Al descrestar la loma calcinada, Sven le Berg tiró de las riendas y se detuvo a contemplar la montaña que se alzaba ante él. Una antigua senda pedregosa discurría por el lomo calizo del peñasco pelado entre un muro pétreo casi vertical y un precipicio. Recordó una precisión geográfica escuchada en un fuego del campamento de Hattin: el Viejo de la Montaña vive en el fondo de una montaña inaccesible, con sólo un camino de acceso tan estrecho y escarpado que un solo hombre decidido podría defenderlo de todo un ejército.
Sven le Berg palmeó el pescuezo del caballo.
—Bien. Amigo Alain, ahora vamos a penetrar en la guarida del lobo y, si Satanás nos acompaña, todo nos saldrá a pedir de boca. Aflojó las riendas, apretó las rodillas y el obediente corcel prosiguió su camino hacia el paso. Sven tiró del cordón en el que había ensartado el salvoconducto del Viejo de la Montaña arrebatado a los trudentes y permitió que reluciera al sol en medio de su pecho.
El camino era suficientemente ancho al principio, pero luego cruzaba un cauce seco y se internaba en la montaña por un sendero a trechos tallado en la roca viva, no más ancho de lo necesario para que discurriera una acémila con sus serones. Cada cierta distancia había un ensanchamiento para que dos caballerías pudieran cruzarse. Sven le Berg remontó este camino durante una hora sin escuchar otro sonido que el de los cascos de su caballo. El sol caía a plomo. Iba a ser un día caluroso. De vez en cuando un lagarto o una sabandija corría a esconderse. Aparte de las molestas moscas del desierto, no había otro testimonio de vida. La vegetación era escasa y pobre.
A medio camino, Sven le Berg encontró una frondosa higuera que brillaba con su verde intenso en medio del yermo. Se acercó y descubrió una fuente casi seca que goteaba sobre un pilar antiguo. El manantial era tan exiguo que desaparecía a los pocos metros en medio de un chortal de juncos. El viajero descabalgó y se acercó al pilar rebosante de agua clara. Antes de beber sacó de su alforja una torre de ajedrez tallada en el cuerno de un unicornio y tocó el agua con ella. La torre no cambió de color. Eso significaba que la fuente no estaba emponzoñada. Sven le Berg hizo un cuenco con las manos y bebió unos sorbos. Después mojó un pañuelo, se refrescó la cabeza y el cuello y se limpió el polvo del camino. Permitió que su montura abrevara.
Un arquero muhaidín apareció sobre la alta roca que dominaba la fuente. Sven le Berg calculó que habría otros observándolo. Se sacó del cuello el cordón del que pendía el salvoconducto del Viejo de la Montaña y lo levantó en alto para que lo vieran.
Al instante un grupo de muhaidines a caballo, armados con lanzas, aparecieron por el camino y lo rodearon.
—Es la señal del Señor —dijo el que parecía el jefe al contemplar el pez de cobre—. ¿Quién eres?
—Me envía mi señor Saladino.
—Síguenos.
Lo escoltaron el resto del camino, durante una hora, a lo largo del despeñadero, hasta que salieron a un vallecillo verde y arbolado por cuyo centro discurría, oculto entre la vegetación, un río que rendía sus aguas a un lago largo y angosto. El camino discurría por una de las riberas, y la comitiva se reflejaba en las aguas limpias, quietas y oscuras. Había árboles de todas clases, cultivados con esmero por invisibles hortelanos, y plantaciones pequeñas y variadas con frutos y hortalizas de especies que Sven le Berg nunca había visto. Entre la espesura se columbraban antiguos monumentos paganos, columnas, escalinatas desgastadas, trozos de frisos esculpidos entre los que crecía la hierba verde. El calor sofocante de la mañana se había mitigado y una leve brisa refrescaba el ambiente.
—El paraíso terrenal —murmuró Sven le Berg.
