Desde que entraron en la tierra del Viejo de la Montaña, los viajeros avanzaron por caminos poco transitados, evitando las aldeas, las caravanas y los pastores.
Al atardecer del sexto día, el enano Grontal se alejó, como solía, para meditar bajo un pino que destacaba sobre un collado. Al regreso anunció:
—El castillo del Viejo de la Montaña está a dos jornadas de camino. Cantacuzanos le dirigió una mirada encendida, pero no dijo nada.
Quizá le molestaba que otro miembro de la expedición indagase por su cuenta. El experto en el Viejo de la Montaña era él.
—Tendremos que avanzar de noche y ocultarnos de día —determinó Lucas de Tarento.
Aquella noche alimentaron con cebada a los caballos para fortalecerlos y los dejaron de careo en un barranco angosto, mientras Pedro el Raposo vigilaba sobre una peña, en previsión de sorpresas. Sonó lejos el grito de la hiena y más cerca el vuelo apagado del búho. Guido cerró los ojos y apretó en la mano una higa de marfil. El alma del que mira los ojos de un búho vaga siete años antes de encontrar consuelo.
De noche se encaminaron al castillo en fila india y en silencio. Pedro el Raposo iba delante, a buena distancia, explorando el terreno. Llevaban dos horas de camino cuando volvió con malas noticias:
—Sire —le dijo a Lucas de Tarento— hay un puesto de vigilancia en aquellas peñas.
—Si vendamos los cascos de los caballos, ¿podremos pasar sin que nos oigan? —inquirió el caballero.
—Lo dudo, sire. Hay un poco de luna y el camino está a la vista. Lucas de Tarento comprendió. Si los descubrían, las atalayas encenderían una luminaria de alarma que trasmitiría la noticia a la siguiente atalaya y esta a la siguiente, hasta el castillo más próximo.
Podían incluso comunicar el número de intrusos cubriendo la luz a intervalos con un escudo. —Si avanzáramos de día, podríamos buscar otra senda— dijo Grontal. Cantacuzanos llevaba todo el día taciturno, a veces retrasándose más de lo prudente con su mansa mula parda. Tosió para aclararse la voz y dijo:
—Quizá si me esperáis yo pueda hacer algo por remediar la situación.
—¿Vos, eminencia? —se extrañó Lucas.
—Con la ayuda de Dios.
En los días pasados, Cantacuzanos había meditado largamente sobre su cometido en aquella expedición. ¿Es lícito realizar actos reprobables si el fin perseguido redunda en la mayor gloria de Dios y de su Iglesia? En circunstancias normales quizá la magia, o cierta clase de magia, fuese maldita, pero ¿lo era también fuera del territorio de Cristo, en las tierras de los paganos? Por otra parte, ¿dónde estaba la delgada línea que separaba la magia diabólica de la divina, si las dos procedían de una misma fuente, cuando ángeles y demonios pertenecían al mismo linaje antes de la edad de la Abominación?
Cantacuzanos no se caracterizaba por su valor. En los momentos de peligro lo habían visto temblar, aferrarse a su báculo hasta que los nudillos se le ponían blancos. Toda su vida había vivido en monasterios e iglesias, entre libros. Se orientaba mal y no sabía caminar por el campo. Era evidente que estaba ofreciendo su magia, pero ¿cómo se iba a acercar a la atalaya a la distancia suficiente para lanzar un conjuro a los muhaidines que guardaban el paso?
—Id con Dios —dijo Lucas de Tarento.
La mirada del clérigo brilló extrañamente. Tenía los ojos orlados de profundas ojeras. Comenzó a caminar apoyado en el báculo y a medida que se alejaba parecía más ligero. Al final, cuando las tinieblas nocturnas se lo tragaron, se movía con gran agilidad.
A los dos muhaidines de la atalaya les pareció escuchar un sonido pétreo barranco abajo. Permanecieron un rato en silencio, expectantes, la mano en la yesca de las ahumadas, por si el sonido se confirmaba. Después decidieron que había sido una falsa alarma. Reanudaban la conversación, sobre los goces eternos del Paraíso, cuando un lobo gris enorme apareció al pie de la torrecilla y los contempló un momento con su mirada maligna. Uno de los muhaidines agarró el arco y estaba armándolo con una flecha de hierro cuando el lobo, de un salto portentoso, alcanzó el parapeto y se lanzó directamente sobre su yugular, desgarrándola con los fuertes colmillos. El otro muhaidín, aterrorizado, abandonó la lanza e intentó huir, pero rodó las pinas escaleras de la atalaya y se rompió el cuello contra el último peldaño.
Cantacuzanos regresó al campamento cojeando. —Podemos pasar— anunció con voz quebrada.
Lucas de Tarento lo miró en la oscuridad. No le pareció que estuviera herido. Quizá agotado del esfuerzo.
—En marcha —ordenó—. Cuando amanezca habremos atravesado el primer cinturón de atalayas y estaremos dentro del territorio del Viejo de la Montaña.
Apenas habían reanudado la marcha cuando Pedro el Raposo cabalgó hasta situarse al lado de su señor y le dijo, sin mirarlo:
—Nos siguen, sire.
—¿Quién nos sigue?
—No sé cuántos son —respondió el escudero—: quizá pocos. Sólo he visto brillar un acero. Están detrás de aquella colina.
—No se lo digas a nadie. Quédate atrás, disimúlate y observa quiénes son.
—Oír es obedecer.