CAPÍTULO VII

Mohamed Habibi contempló el estropicio que acababa de perpetrar.

Había añadido por error medio saco de polvos del tinte rojo en lugar de los amarillos que requería la tintada. La tina era de las grandes, de las de ochenta cubas de capacidad, y estaba repleta de pieles. Calculando por lo bajo, habría estropeado quinientas pieles de oveja curtidas y preparadas, lo que, a una moneda de plata por piel, en el mercado mayorista, ascendía a una cantidad en la que era mejor no pensar porque era más de lo que su culo, el de Mohamed Habibi, valía en el mercado de esclavos.

Cabía la posibilidad de recoger el tinte con una paleta de atizar calderas. Quizá pudiera salvar la mitad, pero el resto se había disuelto ya en el agua. De todas formas la carga estaba perdida y tampoco valía la pena esforzarse por mitigar el desastre porque Ismael Ofrén era un amo severo y se negaría a negociar media paliza: le daría una paliza entera.

Una paliza. Apenas llevaba una semana trabajando en las tenerías de Kalsa por un sueldo mísero que sólo le daba para no morirse de hambre y ya Ismael Ofrén le había propinado un par de bastonazos y media docena de patadas en el culo, por errores mínimos o simplemente por rutina. Recordó los castigos de Ismael Ofrén cuando el error era grave. Uno de los empleados jóvenes de la tenería había cortado para cinturones y babuchas media docena de pieles de superior calidad, de las que se destinaban a chalecos. Ismael Ofrén le había propinado veinticinco bastonazos en las plantas de los pies. Cerraba los ojos Mohamed y volvía a escuchar los alaridos de dolor del penitenciado.

—Eso es lo que me espera si me quedo aquí —se dijo acongojado. No lo pensó dos veces. Mohamed era esa clase de personas que casi nunca reflexionan. Toman una decisión y la ejecutan sobre la marcha. Miró a su alrededor. Era temprano (había llegado el primero para congraciarse con el capataz) y nadie lo había visto estropear una preciosa tintada de pieles. Se enjuagó las manos en una de las tinas y, antes de abandonar las tenerías escogió una caldera de mediano tamaño, la que le pareció mejor.

—¿Adónde vas con eso? —le preguntó el portero rutinariamente.

—Me manda el amo al zoco de los caldereros, a que le pongan un asa.

El portero se desentendió.

Mohamed apresuró sus pasos por las callejuelas de la medina hasta el zoco de los caldereros, en el que reinaba el estruendo de más de cien artesanos martilleando piezas de cobre, de latón o de bronce. Se dirigió a un calderero.

—¿Cuánto me das por esta?

—Uhmm —dijo el artesano rascándose la barba mientras observaba el objeto, sin tocarlo—. Parece una buena caldera. ¿A quién se la has robado?

—No la he robado. Mi tío me envía a venderla, si me dan lo que él quiere por ella.

—¿Tu tío, eh?

Después de un breve regateo, el calderero adquirió el recipiente. Mohamed compró un pan y un bolsillode dátiles secos en el zoco y apresuró sus pasos hacia la puerta este de la ciudad, Bab Mansur-el Laila. Pasado el fielato de los guardias, ya en el exterior, se apoyó en una palmera, se despojó de sus babuchas y las golpeó una contra otra. No quería llevarse el polvo de una ciudad en la que le habían ocurrido tantas desgracias.

Mohamed había nacido en el seno de una familia pobre y delincuente en la que el padre, un sargento de los guardas de Muley Sinán, bisojo, y aficionado al trinque contra todo mandato coránico, golpeaba a la madre, y esta, que era de mal conformar, se desfogaba pegándole a los hijos. Mohamed y sus hermanos se habían criado en la calle, sin amparo de nadie. Al hermano mayor lo habían ahorcado por ladrón. Las dos hermanas se habían prostituido en los muelles de Alejandría y no querían saber nada de él. Los padres cuidaban una tumba de Baisa, a cambio de un sueldo mísero, que apenas les alcanzaba para subsistir, y no querían saber nada de los hijos.

