El enano Grontal contempló el valle pelado y pedregoso en el que no había un arbusto que llegara a las rodillas. Sólo un potente cedro solitario señoreaba la planicie desierta con su fronda verdeoscura.
—Si me permitís, me desviaré un poco para examinar ese árbol —dijo—. Luego os adelanto.
Y torciendo las riendas abandonó al grupo y cruzó el erial calcinado por el sol y poblado solamente por saltamontes y cigarras que brincaban al paso del caballo.
Grontal descabalgó a la sombra oscura del cedro y rodeó el tronco lentamente para apreciar su magnitud. Era un árbol portentoso, quizá milenario. Las ramas, tan gruesas como árboles crecidos, brotaban perpendiculares del enorme tronco y se elevaban hasta la robusta copa.
El enano apoyó las dos manos sobre la nudosa corteza del árbol y pronunció con voz potente:
—Wir dsphs ro hrmop wir otpyrhr srdyr stnpp.
Algo se removió en la base del cedro, como si algún animal pugnase por escapar de una madriguera inadvertida. Apareció un agujero por el que se colaba la tierra suelta y de él salió, no sin cierta dificultad, un enano más moreno que Grontal, vestido con una túnica raída hasta los pies, descalzo, con un cuchillo cachicuerno al cinto. Tenía una barbita negra azabache, sin una cana.
—¿Quién demonios eres tú que conoces el idioma de las cuevas? —le preguntó en árabe.
—Un hombre de las cuevas —se presentó Grontal—. Me llamo Grontal, soy de la estirpe de Hozam, de los nietos de Krisnor el de Himparir.
—He oído hablar de vosotros. Yo soy de los Abadán de Suppar.
—Entonces somos primos.
—¿También a vosotros os crían con leche de burra?
—También —respondió el enano—. Es la inmemorial costumbre de nuestra familia. Una burra domitila, blanca, grandona, que nos hace hermanos de leche y cuando a uno lo hieren se reparte el dolor entre docena y media, lo que lo hace más llevadero.
—Eso es muy ventajoso.
—Si, pero los orgasmos también se reparten, por eso tenemos reputación de insaciables, porque por mucho que nos esforcemos en la briega conyugal, el resultado siempre nos sabe a poco. Yo me consuelo pensando que peor es la suerte del canario que se queda frito encima de la canaria porque tiene más orgasmo que corazón.
—Sí, eso también es cierto.
Conversaron de asuntos variados, no sólo de mujeres. Grontal expuso las dificultades de los enanos de los Alpes, los que habitan las fortalezas en las montañas, de las querellas que mantienen con los emperadores germánicos y de la creciente ingerencia de los duques de Austria y de la casa de Zubinga en sus asuntos. Silenció que había tenido que alistarse en la Cruzada para borrar las sospechas de haber apoyado las insurrecciones helvéticas contra el imperio.
Después de charlar un rato, se despidieron. Grontal le preguntaba siempre a los enanos locales y de esta manera iba descifrando el antiguo alfabeto de los árboles, el que tuvieron en tiempos de la Abominación, cuando la vida de los enanos no era tan complicada.
Durante varias horas, Lucas de Tarento, Guido de St. Bertevin, Pedro el Raposo, Cantacuzanos y el enano Grontal cabalgaron a través del yermo, bajo el sol que caía sobre hombres y bestias como plomo derretido. A medida que avanzaban, la vegetación raleaba, el matorral era más desmedrado; los árboles, más escasos, mostraban sus troncos retorcidos, como aquejados por una extraña enfermedad. Los únicos pájaros a la vista eran cuervos de pico duro posados en las altas peñas o buitres que seguían a los intrusos esperando cebarse en sus cadáveres.
—Esta tierra parece muerta —comentó con disgusto Lucas de Tarento—. ¿Estáis seguro de que caminamos en la dirección indicada?
—Absolutamente seguro —respondió Cantacuzanos, molesto—. Estamos en los aledaños del Paraíso.
—Una vez hubo aquí un bosque —dijo Grontal saliendo de su mutismo—. Un hermoso bosque de cedros, espeso y alto, que tapizaba la tierra. Lo habitaban unos enanos, primos de los míos, que vivían felizmente con sus coros de canto, sus cocinas, sus cultivos de setas y sus ferias, en las que los jóvenes casaderos competían por ver quién la tenía más grande y los bardos cantaban las hazañas de los antepasados.
—¿Y qué pasó? —preguntó Pedro el Raposo. Grontal se encogió de hombros:
—Los humanos talaron el bosque para construir extrañas naves redondas y galeras ligeras con las que surcaban el mar en busca de metales.
—Fenicios —dijo Cantacuzanos—. Los mercaderes de la antigüedad. Los griegos y los romanos los exterminaron y sólo quedaron sus santuarios y su magia. Alamut es uno de ellos. Allí se practicaban los ritos de la Abominación.
Al segundo día, cuando comenzaba a atardecer, los jinetes llegaron a una fuente de agua salobre que manaba al fondo de un pozo antiguo, de piedra, ancho, al que se descendía por unos gastados peldaños.
—El Manantial del Olvido —dijo Cantacuzanos. Antes de beber debemos tomar ciertas precauciones. Sujetad los caballos. Cantacuzanos descabalgó y cedió las riendas del suyo a Grontal. Al hilo de la fuente crecían ciertas hierbas espinosas con unas majoletas rojas. El clérigo cosechó un puñado de ellas cuidando de no pincharse con las agudas espinas y las machacó sobre una piedra. Después llenó un odre de agua y le agregó el jugo resultante junto a la pulpa molida.
—Ahora podemos beber.