El hombre que cabalgaba a su lado lo miró y no dijo nada. Durante un buen rato siguieron el riachuelo. Entre la arboleda se abrían claros cultivados como jardines, con extrañas plantas con forma de corazón, de hígado, de cerebro, unas de color rojo, otras verdes, otras moradas, plantas que Sven le Berg desconocía. Sólo distinguió las berenjenas, moradas, pedunculares, de la clase que los francos llaman comúnmente el cojón del califa. Por un momento estuvo dispuesto a pensar que el Viejo de la Montaña había conseguido el Paraíso, si eso no contradijera la íntima incredulidad de un servidor de la Abominación.
Tampoco estaba seguro de servir a la Abominación. «Quizá servimos a la Abominación los que nos servimos a nosotros mismos —razonó—, los que nos hemos rebelado contra el orden establecido, contra las jerarquías, los papas, los reyes, las leyes de los poderosos que nos oprimen y nos explotan a cambio de una dudosa promesa de felicidad futura en el brumoso reino de Dios».
La comitiva rebasó a un grupo de muchachas descalzas, con sus canastos de ropa limpia sobre la cabeza. Una de ellas, joven y hermosa, cruzó la mirada con Sven. Tenía los ojos de un azul profundo y los brazos morenos que llevaba descubiertos, a usanza de las lavanderas, eran hermosos y torneados. Su mirada azul se encontró con la del caballero, notó el pez de cobre que le pendía del pecho y se ruborizó.
El sendero se bifurcaba para rodear una enorme palmera, de las que llaman sanan¡. Sven le Berg nunca había visto un árbol como aquel, porque hacía tiempo que las habían cortado los contendientes de Tierra Santa para fabricar trabuquetes. Su tronco largo y flexible, a la par que robusto, permitía manejar contrapesos capaces de enviar el proyectil cincuenta pasos más lejos que un tronco convencional.
El camino de la izquierda se internaba en la espesura de los árboles. El de la derecha remontaba un sendero pedregoso hasta un risco plantado en medio del valle, rodeado de vegetación, aunque pelado en sus pendientes y en su cima. Sobre el risco, rodeándolo todo, había unas imponentes murallas, sin torres ni puerta. Era el castillo mejor defendido que Sven le Berg había visto en su vida, si es que aquello era un castillo y no una alucinación, porque era difícil de comprender cómo se las habían ingeniado para subir hasta aquella altura los mampuestos necesarios para levantar tales murallas.
—Selam —dijo el moro que custodiaba al correo de Saladino y volviéndose a uno de los del séquito le hizo una señal. El otro, sacó de las alforjas una trompeta de latón pulido, se la llevó a la boca, y emitió un trompetazo agudo que resonó en el valle y se multiplicó en ecos por el laberinto de cortadas y torrenteras. Al momento respondió otra trompeta remota en el castillo.
—Podemos seguir —dijo el adalid.
Remontaron el sendero de las piedras, hasta que llegaron, al cabo de un rato, a una enorme higuera pegada a la roca viva del cerro.
—Descabalga, mensajero, porque ya hemos llegado —dijo el moro. Sven le Berg descabalgó. El guía lo tomó familiarmente del brazo—. Ahora te guiaré a la presencia del Santo. Debes dejar aquí la espada y el caballo. Ponte esto en la cabeza.
Le tendía un capuchón de tela negra. Sven le Berg titubeó y se vio rodeado al instante por cinco lanzas.
—El pez de cobre te protege —le dijo el guía con una sonrisa—. Si la verdad habita en tu corazón y no le ocultas nada al anciano que todo lo ve, no tendrás nada que temer.
El guerrero meditó la situación. Podía silbar al caballo y al instante irrumpiría en medio del grupo atropellando por lo menos a dos lanceros. Podría desenvainar su espada que colgaba del arzón y en un instante habría acabado con los sarracenos que lo rodeaban. Quizá incluso podría escapar con vida de aquel valle extraño abierto en medio del páramo, pero entonces la promesa del tesoro de Salomón se esfumaría. Por el contrario, si proseguía quizá pudiera escapar con vida y conseguir la fabulosa joya que otorga poder ilimitado al que la posee.