En El Cairo no le había ido bien. Un vecino alfarero lo había recogido todavía niño para que ayudara en su negocio. No recibía paga, sólo alguna propinilla, pero comía caliente y dormía bajo techo, en invierno arrimado a un horno, calentito, y cuando hacía calor en la terraza de un tejar apagado. Podría haber sido un buen alfarero porque tenía las manos grandes, ideales para el oficio, pero estropeó una valiosa carga de cántaros que llevaba al Faiún y el alfarero lo expulsó. Mohamed recordaba el percance. Un verdadero caso de infortunio. A medio camino hacia Faiún había una casa arruinada con un muro alto a cuya sombra descansaban los caminantes. Mohamed dirigió su recua por el otro lado del muro donde había visto otras veces un mechinal en el que entraban y salían abejas. Sin pensárselo mucho tomó una caña larga y la introdujo por el agujero hasta el fondo. Al momento brotó un chorro negro de abejas encolerizadas que se dirigieron directamente a él. Perseguido por el enjambre corrió hasta una acequia vecina en la que se tiró de cabeza. Después de todo, tuvo suerte y pudo escapar de una muerte segura con sólo media docena de torterones en la cabeza rapada. Las mulas de la recua fueron menos afortunadas: las abejas se ensañaron con ellas y entre córcovos y pingos hicieron añicos los cántaros.

Después de aquello logró otro empleo como palanganero del prostíbulo El Erizo Abierto, en Alejandreta, pero por más que se esmeró en el trabajo no acertaba. Al tercer día se equivocó de habitación y entró, sin anunciarse, en la cámara donde un negro sudanés contentaba por vía posterior al cadí mayor del puerto. El rufián de la mancebía lo despidió después de calentarle los mofletes con una tanda de bofetadas y le aconsejó que se alejara del barrio hasta que el indignado cadí olvidara el incidente.

No, decididamente, no iba a volver ni por aquel barrio ni por ninguno. Sus días en El Cairo se habían acabado. Ahora le tocaba ver mundo. A las dos semanas de camino solitario, pernoctando en pajares de las fondas y comiendo alguna sopa que compraba en los mercadillos, se empleó con un revisor de norias. El trabajo no era difícil y estaba bien remunerado. El técnico se descolgaba con sogas hasta el fondo del pozo, al nivel del agua, y revisaba las cadenas del mecanismo, que solían atorarse, mientras Mohamed, arriba, mantenía un palo entre dos cangilones para inmovilizar la noria e iba soltando la cadena, de cangilón en cangilón, mientras su amo, abajo, enderezaba los segmentos que salían del agua. Al segundo día se equivocó de eslabón y el palo liberó un cangilón de hierro que cayó en el pozo golpeando las paredes —crac, crac— y finalmente la cabeza del artesano —croc—. Mohamed, no se esperó a comprobar si lo había matado, sino que, como sabía que acababa de perder el trabajo, robó lo que pudo de las alforjas del amo y huyó tras los rastros de las caravanas de suministros de Saladino.

Un viernes por la tarde lo sorprendió una tormenta de arena a las afueras de El Kubra, en el desierto del Sinaí, y se refugió en una tumba abandonada. Los egipcios solían mantenerse alejados de las tumbas antiguas por temor a las maldiciones de los magos faraónicos, pero aquella era una tumba modesta, una simple cámara excavada en el escarpe de una rambla seca y la inscripción de la entrada no parecía peligrosa: «Me cago en los muertos y en la puta madre del que me robe». Mohamed traspasó la entrada y penetró en una estancia de regulares proporciones, pelada, con un altar de ofrendas esculpido en la roca del fondo y restos desvaídos de pintura roja por techo y paredes. Mientras esperaba pensó en el nuevo rumbo que debía darle a su vida. A los veinte años, más o menos, no tenía oficio, ni beneficio, ni sabía hacer nada a derechas, si exceptuamos la ensalada de dientes de león que le salía en su punto, con su aceite, su sal, su zumo de limón y sus semillas de alcaravea. Lo de meterse a soldado lo descartó enseguida, en cuanto recordó al veterano de Tierra Santa, con un brazo menos, con el que había compartido el almiar de una fonda días atrás. El mutilado le explicó a las claras lo que es ser soldado. Te dan de comer una bazofia diaria para que no te falten las fuerzas, pero, por Alá, te muelen a palos, te extenúan en los entrenamientos y luego te ponen delante de los cristianos francos vestidos de hierro, unas malas bestias que cuando embisten con sus lanzas son capaces de hacer un agujero en las murallas de Babilonia.

