Pedro el Raposo caminó durante un buen rato a la zaga de los expedicionarios y a la primera ocasión propicia se desvió en una encrucijada y desapareció. Volviendo sobre sus pasos, se emboscó en unas rocas altas que dominaban el sendero y se mantuvo al acecho. Quizá algunos orcos compañeros de los de la patrulla que exterminaron días atrás los estaban siguiendo hasta el lugar apropiado para tenderles una emboscada.
Una mariposa blanca, con manchas pardas en las alas, revoloteaba sobre la hierba seca sin encontrar flor alguna.
Al rato apareció una figura por el camino: un joven caballero, delgado y alto, que se protegía del sol con un enorme sombrero circular, como los de las segadoras en Auvernia. Cabalgaba sobre un alazán brioso, con la cota detrás de la montura, en su bolsa de cuero, y la espada filosa pendiendo del arzón. ¿Un joven capitán de cruzados? ¿Qué hacía allí, tan lejos de las posiciones cristianas? ¿Y por qué nos seguía? Podía ser un espía a sueldo de los turcos o un agente del Viejo de la Montaña.
El camino atravesaba una rambla seca en la que crecían potentes las adelfas con sus flores rojas y blancas. Pedro el Raposo acechó allí al solitario jinete, le salió por la espalda de improviso y tomándolo del cinturón que ceñía su túnica, lo descabalgó. El jinete saltó, casi antes de tocar el suelo, ágil como un gato y en un instante la espada filosa brillaba en su mano enguantada. Pedro el Raposo comprendió que estaba en apuros y empuñó la palanqueta terminada en pata de cabra. ¿Por qué no había atacado el caballero? ¿De haber tajado con la misma celeridad con que empuñó la espada, el escudero estaría ahora muerto? Sin embargo, el caballero, aunque le apuntaba el pecho con su espada persa, no parecía dispuesto a atacarlo.
—Pedro el Raposo, andas flojo de reflejos —le reprochó. Entonces reconoció la voz y la sonrisa.
—¡Isbela de Merens! —exclamó bajando la palanqueta—. ¿Qué demonios haces aquí? Este lugar es peligroso. Estamos en los dominios del Viejo de la Montaña.
Ella se encogió de hombros, volvió a su caballo y envainó nuevamente la espada.
—Quiero regresar a Ultramar por vía terrestre. Tengo entendido que os dirigís a Ultramar. Iré con vosotros.
—¿Es que no ves los días con sus noches, el sol y las estrellas? —replicó el antiguo ladrón—: Vamos hacia oriente, tanto como jamás ha llegado ningún cristiano desde los tiempos de Alejandro. Sé de alguien a quien no le va a gustar verte…
—Pues apresurémonos porque el cielo se está encapotando.
El Raposo comprobó que unas nubes negras y bajas cubrían el cielo y las cimas de las montañas apenas se distinguían ya.
Cerca de ellos estalló un trueno e inmediatamente una centella iluminó el firmamento.
—¿Una tormenta aquí, sobre este desierto? —preguntó incrédulo Cantacuzanos.
Las primeras gotas gruesas se estrellaron contra los guijarros manchándolos fugazmente antes de evaporarse. Comenzó a llover con tal fuerza que parecía que el cielo había abierto sus esclusas. Olía agradablemente a tierra mojada. Los hombres atrapados en medio del chaparrón abandonaron el camino y se arrimaron al escarpe del cerro donde un saledizo rocoso brindaba protección. Furiosos relámpagos iluminaban el cielo en rápida sucesión, como culebrillas de luz. Las chispas, al caer, crujían a pocos estados del suelo como si un cuerpo extraño las contuviera, a veces saltando vivas llamas que enseguida apagaba el aguacero.
Cantacuzanos, aferrado a su bordón, ceñudo, intentaba comprender. Rebuscaba casos en su memoria. Finalmente exhaló un suspiro y dijo como para sí:
—La confusión de los tiempos. Alguien ha activado el conjuro de la Sulamita.
—¿El Conjuro de la Sulamita? —gritó Lucas de Tarento dominando el fragor de la tormenta y del aguacero—. ¿De qué hablas, hombre de Dios? Quieres decir que esta tormenta la provoca un hechizo.
El conjuro de la Sulamita. El Viejo de la Montaña posee una de las doce piedras dragontías, la que perteneció a la Sulamita, engastada en un medallón de bronce forjado por los antiguos demonios que Salomón sometió con el poder de Dios. Se llama «de la Sulamita» en memoria de una sacerdotisa de los cultos infernales que, a causa de esa piedra, reveló sus secretos al rey sabio. Cuando alguien la maneja inadecuadamente, la piedra produce extraños conjuros y eso se manifiesta en la confusión de los lugares, diluvia sobre el desierto y el sol abrasador agosta los bosques y derrite las nieves de las regiones septentrionales. Nunca supuse que lo vería.
En esta y otras conversaciones gastaron el día mientras avanzaban penosamente por el desierto de riscos y zarzales secos. Por la noche descansaron en una cueva con trazas de aprisco, cerca de un manantial de aguas salobres. Pedro el Raposo ballesteó un hermoso conejo que asaron en una candelilla. A la mañana siguiente vieron venir de lejos a unos mercaderes sirios con camellos cargados de fardos y esclavos armados. El Viejo de la Montaña permitía que algunos mercaderes cruzaran sus valles a cambio de un veinte por ciento de las ganancias. De este modo se aseguraba el suministro de ciertos productos de los que sus dominios carecían y, al mismo tiempo, vendía sus excedentes de queso y dátiles. Lucas de Tarento salió al encuentro de los mercaderes haciéndose pasar por un caballero extraviado.
—Esta tierra es peligrosa, hermano.
—Ya he notado que es algo inhóspita. El mercader sacudió la cabeza. No me has entendido. Son dominios del Viejo de la Montaña, al que le molestan las visitas. Si no tienes buenos presentes con los que agasajarlo, te aconsejo que vuelvas sobre tus pasos. Además, en estos días los cristianos no sois especialmente bienvenidos allá: un renegado a sueldo de Saladino le ha birlado una joya que tenía en mucho aprecio: la piedra Fogosa.
—¿Un renegado de Saladino?
—Sí, un cristiano rubio que se presentó con un pez de cobre que el Bendito le había enviado a Saladino. Le ha robado el talismán y están rodando muchas cabezas, angelitos al cielo. Por lo pronto a los melados de la guardia les ordenó que se despeñaran hace cuatro días —hizo el signo de la reverencia llevándose la mano al corazón y a la boca—. Derechos al Paraíso: a estas horas ya estarán escocidos en sus partes de refocilarse con las huríes.
Lucas de Tarento no sabía como interpretar las palabras del mercader, si se trataba de un cínico o de un creyente. Se despidió:
—A la paz de Dios.
—Que Alá vaya contigo.
Antes de regresar a la cueva, aguardó a que los mercaderes abrevaran a sus camellos en la fuentecilla y desaparecieran.
—Cambio de planes —informó—. Un guerrero rubio se nos ha adelantado y le ha robado la piedra Fogosa al Viejo de la Montaña.
Cantacuzanos palideció.
—¿Es eso cierto?
—Eso cuentan los mercaderes.
—El que ha robado la piedra ¿para quién trabaja?
—No se sabe.
Cantacuzanos meditó un momento.
—Los que lo pueden descifrar están en Constantinopla.