CAPÍTULO XIX

Un secretario imperial, con su uniforme rojo con galones dorados y la paloma en el sombrero, aporreó solemnemente la puerta y solicitó acompañar a los huéspedes al palacio de Blanquernas, donde Isaac II el Magnífico, el Providente, el Rey de Reyes, el Dilucidador en persona se dignaría recibirlos.

Los viajeros aguardaban ya, vestidos con las galas que les habían prestado del ropero imperial. Una esclava maquilladora se había encerrado en un aposento alto con Isbela de Merens para adobarla a usanza bizantina.

—¿Tenéis sangre de los grandes? —le preguntó respetuosamente.

—Soy semielfa —respondió la muchacha sin disimular que esta circunstancia la enorgullecía. Mi bisabuela tuvo un sueño junto a la fuente de las Lilas, en Merens de Francia, y a los diez meses dio a luz un bebé dorado. Yo he perdido ya ese lustre de la piel.

No lo habéis perdido —dijo la mujer acariciándole el brazo bien torneado—. Sois muy hermosa.

Isbela sintió un ligero repeluco.

—Pero la hermosura es un don de Dios que tenemos la obligación de conservar e incluso de acrecentar —continuó la esclava—. Dejadme que os ayude.

Isbela era una sencilla muchacha de la provincia francesa. Era hermosa, pero ignoraba las artes del maquillaje, aunque más de una vez, en su corta estancia en Tierra Santa, había envidiado a las mujeres que conocían los secretos de la alheña con la que se teñían el pelo y las palmas de las manos, o se tatuaban motivos geométricos en los brazos y, según se decía, en otros lugares más íntimos. Por lo demás nunca se había afeitado el monte de Venus, que tenía poblado de una pelusilla color azafrán.

La esclava la sentó en el banco de piedra de la ventana, donde daba la luz de la creciente mañana, y colocó en su regazo la caja de palosanto con los trebejos de su oficio. Primero le dibujó unos rabitos en el lagrimal, para realzar la belleza de los ojos elfos almendrados, y le oscureció ligeramente el párpado, lo que destacaría el intenso azul con reflejos verdosos de las pupilas elfas. Finalmente le aplicó polvos de talco en la cara y colorete, lo que realzaba su hermosura sin despojarla del todo de su hálito de virginal inocencia. Lo último fue peinarla con un elaborado tocado alto que descubría el alto y fino cuello y las morbideces de la cerviz, con su pelusilla oscura sobre la piel de nácar. El resultado fue magnífico. Cuando Isbela compareció en la sala común, a sus compañeros les costó trabajo reconocerla.

—Con razón Muley Osmán no puede olvidarte —le dijo Lucas de Tarento.

Cantacuzanos evitó mirarla, fuera por modestia clerical, fuera porque todavía no estaba de acuerdo con que una mujer acompañara a la expedición que buscaba la sagrada reliquia. «Y además —pensó con disgusto—, se nos ha añadido un orco. ¡Ojalá Dios no lo tenga en cuenta!».

Aquella beldad descubierta terminó por alborotar el sensible corazón de Guido de St. Bertevin.

—Yo también os encuentro a vosotros magníficos —dijo Isbela sonrojándose.

Y lo estaban, ataviados con las galas del ropero imperial. El único que conservaba su aspecto acostumbrado era Cantacuzanos, vestido con severa sotana negra y tocado con un bonete que sólo le dejaba al descubierto el rostro con la barba gris limpia y recortada y los ojos oscuros e inquisitivos.