Lo mejor, concluyó Mohamed, es hacerse religioso. Esos sí que viven bien sin dar golpe, da igual de la religión que sean. En torno a Jerusalén había tantas academias coránicas como en El Cairo, cerca de la marca que dejó el casco del caballo del profeta antes de ascender al cielo en carne mortal.

Mohamed no tenía mucha memoria. Eso era lo malo. Porque los religiosos deben memorizar el Corán y las leyes de los grandes exegetas y diversas oraciones. A Mohamed le fallaba la memoria. También, hasta donde era capaz de percibirlo, le fallaba el entendimiento. Muy listo no era. Lo único que no le fallaba era la voluntad.

De esta andaba sobrado. Y era testarudo. Cuando se le metía una idea entre las cejas, era difícil que la abandonara.

Cuando la tormenta cesó, reanudó su camino siguiendo los hitos de la ruta de las caravanas.

—Quizá si me hago ermitaño, me gane bien la vida, porque yo en asegurándome un par de platos calientes al día y algún que otro casquete con alguna devota que acuda a mí en busca de consuelo espiritual, ya con eso vivo y no tengo más ambiciones —discurría por la noche en un pajar, desvelado, con la nuca apoyada en las palmas de las manos, mientras contemplaba las estrellas.

En torno a Jerusalén había muchos ermitaños e iban en aumento pues llegaban de todo el Islam deseosos de habitar algún agujero cerca de la mezquita al-Aqsa, dando gracias a Dios y viviendo de las limosnas de los devotos. De ermitaño podía hacerse famoso. Quizá tuviera el don de detener las hemorragias de las doncellas, o de consolar la melancolía de las viudas, o de leer el destino de los creyentes desorientados por las complejidades de la vida.

A la mañana siguiente, extendió su raída esterilla, rezó la oración, hizo sus abluciones y tomó el camino de Jerusalén. Las caravanas daban un rodeo y atravesaban el desierto, para evitar la costa infestada de cristianos. Tras la huella de las caravanas, pero sin unirse a ninguna para que no le cobraran la capitación, se encaminó a la Ciudad Santa.

En Jerusalén, frente a la humilde fonda La Chinche Laboriosa, a la sombra de un sicómoro que se asomaba al valle de los profetas, un estudiante coránico le habló de Hassan ibn Sabah, el Viejo de la Montaña.

—A esta tierra sagrada de nuestros padres llegan los cristianos de tierras lejanas para arrebatarnos los Santos Lugares, mientras nuestros príncipes, Saladino incluido, viven una existencia cómoda y despreocupada, entregados a sus comilonas y a sus concubinas. Nuestros príncipes son indignos porque han pactado con el maligno. La única esperanza es el Viejo de la Montaña. Él restaurará el Islam y nos devolverá la antigua gloria. Él nos mostrará el camino. El que lo siga disfrutará los goces eternos del Paraíso.

Mohamed no era practicante estricto. Aparte de las cinco oraciones y abluciones diarias, que cumplía rutinariamente, no había visitado mucho la mezquita ni escuchado a los ulemas en los frescos pórticos de las escuelas coránicas. No obstante, las palabras de aquel joven, llenas de pasión y convicción, le tocaron alguna fibra íntima del alma. ¿Entregarse al Islam en cuerpo y alma? ¿Hacer del Islam su amo, un amo que no iba a golpearlo ni a escatimarle el salario, que se lo iba a dar todo a cambio de su ciega obediencia? No sonaba mal.

—¿Adónde hay que ir para conocer al Viejo de la Montaña? El estudiante sonrió.

—Despacio, hombre, que no es tan fácil. Te llevaré ante un hombre santo que lo conoce y quizá él quiera indicarte el camino.