CAPÍTULO LXXX

Las piedras engastadas en el pectoral conducían al secreto escondite de la Mesa de Salomón, el recóndito sanctasanctórum en el que la habían ocultado los obispos Totila y Rufinus en tiempos de la invasión sarracena.

Los viajeros anduvieron cuatro leguas, con una parada en el manantial de Regomello donde bebieron agua y permitieron abrevar a las bestias. Al final del camino subieron las cuestas que conducen a la ciudad de Arjona, alta sobre un cerro, una isla blanca en medio de un océano verde de olivos, higueras, allozares, prados y campos de pan.

El hombre que guardaba las puertas los invitó a seguir sin preguntarles quiénes eran o adónde iban, ni cobrarles fielato. Tomaron una calle pina, empedrada, y se encaminaron a la parte alta del pueblo, a la alcazaba redonda. Pegada a los muros de tapial y mampuesto se elevaba la antigua ermita mozárabe de san Nicolás, el guardador de los tesoros, el patriarca que pastorea las tres esferas.

Estaban en el lugar antiguo que había recibido cultos desde los tiempos de la Abominación, como testimoniaba la esfera de piedra asentada junto a los muros de la fortaleza, vestigio del antiguo templo matriarcal. Los viajeros ataron las riendas de sus cabalgaduras en las argollas exteriores. La puerta ferrada de la ermita chirrió al girar sobre sus goznes. El templo estaba desierto y en penumbra. Bajo la supervisión de Cantacuzanos, Grontal y Gorgo empujaron la pesada losa que coronaba el altar hasta desplazarla lateralmente. Debajo apareció la boca de un pozo estrecho cerrada con una tapa de piedra con su argolla de bronce. La asieron, tiraron de ella y abrieron el pozo. Ascendió un olor a humedad y a verdín no del todo desagradable. Descolgaron un farol atado del extremo de una cuerda. El pozo no era muy ancho, apenas lo suficiente para que por él descendiera una persona no demasiado voluminosa. Estaba construido de mampuestos en hileras, con algunas piedras planas saledizas a intervalos regulares que servían de escalera.

En el fondo había agua, pero por encima de su nivel el farol alumbró una bocamina cubierta con una bóveda. Descendieron, primero Guido, que cojeaba a causa de su pierna lastimada y tras él, temblando de emoción o de miedo, Cantacuzanos. Se internaron por un corredor salitroso y húmedo de techo tan bajo que los obligaba a avanzar inclinados, el farol por delante, iluminando un piso irregular, salitroso y crujiente que nadie había hollado desde hacía siglos. Accedieron a una cámara algo más espaciosa, que tenía al fondo una escalera con peldaños anchos y elevados, tan desgastados por el uso que les resultó difícil escalarlos. Penetraron en una cueva contigua. A la luz de las lámparas comprobaron que el final del túnel no era de mampostería, sino de piedra arenisca excavada en la entraña del monte. Nuevos peldaños estrechos y tortuosos se perdían en la oscuridad. Llegaron a un portal esculpido en la roca y minuciosamente decorado con signos antiguos.

—La Séptima Puerta —murmuró Cantacuzanos mientras se santiguaba a la bizantina.

La traspasaron. El aire era denso y en él flotaba un remoto efluvio de flor. Las voces despertaban ecos lejanos. Guido levantó la lámpara: estaban en una gruta natural inmensa, con estalactitas y estalagmitas, cuyos techos no alcanzaban a iluminar. Prosiguieron la marcha tropezando a veces en el suelo irregular, rodeando las enormes formaciones minerales que se alzaban como los pilares de una catedral. A trechos, breves hilillos de agua resbalaban sobre los muros. En otras partes goteaba el mineral formando delgadas columnas y caprichosas figuras: El terreno descendía. Al fondo de la cuesta percibieron un resplandor semejante al reflejo de la luz de antorchas en la lejanía. Quizá aquella pendiente desembocaba en una charca o en una corriente subterránea que recibía la luz del exterior. Las palabras se agrandaban en la gruta y volvían magnificadas y rotas en mil susurros, emanaciones de la montaña misma.