Algunos extremos de la indumentaria cortesana no dejaron de sorprender a los viajeros. Ante el emperador de Bizancio se comparece calzado de fino tafilete, casi descalzo, pues en su presencia están prohibidos los tacones, las suelas gruesas, y no digamos los coturnos de corcho. Al parecer este uso se incorporó a la abultada reglamentación de la corte en tiempos de los Commenos, que era bajitos y usaban calzas y peluca moñeada. La peluca la rechazaron sus sucesores, pero no así los coturnos. Por eso otra manera de referirse a la Majestad imperial es «el coturno dorado». Los viajeros se habían vestido con túnicas de lino crudo a las que estaba permitido añadir las joyas y abalorios que cada cual tuviera. La cabeza había de llevarse descubierta, pero la gorra de terciopelo figuraba en la mano con su tocado más o menos llamativo. Las plumas de ave están prohibidas, pero en su lugar se puede componer un adorno de hojas o flores.

En la calle principal, la avenida imperial, los aguardaba una carroza roja de seis ruedas tirada por dos percherones blancos. El secretario se puso al pescante. El cochero, un tracio breve, con las botas altas y tatuajes en el cogote que denotaban su nación, arreó las caballerías. La vieja carroza crujió de sus coyunturas y comenzó a rodar escoltada por cuatro caballeros con la librea del emperador.

Por espacio de un kilómetro, o poco más, recorrieron la avenida franqueada de columnas que une el foro de Constantino con el de Teodosio, y siguieron por la avenida de los palacios, a cual más espectacular, todos con galería alta de arcos de formas exquisitas. Cantacuzanos, más locuaz que de costumbre, señalaba las residencias de la nobleza y mencionaba los linajes de cada cual que se remontaban a los tiempos heroicos de Grecia. A partir de la iglesia de san Poliecto la edificación se empobrecía y menudeaban los palacios cerrados, precisados de pintura y con trazas de ruina.

—Estos son los palacios de mercaderes de la ciudad, arruinados por la competencia italiana. Ahora son corrales de vecinos.

El cochero torció a la derecha y tomó un camino secundario por donde terminaban las edificaciones y se extendían los campos de cultivo y los pastos. A un lado y a otro se adivinaban ruinas de barrios desaparecidos cuando la ciudad era más grande. Pasaron bajo el gran acueducto de doble arcada que llevaba el agua a la cisterna de Teodosio, en la ciudad vieja, y penetraron en el barrio del monasterio del Cristo Pantocrátor.

Mientras los otros estaban pendientes de la calle, de los jardines que asomaban por encima de los muros y de las celosías pobladas de ojos invisibles, Cantacuzanos y el caballero Lucas conversaban reservadamente, desentendidos del resto.

—El emperador es una especie de autómata —explicaba el clérigo—. Cada acto de su vida, incluso los más nimios como sonarse las narices o escupir, está minuciosamente reglamentado por la etiqueta. Es un preso en una cárcel de oro, vanas ceremonias y fiestas religiosas y civiles para cada día del año mientras las fronteras ceden ante los bárbaros como un muro de tierra carcomido por una riada. Todas las mañanas, el emperador recorre las habitaciones de palacio seguido de su corte en solemne procesión, en lugar de sentarse con el senado a discurrir los problemas de las fronteras. Cuanto más débil es Bizancio, más refuerzan ese distanciamiento regio, que en el fondo sólo oculta nuestra debilidad. El ejército está en manos de mercenarios alistados en todos los lugares del mundo; la economía la dirigen los venecianos y las repúblicas italianas. Vivimos en la opulencia, pero llevamos mucho tiempo tapando grietas. Cada vez somos más débiles.

Pasaron ante la iglesia de Cristo Pantepoptes y dejaron atrás la cisterna Aspar. Al otro lado de los trigales y de los allozares se veía la línea rojiza de las murallas de Teodosio, el triple recinto de muros inexpugnables que guardaba la ciudad y sus campos.

—Son impresionantes —comentó Lucas—. Ni Roma, ni Jerusalén, ni Acre disponen de unas murallas semejantes.

—Sin embargo, algún día la ciudad caerá en manos de los bárbaros. ¡Que Dios se apiade de ella! —dijo Cantacuzanos en tono lúgubre mientras se persignaba a la manera griega.