—Está bien —dijo.
El guía le colocó la capucha y lo tomó de la mano.
—Confía en mí. Yo guiaré tus pasos.
Penetraron en el círculo de la higuera. Sven calculó que detrás de árbol debía haber una puerta tallada en la roca. Se internaron por un pasadizo que horadaba la roca, en el que resonaban los pasos de la escolta y las conteras de las lanzas sobre la piedra. Olía a brea de antorcha y el aire era húmedo, surcado a veces con corrientes más frías que cosquilleaban en el vello de los brazos. Caminaron así durante más de cien pasos, Sven los iba contando para calcular las distancias, hasta que llegaron a un ensanchamiento —lo percibió por los sonidos de la escolta, que eran más agrupados. Se detuvieron. Cuatro brazos robustos auparon al visitante a una plataforma de madera, en la que también subieron varios miembros de la escolta.
—Vamos —dijo el guía.
Se produjo un rumor de poleas y un casi imperceptible temblor al tensarse las sogas del artilugio. Después la caja se elevó, oscilando a veces, chocando contra las paredes de piedra de la chimenea —Sven estaba seguro de que era una chimenea, porque las corrientes ascendentes del aire eran perceptibles. Cuando hubo contado treinta y dos, la plataforma se detuvo y se desplazó lateralmente. Una compuerta se abatió. Otra vez manos robustas guiaron al invitado a través de un pasillo que remontaba una serie de suaves escalones. Salieron a un clima más seco y ventilado. El guía le retiró la capucha y dejó al descubierto los ojos del embajador de Saladino.
Estaban en un lugar elevado, quizá la torre más alta del castillo, porque tras los parapetos medio derruidos sólo se veían las cumbres de las montañas más lejanas. Era una explanada irregular, con el piso de la misma laja de piedra sobre la que se asentaba el castillo, con rodales empedrados con grandes losas. En un extremo había un edificio de ruin aspecto, de adobe y ladrillos medio desmoronados, con la fachada decorada con trazos de cal en zigzag. Sólo tenía una puerta vulgar, como la casa de cualquier artesano, y dentro una sala amplia sostenida por cuatro pilares de ladrillo, enjalbegada, el suelo cubierto de esteras polvorientas de apagados colores. Al fondo aguardaba el Viejo de la Montaña, sobre un escaño de madera, igualmente viejo y desvencijado, que custodiaban seis inmóviles muhaidines vestidos de blanco y ceñidos con cíngulos rojos. El Viejo de la Montaña estaba sentado al estilo oriental, con los pies plegados bajo los muslos, sobre una amplia estera de oración que cubría una tarima de hierro de la que, por un roto de la estera, le Berg alcanzó a distinguir una bisagra. ¿Un cofre seguro? Quizá.
Sven le Berg observó al profeta de los muhaidines. Era un hombre de mediana edad, flaco y alto, vestido con una chilaba sencilla, descalzo. El dueño del paraíso terrenal, de los tesoros secretos, de la Mesa de Salomón, parecía muy pobre. Se tocaba con un turbante ligero, de los que usan los artesanos, que se cosen con un par de puntadas para librarse de componerlo cada pocos días: La barba gris y puntiaguda, que le llegaba hasta la mitad del pecho, apenas disimulaba el cadavérico hundimiento de las mejillas. El Viejo de la Montaña contempló en silencio al visitante con sus ojos profundos y oscuros, orlados de profundas ojeras cárdenas. Sven le Berg se preguntó si estaba enfermo. Tocó el salvoconducto que pendía de su pecho el pez de cobre ensartado por el ojo.
—La paz de Alá sobre ti —dijo con voz profunda y musical, sin apenas mover aquellos labios finos y resecos.
Sven le Berg tomó el pez de cobre y se inclinó en una leve reverencia. Por el contrario, el guía que lo había acompañado se precipitó a arrodillarse y besó con unción una babucha sucia, de las baratas, con suela de esparto, que había en medio de la sala sobre un pequeño dosel de piedra.
