombras de silenciosas embarcaciones. En la orilla opuesta brillaban algunas luces amarillas en ventanas y puertas de tabernas y palacios.
Del canal ascendía una suave fetidez producto de la putrefacción fluvial, porque la retirada de la marea dejaba al aire el fango del fondo y los vertidos de las cloacas. Lucas, ensimismado en sus pensamientos, dio en pensar en otra noche, semanas atrás, en el palacio de la Salomera de Constantinopla, cuando lo visitó la Dama de la Rosa Azul. Desde entonces no había apartado de sus pensamientos la espectral visión, el bello fantasma. El guerrero no sabía descifrar la agradable congoja, si era un atisbo absurdo de amor o la simple conmoción del deseo carnal.
Aquella noche, Lucas de Tarento conoció una sensación nueva. No era el recuerdo de la Dama de la Rosa Azul asaltándolo como otras veces, sino algo más próximo. Era que, sin advertirlo apenas, el perfume de las extrañas flores del patio lejano había sustituido paulatinamente a la fetidez del canal. El caballero presintió la inminente presencia de la misteriosa dama y al volverse, sintiendo que no estaba solo, la encontró en el centro de su alcoba, enigmática y sonriente después de la prolongada ausencia.
—¡Señora! —murmuró.
Un golpe de viento abrió la ventana de par en par y apagó las velas. Afuera comenzó a descargar una tormenta. En la penumbra de la habitación la única luz era una leve fosforescencia que se desprendía, como un halo gaseoso, de los ojos de la Dama. Ella posó una mano de porcelana sobre la leve cicatriz de su cuello. El caballero Lucas, con una creciente opresión en el pecho, la observaba en silencio.
—Una vez tú y yo estuvimos en el acantilado, como ahora ¿no lo recuerdas? —dijo la dama en el dulce dialecto veneciano—. El viento furioso lo arrastraba todo a su paso. Subía el mar afilado, enojado, hambriento de sacrificios y todas las palabras fueron menos que nada, ni todo el amor del mundo… El abismo como una fiera hambrienta…
Era hermosa a la luz que ella misma desprendía, la luz que se adensaba en la habitación envolviendo con un halo mágico al caballero Lucas, a su espada sobre un sillón, a su cota de malla envuelta en la camisa, sobre la mesa, a los variados objetos que la estancia contenía.
La Dama hablaba moviendo apenas los labios, en un susurro que la soledad y el silencio acrecían y Lucas, quieto, aturdido, miraba fascinado aquellos labios tocados de un extraño carmín semejante a la sangre.
—Corrí desesperada a tu encuentro. Demasiado tarde. De pie, mirando al vacío, pensé en seguirte pero una fuerza misteriosa detuvo mi cuerpo inclinado. Tu destino es otro. De su cuello —dijo, rozando levemente el suyo— emanó luz azul, éter y aguamarina… —la dama guardó silencio un instante… y quedé de rodillas en la noche, el cabello azotado al viento, desnuda, la voz rota pronunciando tu nombre…
La túnica se deslizó lentamente hasta el suelo con un siseo de seda. Estaba desnuda y su cuerpo, hermoso hasta el dolor, brillaba con aquella extraña luz interior que se desbordaba por los ojos.
—Escuchad a vuestro corazón. El os guiará.
Desprendió de su cuello una cadena de la que pendía una aguamarina y la colocó alrededor del cuello de Lucas de Tarento sin dejar de mirarlo a los ojos.
—Su corazón es de éter —añadió—, y participa del alma del mundo y de su materia. Os acompañará.
Lucas sintió el reflejo del mar y del cielo, del agua corriente de las fuentes, del agua dormida de los lagos y de los arroyos, el azul de la flor, la palabra y la sabiduría.
Cesó la fosforescencia azul y la oscuridad se adueñó nuevamente de la estancia. La dama se adelantó unos pasos hasta situarse en el claro de la habitación donde la pálida luz lunar iluminaba sus rasgos.
—¡Señora! —Esta vez, cediendo a un impulso irrefrenable, Lucas de Tarento se adelantó hacia ella y extendió sus manos. Lo que encontró no fue un fantasma, sino un denso cuerpo desnudo de mujer, unas caderas firmes y redondeadas que acogieron su contacto con un leve estremecimiento. Ella se apretó contra él, hermosa y enigmática, y le ofreció los labios. Se fundieron en un beso prolongado.
Eso fue todo lo que el guerrero recordó cuando despertó a la mañana siguiente. Unos golpes en la puerta lo arrancaron del profundo sueño. Se levantó y descorrió el cerrojo. Era un viejo criado de la casa que le traía el batido de leche y vino dulce con el que los venecianos despertaban.
—¿Habéis dormido bien, sire? —preguntó el mayordomo.
—Creo que sí —respondió Lucas todavía conmocionado por la imagen de su sueño.
—Me alegro. Este aposento es el más noble de la casa, y lo reservamos para huéspedes de alcurnia, aunque algunos prefieren una estancia menos lujosa por miedo a la Dama Azul.
—¿La Dama Azul?
—Así llamaban a la duquesa de Selvo, sire, porque cultivaba rosas azules.
Lucas de Tarento se mostró muy interesado.
—La duquesa de Selvo vivió hace ahora cien años, sire. Era una mujer muy hermosa, a la veneciana, hermosa y alta, de erguidos andares, largo cuello, facciones armónicas, ojos de mirada penetrante, labios carnosos y firmes, barbilla voluntariosa, una mujer capaz de cautivar los corazones más templados. Entonces los venecianos éramos menos refinados que ahora, y menos ricos. La Dama Azul escandalizó a la sociedad de los canales porque usaba aguas perfumadas, porque protegía sus manos con unos finos guantes de seda ó de terciopelo, según la estación, se maquillaba con afeites traídos expresamente para ella de Alejandría y de Bizancio y comía con una etiqueta desconocida, pues usaba un tenedor de oro. Estas innovaciones que hoy son normales entre la alta sociedad de los canales, entonces nos alarmaban. Éramos bastante bárbaros. Los ciudadanos vieron con satisfacción como el cuerpo de la princesa empezó a pudrirse debido a los perfumes que usaba. Se llenó de llagas supurantes, blancas, fétidas, la lepra blanca. Los parientes y los criados huyeron de ella y murió abandonada de todos. Ahora dicen que su sombra vuelve a recorrer los salones y los corredores de este palacio.
—¡La lepra blanca! —Lucas de Tarento recordó que era una de las taras de la Abominación, pero se abstuvo de comentarlo.
El criado se inclinó y salió del aposento cerrando la puerta tras de sí.
Así que la misteriosa dama, o el espectro de la dama, la Dama de la Rosa Azul que se le había aparecido en Constantinopla, regresaba ahora en Venecia, ligada a una terrorífica historia.
«Quizá estemos en manos de la magia», pensó, pero se abstuvo de comunicar a sus compañeros las sospechas. ¿Había sido un sueño?
¿Había soñado con el contacto de sus manos en torno a las caderas de la Dama Azul?