Ya no hablaron más hasta que llegaron a la plaza de los Lirios, una amplia explanada intramuros con el suelo de mármol rojo, excepto los caminos de pedernal de los coches y las caballerías herradas. El cochero tiró de las riendas y detuvo el carruaje cerca de la puerta.

Al otro lado de la explanada había una muralla guarnecida de altos torreones.

—Blanquernas —anunció el clérigo—. Detrás de esos muros están los palacios del basileo y el santuario de la Virgen.

Un funcionario palatino los estaba aguardando. Al otro lado de la muralla reinaba gran animación: guardias vestidos de rojo, carrozas doradas o plateadas y un trajín de servidores y cocheros atendiendo a los caballos de los visitantes. El palacio real tenía dos torres y una fachada triangular en medio. Estaba alicatado de placas de mármol de diversos colores que formaban dibujos geométricos. En el segundo cuerpo había una serie de arcos de dovelas alternantes de mármol rojo y blanco de los que pendían alegres banderas y colchas en torno a un rico tapiz que representaba a la Virgen como trono de majestad. Guido de St. Bertevin, que no había visto jamás tamaña magnificencia, tomó distraídamente la mano de Isbela, pero ella se la soltó al instante y se puso colorada como la grana. El muchacho murmuró una excusa y observó con el rabillo del ojo si alguien lo había advertido. Detrás de él, Pedro el Raposo sonreía.

Después de entregar las credenciales, un chambelán bajito y calvo, vestido de rojo, que portaba en la mano un bastón ceremonial más alto que él, los introdujo en un patio interior adornado magníficamente con mármoles de colores que formaban diseños geométricos y mosaicos bajo los antepechos de las ventanas que representaban escenas bíblicas.

Seis fornidos negros guardaban la puerta del fondo, que comunicaba con el salón del trono, cada cual con su librea, los nervudos muslos al aire, con el sexo protegido por una coca de bronce en forma de concha marina atada a la cintura con cintas azules. Las damas observaban a los invitados desde las galerías del patio y cuchicheaban entre risitas. Al avispado Cantacuzanos, que en sus tiempos metropolitanos había sido director espiritual de algunas señoras, no se le escapó que sus chácharas versaban principalmente sobre el contenido de las cocas de la guardia negra.

Los viajeros llegaron a la sala de las cien columnas o salón del trono, donde se agolpaba un gran gentío. Todos limpios y endomingados, con ropajes de vivos colores, a la moda bizantina, y diversas clases de birretes y tocados. El trono del basileo estaba en el centro, bajo un enorme baldaquino dorado, con adornos rojos, que cobijaba una alta cúpula revestida de oro. En torno al primer escalón del baldaquino posaban quince varegos de la guardia del basileo, altos como palmeras, rubios y con los ojos azules. El siguiente círculo, a prudente distancia de los varegos, lo constituían los altos dignatarios, dispuestos en el orden que la etiqueta señalaba, los más importantes más cerca del basileo. Cantacuzanos reconoció al logoteta de la Oreja de Oro, la mano derecha del rey de reyes, que controla la policía y los espías, tiene la obligación de enterarse de cuanto sucede en el imperio y fuera de él y recibe a los embajadores; al logoteta del tesoro público, con las insignias de su dignidad al cuello, una cadena y una llave de oro; al logoteta del Dromo, o árbitro de las carreras, que vela por los transportes y el comercio; al logoteta de los rebaños, administrador de la fortuna del basileo, cuya insignia es un esclavo nubio que lleva un carnero en brazos. Los balidos del carnero resonaban poderosos en la sala y de vez en cuando soltaba sobre el pavimento un viaje de cagarrutas indiferente a la solemnidad del acto. Dos esclavos nubios de túnica roja lo seguían, prevenidos con badil de plata y escoba de crin, para retirar los excrementos. El boticario de palacio buscaba un compuesto que estriñera al animal en vísperas de grandes ceremonias, pero aún no lo había hallado. Cantacuzanos reconoció también al Gran Doméstico, capitán general del ejército; al Gran Drongario, ministro de marina; y al enarca, o gobernador de Constantinopla.