—¿Por qué ha escogido Saladino a un franco para representarlo?
—No se fia de nadie, señor. Y yo lo he servido otras veces.
—¿Cómo te llamas?
—Me llaman Viento Impetuoso.
El Viejo de la Montaña asintió entrecerrando los ojos.
—Dame el mensaje —pronunció lentamente con su voz seca e intimidante.
Sven le Berg tomó el sobre de pergamino que llevaba en la cintura e hizo ademán de entregárselo, pero al instante lo rodearon cinco lanzas. Sven dio un paso atrás y mostró las palmas de las manos en señal de sumisión. Uno de los muhaidines se adelantó, le arrebató el mensaje y se lo entregó a un moro cojo que permanecía cerca del Viejo de la Montaña, al pie de la tarima. A pesar de las trazas de mendigo, la chilaba raída llena de lamparones y los pies descalzos, debía de ser el chambelán de aquella extraña corte porque metió la mano en el seno y en lugar de rascarse sacó una daga curva con las cachas de madera con la que hizo saltar los pespuntes de hilo carmesí que cerraban la misiva de Saladino, desplegó el pergamino, que era grande como un pañuelo, y examinó su contenido. Antes de leerlo lo examinó al trasluz, lo olfateó y pronunció un breve conjuro.
Después leyó el contenido de la misiva. Sven le Berg conocía los dialectos más usuales del árabe tan bien como la lengua franca o la germana, pero no pudo entender ni una palabra de lo que la carta contenía. Quizá, pensó, el hombre que tenía que haberla entregado, el que empalaron los trudentes, era ducho en esta lengua. Quizá sea una lengua mágica que sólo conocen o entienden los iniciados. Intentó componer un gesto que denotara aplomo, como si entendiera lo que el chambelán leía pero no pudo evitar el pensamiento de que quizá estaban a punto de desenmascararlo. Al Viejo de la Montaña le había resultado inusual que Saladino confiase su embajada a un franco incircunciso. ¿Qué haría si le hacía preguntas en aquella extraña lengua? ¿Qué podría decir, por ejemplo, si le preguntaba qué aspecto tiene Saladino, al que jamás había visto?
A Sven le Berg se le erizó el vello del cogote. Sintió el sudor viscoso que le refrescaba el espinazo antes de los combates, el anuncio de la muerte. Se esforzó por mantener la calma. Si lo descubrían, ¿qué podía hacer, desarmado como estaba? Los muhaidines eran siete, jóvenes y nervudos, y portaban lanzas y espadas cortas. Podría, si tomaba la iniciativa, sorprender a uno y arrebatarle su lanza. Quizá, viniendo bien las cosas, pondría fuera de combate a los siete, quizá entonces podría saltar sobre el Viejo de la Montaña y ponerle un cuchillo en la garganta y abrirse camino hasta el desierto llevándolo como rehén.
No. No podría. De pronto se percató de que el Viejo de la Montaña no estaba guardado por aquellos muhaidines, sino por la magia. En torno al estrado debía de haber un círculo mágico. La sala estaba llena de moscas que se metían por los ojos, los labios y los oídos de los presentes, pera cuando un insecto volaba en dirección al estrado, al llegar a cierta altura, topaba con una barrera invisible y alteraba su rumbo.
«Quizá esta vez he sido demasiado ambicioso», —se recriminó en silencio el guerrero. Y casi sin advertirlo elevó una breve jaculatoria a Satán, unas palabras mágicas que pronunciaban los guerreros de la Abominación.
En aquel momento el chambelán terminó de leer la misiva y la plegó con parsimonia. El Viejo de la Montaña, que había permanecido con los ojos cerrados, los abrió. En ellos brillaba una extraña luz.
—Tendrás la respuesta mañana, cuando amanezca, Viento Impetuoso. Ahora retírate, come, duerme y vive.
El chambelán cojo y desastrado le indicó el camino. Afuera, el guía le colocó de nuevo la capucha en la cabeza y lo condujo de regreso al valle.