Así llegaron al final de la cuesta y comprobaron que las luces que creyeron percibir eran millones de insectos fosforescentes que pululaban sobre sus cabezas.

Tres pasadizos les salieron al paso, como las tres ramas de un camino que se abre. Cantacuzanos escogió el de la derecha. Lo siguieron unos cientos de pasos hasta que desembocaron en otra gruta cubierta de alta bóveda en cuyo centro se remansaba un lago de aguas quietas y transparentes.

Al otro lado del lago un pasadizo angosto los condujo a una chimenea por la que se despeñaba un rumoroso manantial de aguas calientes que al estrellarse con la roca viva de la base se deshacían en una nube de agua. Pasado el torrente accedieron a una nueva gruta, mayor que las precedentes, a juzgar por los ecos que devolvía.

—Simurg, el castillo de la luz —dijo Cantacuzanos con la voz rota por la emoción—, el lugar donde el hierro se torna del color de la carne.

En aquella sima no era la luz amarillenta mortecina de las lámparas de aceite lo que los iluminaba, sino la luz limpia y clara que mana del prodigio. De pronto otra luz se hizo en los corazones. Habían llegado a la última cámara, al lugar donde el espíritu del Poder velaba el sueño de los siglos en la Mesa de Salomón.

Un vivísimo resplandor levemente azulado emanaba del centro y descubría los ámbitos de la sala. No era la luz de un astro ni la de mil lucernas laboriosamente encendidas, era una luz espectral y consistente, como niebla fosforescente y tierna, que se derramara de un punto elevado, medio oculto entre un semicírculo de enormes pilares semejantes a nervudos árboles que elevándose del centro parecían sostener, como un palio, la inaccesible techumbre. La luz se dispersaba por entre aquellas columnas y descendía hasta el nivel del entorno algo más bajo, niebla encendida con la consistencia de un lento venero de espectrales aguas.

Guido y Cantacuzanos permanecieron en un ángulo de la gruta contemplando el prodigio, arrobados. La pierna de Guido había dejado de doler. Palpó la región donde un rato antes lo atormentaban las punzadas, hundió los dedos entre los huesos y comprobó que había sanado por completo.

Una alta gotera se desplomaba sobre un charco próximo y el rítmico sonido que producía era como el cristal levemente tañido, lo que hería el silencio y otorgaba extraña sonoridad al lugar.

—Jakim y Boaz —murmuró Cantacuzanos, y se postró sobre las piedras, tembloroso.

Del zurrón que llevaba a la espalda sacó una vestidura de alba blanca que Guido le ayudó a ponerse. Sobre ella, en el pecho, se ajustó la placa de oro en la que se engarzaban las doce piedras dragontías: La Fogosa, la Intrincada, las tres hermanas de san Todaro, la Manchada, la Luciente y la Nuececita; la Templada, la Reluciente, la Melada, la Peregrina, la Honda, la Granito y la Dolorida. Ataviado de esta guisa, se aminoraron un poco sus temblores.

—Así se acercaba al misterio el Resh Galutha —susurró, hablando consigo mismo—. Toda la vida esperando este momento. ¡Gracias, Señor…!

Se levantaron y avanzaron con precaución, dejando atrás las inútiles lámparas sobre el polvo. Llegaron al centro de la luz entre las columnas de piedra que parecían la entrada, sobre tres gradas que no se distinguía bien si eran talladas por la mano del hombre o naturales, tan desgastado estaba el antiguo altar. La morada de la Mesa de Salomón.

Circular, liso, con una concavidad en el centro en la que brillaba una extraña gema, un rubí grande como un huevo, rojo intenso, pero blando, como un corazón de piedra roja, que latía acompasadamente, y a veces desaparecía bajo su propio surtidor de oscura sangre.

