Sven le Berg se quedó inmóvil bajo las pausadas estrellas. Los centinelas habían desaparecido y la plataforma rocosa estaba invadida de zarzas, sin trazas de castillo, sin parapetos ni almenas. Sven le Berg musitó su conjuro contra la brujería, y cerró los ojos un par de veces con la vana esperanza de restituir el mundo que había dejado antes de entrar en el aposento del Viejo de la Montaña, pero seguía sin aparecer. El medallón con la piedra, pensó. Se lo sacó de la cabeza y lo depositó en el suelo. Pronunció nuevamente el conjuro, pero cuando abrió los ojos el resultado era el mismo: el castillo del Viejo de la Montaña había desaparecido. Miró atrás y el aposento cuya puerta había forzado hacía unos instantes tampoco estaba. Solamente la plataforma de piedra con una roca más elevada en la que se apoyaba la tarima de hierro del Viejo.
Se asomó al escarpé de la alta roca: abajo, el río que vertía sus aguas en el lago seguía espejeando a la luz de la luna, pero la vegetación no se limitaba a sus riberas: se extendía, pujante, en oscuras masas de árboles, por los cerros y montañas adyacentes donde a la luz del día sólo había visto rocas peladas y barrancos pedregosos.
Sven le Berg rescató el medallón de bronce y se lo colocó en el pecho. Después descendió la empinada roca, lo que le llevó algún tiempo pues era difícil encontrar un buen apoyo para el pie entre la maraña de zarzas que crecía por doquier. Cuando le faltaban pocas brazas para llegar a la base escuchó a su caballo piafar alegremente, acercarse y escarbar con el casco potente sobre la tierra negra. No había camino, no había chozas, no había pabellones del amor desde los que los muhaidines pudieran atisbar el paraíso: solamente selva enmarañada, árboles espesos de muchas especies altas y bajas y el profundo olor de la naturaleza muerta bajo sus plantas, generaciones de hojas caídas en otoño y podridas por las lluvias, el humus en el que crecían toda clase de plantas antes de que la del hombre hollara aquellos parajes.
Sven le Berg montó su caballo y se abrió paso entre la maleza. Todas las personas que vio la víspera habían desaparecido. Sin embargo, el mundo era el mismo, aunque poblado de árboles silvestres, entre los que reconoció la higuera a cuya sombra había bebido de la clara fuente y la palmera samani, aunque ahora no era una palmera solitaria, sino una más en medio de un espeso bosque de palmeras. Dedujo que había regresado a la tierra antes de que los hombres llegaran a ella, cuando el bosque primigenio la señoreaba. Comenzó a comprender que el sentimiento de inefable paz que pugnaba por introducirse en su corazón podía provenir de aquella mudanza. Quizá antes de los tiempos de la Abominación no existía el rencor en los sentimientos de los hombres. Pero desde entonces habían ocurrido muchas cosas y él tenía motivos sobrados para cobijar su rencor.
El Viejo de la Montaña congregó a los hombres de su guardia. Anduvo entre ellos, les miro los ojos uno a uno sin decir palabra y luego ordenó.
—¡Devolvedme los turbantes melados!
Era señal de muerte. La guardia personal del Viejo de la Montaña se distinguía por llevar turbantes embadurnados con miel en los que se posaban las moscas que de este modo dejaban en paz al profeta. Eran nueve, escogidos entre los más forzudos y fanáticos después de suavizarles el examen de doctrina. Dejaron, pues, los nueve turbantes ennegrecidos de las moscas sobre el poyo desnudo de la estancia y miraron al Bendito aguardando la orden:
—La puerta del Paraíso —dijo el Viejo señalando el podio de piedra por donde la plataforma se asomaba al precipicio.
La Puerta del Paraíso, también conocida como «La Madre de las Costaladas», era un despeñadero de treinta brazas o más de caída que terminaba en una roca plana. Sonaron dos trompetas. En las huertas del valle, los trabajadores hicieron un alto en la faena para asistir a la ceremonia, muchos con su punto de envidia: «Ahí van los afortunados que dentro de un momento van a gozar de las huríes y las mesas abastecidas de hidromiel, de carne, de frutas, de almendras garrapiñadas». Los guardias se fueron arrojando al vacío uno detrás de otro, sin titubear. Volaban por el aire como muñecos, gritando jaculatorias religiosas, y se estrellaban con un sonido apagado, chaf, aumentando el charco de sangre, sesos y entrañas despanzurradas. Si alguno no moría inmediatamente y rebullía, acudía un muhaidin con una maza de pino, de las que se utilizan para clavar los postes campamentales, y lo remataba de un golpe en la sien derecha o en el occipucio, según la postura.
El último muhaidín del turbante melado era Mohamed Habibi, el egipcio. Cuando iba a saltar, el Viejo de la Montaña lo detuvo con un gesto y le preguntó:
—¿Tú viste el rostro del ladrón, el rubio que nos mandó Saladino?
—Lo vi, Bendito.
No morirás todavía. Toma las esparteñas coloradas, una talega de higos secos, un puñal bendito y un queso. Busca al rubio en Occidente, en tierra de cristianos. Barrunto que tomará ese camino. Lo matas, te matan y ganas el Paraíso.
—¡Oír es obedecer! —grito Habibi entusiasmado.