Más alejados se veían hasta cien ancianos vestidos de blanco, los senadores, cada cual con el pectoral y los collares de sus rangos y las condecoraciones obtenidas en lejanas campañas por tierra y por mar. Algunos más ancianos tenían tantos que apenas podían acarrearlos y se hacían seguir por un esclavo, llamado la sombra, el crisóforos, que llevaba en su mandilón de terciopelo las condecoraciones del amo.

Había muchos otros cargos administrativos confundidos entre la nobleza de sangre y la nobleza del dinero: magistrados, patricios, protoespatario, espatarocandidato, espatario, y todos los demás.

Guido de Saint Bertevin prestaba poca atención a aquel esplendor. Estaba más pendiente de su amada Isbela y sentía celos de que tantos mancebos de risueño talle y seguramente de mejor linaje que el suyo palparan, con miradas táctiles, las redondeces de su amada. Algunos incluso alardeaban de secretas potencias llevándose a la nariz unas bolsitas de seda azul con rizomas de nenúfar que llevaban prendidas de un cordón en el pecho.

—En Constantinopla el nenúfar es antiafrodisíaco y tranquilizante —explicó Cantacuzanos—. Los pisaverdes de la corte lo llevan consigo no porque sean virtuosos, sino para demostrar que están siempre encalabrinados, como caballos de remonta, y que en las ocasiones solemnes tienen que refrenarse echando mano del remedio.

En la espera todas las miradas se concentraban en el basileo. Isaac II parecía cansado y enfermo. Era un joven, delgado y pálido, con profundas ojeras y la piel descolorida y amarillenta, como toda persona que va de médicos. La etiqueta de la corte le exigía que permaneciera inmóvil en su asiento de oro y marfil, elevado sobre la sala por nueve peldaños de pórfido, un trono tan espacioso que hubiesen cabido otros dos como él. A Isbela le pareció un joven atractivo y pensó si llevaría una camisa y de qué color debajo de aquel manto de pedrería que pesaba sobre sus hombros, más el añadida de la tiara y de las insignias imperiales. Después de mucho esperar, cuando les llegó el turno, el logoteta de la Oreja de Oro (que, efectivamente tenía la oreja derecha pintada con tintura dorada) condujo a los enviados del papa y del rey Ricardo ante el trono para que se postraran y tocaran el suelo con la frente, tal como exigía la norma. Cantacuzanos, por su condición clerical, estaba exento y sólo tuvo que arrodillarse y besar el Santo Prepucio de Cristo que le presentaba, dentro de un rico relicario, el logoteta de las Santas Reliquias. El Santo Prepucio era un curcuño de carne arrugada y amojamada dentro de una ampolla inserta en un cuadro de oro bellamente cincelado. Una piadosa leyenda sostenía que las dimensiones del cuadro —una cuarta y cuatro dedos de la mano de María de Magdala— eran las de la Sacratísima Erección. Los abades archimandritas estaban obligados a igualarla antes de ordenarse en el cargo porque, como había dicho el santo Focio, la iglesia oriental no quiere eunucos.

Delante del trono imperial, a uno y otro lado, había dos leones dorados articulados con ingenioso mecanismo para que rugieran al tiempo que meneaban la melena y la cola. El rugido del león, cuando accionaba un resorte el logoteta de la Oreja de Oro, marcaba inapelablemente el final de una audiencia. Rugieron los leones, se retiró el representante de los mercaderes del plomo tracios y le llegó el turno a nuestros viajeros que se adelantaron los quince pasos de rigor hasta situarse a siete brazas del primer peldaño dorado.

El basileo carraspeó suavemente tres veces, como está reglamentado, antes de dirigirse a los extranjeros.

—Nuestros hermanos, los reyes Felipe y Ricardo y el santo padre de Roma, nos han pedido que os favorezcamos mientras permanezcáis bajo el sublime techo imperial, lo que haremos con benevolencia y piedad —dijo repitiendo las fórmulas de bienvenida acostumbradas.