Guido miró la placa de oro, la superficie minuciosamente decorada con signos y letras en torno a una gran exalfa, el trabajo de tres ángeles metalúrgicos y orfebres, según la tradición, que obraban para el rey Salomón.

Cantacuzanos había enmudecido. De rodillas, presa de temblores, murmuraba sus conjuros o quizá rezaba.

Guido se mantuvo detrás, a respetuosa distancia. Después de un rato, el griego se levantó, se acercó hasta el borde mismo del espejo y desplegó el saco de seda en el que envolverían la venerable reliquia. El auxilio de la Cristiandad, pensó Guido.

El resplandor que emitía el objeto creció como si mil soles se concentraran en él y la palpitación de la joya central, la Madre de las Sangres, se hizo más rápida; el surtidor de sangre, más intenso. Guido cerró los ojos, deslumbrado por la hiriente luz, y retrocedió unos pasos, desconcertado, con una sombra de pavor en el pecho. Cantacuzanos, los ojos abiertos al borde del espejo, como de un abismo, se inclinó sobre la reliquia y vio en la lámina de oro el reflejo de las doce piedras dragontías que llevaba en el pecho. Comenzó a descifrar los misteriosos arcanos.

Transcurrió una hora.

Guido, cegado por la intensa luz que crecía y llenaba la sala, se había retirado a la entrada del pasadizo y desde allí, a través de un velo echado sobre sus lastimados ojos, asistía al extraño portento: Cantacuzanos estaba ahora inmerso en la luz, ardía en el centro de una hoguera de llamas frías que no parecían consumirlo y continuaba sus operaciones, ajeno al mundo. Después de largo rato se volvió hacia Guido y descendió los tres peldaños con el paso vacilante de un autómata. El brillo del espejo lo había impregnado y lucía como si la luz brotara de su interior, como si un halo de invisibles llamas azules surgieran de él y lo ungieran. Su rostro y su persona se habían transfigurado. Parecía más limpio y elevado, como un espíritu desprovisto de toda material sustancia.

—Amigo mío, tendrás que regresar solo —le dijo al muchacho—. Yo me quedaré aquí velando la Mesa y la sabiduría. La Mesa está más allá de los hombres, de los dogmas, de las guerras y de las mezquindades de los gobernantes. Ante la inmensidad de los abismos que contiene no hay causa que merezca la intercesión de su poder, por eso las cuitas del mundo que aquí nos han convocado seguirán su curso y el Poder no intervendrá en ellas, ni el Nombre las modificará.

Guido comprendió.

—Regresa y sé feliz —le dijo el clérigo posando su mano ardiente sobre la cabeza a guisa de bendición.

Cantacuzanos regresó a la hoguera y se perdió en medio del resplandor. Guido comprendió que era inútil prolongar la espera. El mago no iba a regresar.

Lanzó una última mirada al milagro y regresó solo a la superficie. Grontal y Gorgo empujaron la piedra detrás de él, tapando nuevamente el pozo y sus galerías.

Salieron al exterior, a la explanada del alcázar de Arjona, que estaba desierta. Desde el mirador de la esfera de piedra contemplaron los campos que se prolongaban hasta las montañas azules y grises del fondo, la Sierra Morena.

—Tenemos que despedirnos —dijo Guido. Sus compañeros asintieron con tristeza.

Salieron de la ciudad y tomaron distintos caminos. Guido e Isbela hacia Beaucaire, el lugar de la muchacha, donde vivirían felices el resto de sus vidas; Gorgo y Grontal hacia las montañas del norte, donde los inviernos son largos y los bosques espesos se cubren de nieve, aunque, si les pillaba de camino, visitarían a la abadesa de Conouvert y pasarían a su amparo una temporada.

—Al Papa y a los reyes de la Cruzada no les hará ninguna gracia —observó el enano.

El semiorco se rió con su risa franca y escandalosa.

—¡El jodío, cómo aprende! —reflexionó Grontal, palmeando la ancha espalda, llena de cicatrices, de su amigo.

FIN