—Eres el huésped del Bendito. Te mostraré tu posada para esta noche.
Sven recuperó su caballo y siguió al guía por la arboleda espesa hasta una casa solitaria que la fronda ocultaba. Era uno de los pabellones donde los nuevos muhaidines conocían los goces del paraíso. El olor del hashish impregnaba las paredes y las esteras del suelo, más lujosas y limpias que las que había visto en el aposento del Viejo de la Montaña. Le habían reservado una habitación espaciosa con un poyo de piedra y dos esteras gruesas que hacían de colchón bajo un amplio dosel de madera pintado de vivos colores del que pendían gasas que mantenían alejados a los insectos. Dos mujeres de hermosas caderas, treintañeras en su punto exacto de sazón, vestidas a la sarracena con zaragüelles y chalequillo, los pies desnudos adornados con tintineantes ajorcas de plata, le trajeron una bandeja con alimentos y una cantarilla de agua fría que depositaron sobre el poyo.
Cuchichearon algo entre ellas, se rieron y se retiraron a un ángulo de la estancia. Sven le Berg les mostró su agradecimiento con una sonrisa. La comida, un muslo de cordero en salsa de frambuesa y almendras, parecía apetitosa ¿estaría drogada? El guerrero podía pasarse sin ella, pero entonces acentuaría las sospechas de los muhaidines. Por otra parte, desfallecía de hambre después de los trabajos pasados y de haberse alimentado de carne seca y pan duro en su travesía del desierto. Comió con avidez mientras las mujeres lo observaban divertidas.
Cuando dejó la bandeja limpia y eructó educadamente, según la regla de cortesía oriental, las mujeres retiraron el servicio y lo dejaron solo. No sabía qué iba a encontrarse a la mañana siguiente. Le convenía descansar y recuperar fuerzas. Atrancó la puerta, que era de doble hoja, con lo único que le vino a mano, la misma tarima de madera sobre la que se alzaba la cama, y se dispuso a dormir.
Estaba en el primer sueño cuando una presencia cercana lo sobresaltó. A la tenue luz de la luna distinguió las formas de las dos mujeres. Ahogando risitas se le metieron en la cama, una a cada lado y comenzaron a masajearlo como las más expertas prostitutas de Los Tres Agujeros, el famoso burdel para caballeros y comerciantes solventes del puerto de Haifa.
—Ya veo que el Viejo de la Montaña sabe tratar a sus huéspedes —suspiró el guerrero.
Pero lo había dicho en lengua de los francos y ellas no lo entendieron. Se limitaron a hacer su trabajo. Sven notó que ponían un entusiasmo difícil de encontrar en las pupilas de Los Tres Agujeros, a pesar de que eran maestras en el arte de fingir.
Sven no era indiferente a la belleza femenina ni a los goces que proporciona. Sin embargo, su designio para aquel día era distinto. El Viejo de la Montaña vivía en una morada mezquina, sentado sobre un cofre plano. Sospechaba que su poder radicaba en el cofre, quizá la clave de la Mesa de Salomón por la que Saladino, según las trazas, estaba dispuesto a pagar cualquier cosa, incluso compartir el dominio del mundo.
Sven le Berg golpeó la nuca de una de las mujeres, que se desplomó sin sentido y ahogó el grito de alarma de la otra rompiéndole el cuello entre sus manos potentes. Después buscó a tientas el lugar por el que las mujeres habían entrado, una puertecilla disimulada al fondo de la estancia que daba directamente a la orilla del río. No había vigilancia. Salió a la noche y se metió entre los árboles, evitando los caminos donde pudieran descubrirlo y moviéndose con cautela por si había centinelas o escuchas. A medio camino, al apartar unas ramas, se topó de bruces con unas ruinas antiguas, una especie de templete de mármol cuyas columnas sostenían un verde y espeso emparrado. Dentro había un lecho con dosel de pámpanos en el que un aspirante a muhaidín se disponía a completar su tanda de gozos del Paraíso. En el lecho, desnuda y receptiva, una mujer de singular belleza, morena, de firmes pechos y anchas caderas, escanciaba hidromiel en una copa de plata mientras el muhaidín, moreno y enteco, con una barbita escasa, se disponía a penetrarla cuando la aparición del forastero lo inmovilizó en una actitud ridícula, desnudo con el culo al aire y una erección todavía morcillona en la mano. Sven le Berg se hizo cargo de la situación: ya lo habían visto. Si los dejaba en paz, antes de que hubiera caminado veinte pasos sonaría alguna trompeta de latón alertando a la guardia del Viejo y todos los muhaidines del mundo saldrían tras él. No había opción. Penetró en el cobertizo y desmayó al muhaidín de un puñetazo en la sien.