—Ponemos nuestras manos en las vuestras, dignísimo basileo y Rey de Reyes —respondió en griego Lucas de Tarento sin alzar la mirada.

Cantacuzanos notó, con disgusto, que Isaac II sonreía con benevolencia, una licencia que los antiguos emperadores jamás se hubieran permitido. Después de todo, pensó, no me estoy perdiendo tanto con haberme exiliado entre los bárbaros.

Después de la formula salutatoria, la etiqueta bizantina imponía que el basileo guardara silencio y cediera la palabra al logoteta de la Oreja de Oro, el cual, adelantándose hasta el primer peldaño, se puso delante del rostro un aro dorado, símbolo de que su boca era ahora la del Ángelo y a través de él preguntó.

—Tenemos entendido que peregrináis a Occidente en busca de una sagrada reliquia. ¿Puedo preguntaros de qué reliquia se trata? Ningún lugar de la tierra atesora tantas reliquias, salvados los Santos Lugares, como la sagrada Constantinopla. Quizá los sabios de la ciudad puedan orientaros en vuestra búsqueda.

—Señor de las Dos Tierras, el que apacienta los reyes del globo —dijo Lucas de Tarento, mencionando dos de los títulos más recónditos del basileo para que la corte viera que, aunque bárbaro, traía su lección aprendida—, la reliquia sagrada que buscamos no nos ha sido otorgado revelarla. Ni siquiera sabemos de qué se trata, solamente que por voluntad de Dios, si Él quiere, llegados al lugar se nos otorgará para bien de la Cristiandad. Hasta entonces solo conocemos vagamente el camino y sabemos que hemos de atravesar las Siete Puertas.

—¡Las Siete Puertas! —exclamó el del aro dorado—. ¿Por ventura se encuentra alguna en el imperio del Rey de Reyes?

—Sí, gran señor, una de ellas, cruzando el istmo de Tarento, en un lugar que llaman Delfos.

—Delfos —repitió el logoteta de la Oreja de Oro, esforzándose por disimular sus emociones—. En Delfos sólo hay una aldea miserable cuyos habitantes viven de las cabras y de unas olivas, pocas, aunque, eso sí, nada menos que de la variedad kalamata. El esplendor de los tiempos paganos ya pasó. Sólo quedan columnas abatidas entre las que crecen los jaramagos y las amapolas donde estuvieron los templos de la Abominación.

—Allí hemos de buscar nuestra puerta.

El logoteta miró al basileo y le mostró las palmas de las manos. Violentaba el protocolo que alguien se resistiera a admitir las razones del Rey de Reyes enunciadas por la boca de oro del logoteta, pero aquellos bárbaros seguramente lo ignoraban. En circunstancias normales el tratamiento debido hubiese sido la decapitación ante la Puerta Regia, pero quizá hubiera resultado un modo demasiado abrupto de corregir la ligereza de un embajador que representaba a los reyes y al papa.

El basileo salvó la situación. Alzó su palmeta y dijo:

—Sin duda estáis equivocados, pero será mejor que lo comprobéis por vosotros mismos. Mi logoteta del Dromo os facilitará los pasaportes necesarios y viajaréis bajo la protección del Pesebre Porfirogénito mientras os mantengáis en las tierras o en las aguas del imperio. Por lo demás, os daré una carta imperial para mi hermano el Papa. Rugieron los leones mecánicos en señal de que la audiencia había terminado. El introductor de embajadores se adelantó y los invitó a salir, lo que hicieron ordenadamente, sin dar la espalda al Magnífico, hasta que traspasaron el círculo de mármol carmesí que rodeaba el baldaquino, límite de la presencia imperial. En las escuelas de protocolo los embajadores ordinarios practicaban a este efecto quince pasos hacia delante cuando se marcha hacia el trono y veinte pasos hacia atrás cuando se retira uno del trono con la audiencia acabada.