Bebieron y después llenaron de nuevo el odre para que bebieran los caballos. Se disponían a acampar para pasar la noche cuando aparecieron las siluetas de varios jinetes sobre la cresta que dominaba el valle.
—Tenemos compañía —anunció Lucas de Tarento con voz tranquila. Cantacuzanos hizo visera con la mano y miró hacia el lugar que señalaba el guerrero.
—¿Son muhaidines del Viejo? —preguntó. Lucas sacudió la cabeza.
—Orcos —dijo—. Me temo que nos han descubierto. Intentarán atacarnos antes de que caiga la noche.
—Quizá no —observó Cantacuzanos—. Es posible que aguarden a que el agua del olvido haga sus efectos y nos suma en un profundo sopor.
—En cualquier caso debemos prepararnos —dijo el caballero y tomó de la grupa de su caballo el hatillo de su cota de malla. Grontal le ayudó a abrocharse las correas antes de ponerse él mismo su loriga de cuero.
Los orcos no se movieron. Eran una docena, pero podía haber más ocultos.
Guido de St. Bertevin se colgó de la cintura el tahalí con su espada y despojó su escudo triangular de la funda que lo cubría. Los rayos del sol arrancaban cegadores destellos en la chapa. El Raposo sacó de sus alforjas la palanqueta. Al empuñarla despidió un leve resplandor azulado. Grontal untaba con jugo de adormidera su hacha de combate y recitaba ciertos conjuros sobre el filo.
—Esta noche talaremos un bosque de carne —le susurró al hacha, casi con ternura.
Declinó el sol y en el horizonte rojo se veían las siluetas de los orcos sobre sus caballos bajos y fornidos que piafaban inquietos. Después se fue oscureciendo, hasta que se borraron por completo las formas de la tierra. Se oía manar el Manantial del Olvido. Los viajeros se apartaron del regato y remontaron un cerrete pelado que les ofrecía mejor defensa.
—Si esperan que durmamos, echémonos —propuso Lucas de Tarento. Cantacuzanos estaba más sombrío que de costumbre. Llevaba horas sin articular palabra. Se envolvió en su manto y se tendió sobre la tierra en posición fetal, para que sus compañeros no advirtieran que temblaba. Era un hombre de estudio y no estaba hecho a los azares de la vida en el campo. Quizá temía a los orcos o a su propia magia, que de ningún modo pensaba usar contra los monstruos, aunque su vida peligrara. Solamente una delgada línea lo separaba del abismo y no pensaba atravesarla.
Lucas de Tarento se echó al lado del clérigo y apoyó la cabeza sobre una piedra plana que le permitía vigilar el acceso más fácil al cerrete. El enano Grontal, al otro lado del clérigo, abrazó su hacha y se hizo un corcuño, no mayor que un mastín dormido.
Transcurrieron dos horas oscuras y silenciosas sobre la tierra muerta. En las rocas que dominaban la hondonada se había posado una bandada de buitres insomnes a la espera del festín.
Poco después aparecieron los orcos, cabezotas enormes, ojos amarillos bajo el prominente hueso de las cejas, colmillos grandes, agudos y babeantes. Caminaban con torpe precaución pero no podían evitar que la grava del suelo resonara bajo sus pesadas plantas.
Blandían sus largas espadas de diversas formas, procedentes de saqueos de tierras distantes, algunas antiquísimas, con viejas muestras de herrumbre, otras no tanto, y cubrían sus cuerpos con perpuntes abiertos y mal remendados que un día pertenecieron a humanos, piezas oxidadas cobradas a caudillos muertos en lejanas batallas. El primero, que parecía el jefe de la horda, se protegía la cabezota con una escafandra de hierro. La luna brotó detrás de unas nubes e iluminó la visera del yelmo, artísticamente cincelada en forma de boca de dragón.
—¡Warsb sienusia! —gruñó a sus hombres—. ¡Nsrsskia!
Los orcos se aproximaron con precaución, rodeando a los viajeros dormidos. Los caballos se removieron inquietos, tirando de las riendas.
De pronto Grontal se incorporó y lanzó su cuchillo a la garganta del orco más cercano. El orco lanzó un gemido gorgoteante y dejó caer una espada celta, que resonó contra las piedras, antes de desplomarse.
—¡Nsrsskia! —gritó el orco jefe mientras pugnaba en vano por abatir la visera de dragón de su casco. La articulación estaba oxidada y no lo consiguió. Estaba intentándolo de nuevo, ajeno al peligro y no advirtió el tajo de la espada de Lucas de Tarento que lo decapitó limpiamente. Detrás del caballero, Cantacuzanos, con las rodillas temblando, enarbolaba su báculo más como una defensa que como un arma y rezaba entre dientes una plegaria a san Jorge.
Los orcos se detuvieron un momento sorprendidos por los invasores a los que creían dormidos, y sobre todo; al ver rodar la cabeza de su jefe. No obstante, se animaron mutuamente y cargaron sobre sus enemigos profiriendo terroríficos aullidos. Fue una lucha encarnizada y breve. Grontal hizo un molinete con su hacha y le cercenó el brazo a uno de los monstruos. Mientras este se alejaba aullando con su miembro cortado en la otra mano, el enano acertó con su hacha en el centro del pecho del orco siguiente y deshizo la loriga de acero y el costillar con un chasquido siniestro. Cuando giró sobre sus talones para encarar a otro enemigo se encontró con que Lucas de Tarento había despachado a los tres restantes de sendos tajos.
—¿Eran todos? —preguntó Cantacuzanos, temblando. Lucas de Tarento miró alrededor.
—Eso parece. No obstante, mantendremos los ojos bien abiertos. Aquella noche no durmieron mucho.