—Tómame —le dijo la mujer asustada cuando lo vio abalanzarse sobre ella con el puño en alto.
Sven descargó el puño sobre el cráneo de la mujer, que crujió con un chasquido de hueso quebrantado. Luego sopló sobre una lamparilla de aceite que iluminaba la bandeja de las bebidas y prosiguió su camino. Al llegar al río, remontó el curso de agua, hasta que reconoció, en la oscuridad, el higuerón que ocultaba el acceso al castillo del Viejo. Detrás del ramaje se columbraban las luces de un par de candiles y las siluetas de varios muhaidines que montaban guardia charlando entre ellos relajadamente. El guerrero dio un rodeo hasta la parte de la peña que le pareció más accesible y comenzó a trepar hasta un respiradero de la montaña descubierto a varios cuerpos de altura. Desde allí, forzando una corroída reja de hierro, entró en el pasadizo de la montaña. El aire era pesado y mareante, debido a las antorchas. El intruso ascendió por una empinada escalera hasta la explanada superior de la fortaleza, la morada del Viejo de la Montaña. Había dos centinelas, sentados a la puerta del aposento, uno de ellos dormitaba en el regazo del otro que, con la espalda en el muro, contemplaba medio adormecido las estrellas. No vio llegar la sombra. Un golpe seco en la tráquea y cayó hacia delante. Otro golpe y el que dormía anticipó su entrada en el paraíso de Mahoma.
Sven le Berg tomó una daga y forzó la puerta por el lado de las bisagras, que eran de caperuza simple, no las dobles, inventadas por Nicacos de Bizancio. Los hierros estaban bien aceitados, no produjeron sonido alguno al deslizarse. Como una sombra, Sven le Berg saltó al interior del aposento. Esperaba encontrarse al Viejo de la Montaña durmiendo sobre el cofre, pero el aposento estaba vacío. No hubiera vacilado en estrangular al representante del mártir Alí, pero el Viejo de la Montaña se había levantado a defecar, dado que prefería obrar de noche, cuando sus servidores dormían. Como estaba algo estreñido tardó en subir de la camareta baja donde tenía el agujero sobre el pozo negro. Sven le Berg, después de palpar la esterilla y cerciorarse de que todavía estaba caliente, se apresuró. Descubrió los dos cerrojos guarnecidos de candados y arrimando los labios hasta percibir el acre sabor del óxido y del aceite rancio musitó el sortilegio que le había enseñado, en otro tiempo, el mago Asmodeo:
—Sverw oei ki wyw nsd wuwesa.
Un chasquido suave acompañó la apertura simultánea de los dos candados. El mercenario pasó los dedos bajo el batiente y levantó la pesada puerta. Debajo había una especie de alacena polvorienta que guardaba varios libros antiguos, desencuadernados, escritos en unas letras indescifrables, ni islámicas ni cristianas, un odre lleno de ceniza, una vara de medir y un puñado de baratijas de poco valor, entre las que sólo le llamó la atención un medallón de bronce con una extraña piedra del tamaño de una bellota engastada en el centro. Tomó el medallón y se lo puso al cuello.
«Ahora debo huir», se dijo.
Dejó el arcón cerrado y el tapete encima, tal como lo había encontrado. Salió del aposento y encajó los batientes de la puerta.
Tuvo que restregarse los ojos para creer lo que vio afuera.