CAPÍTULO LXXVIII

Baruj Chaprut era médico, de una antigua estirpe de médicos judíos entre los cuales hubo también un ministro famoso en tiempos del califato. Ahora estaba viejo y casi ciego y sólo ejercía su profesión con los pobres. Cuando Pedro el Raposo se presentó ante él, lo contempló con sus ojos velados y lo reconoció.

—El muchacho de Praga. Ahora has crecido y eres un hombre.

—Sí, rabí.

—Desnúdate, hijo mío.

Pedro el Raposo se desnudó. Solo se dejó el pañuelo que le cubría la cabeza.

—Hijo mío, trae tus manos, que las acaricie —dijo Chaprut.

El escudero puso sus manos entre las del anciano y las encontró frías y apergaminadas, pero muy suaves. Aquellas manos acariciaron delicadamente las toscas manos del guerrero.

—Déjame que examine tu cabeza —dijo el anciano.

Pedro el Raposo se arrodilló e inclinó la cabeza. El médico le desanudó el pañuelo, palpó la frente y recorrió los relieves impresos en ella con las sensibles yemas de los dedos.

A1 término de su examen suspiró con amargura, como si se sintiera abrumado por el peso del mundo.

—Es hora de morir, hijo —murmuró.

Pedro el Raposo escrutó el rostro del anciano. Un cuervo se posó sobre un palo del tejado y miró al escudero. Pedro el Raposo lo reconoció. Era el cuervo que le habló en Delfos. Comprendió que la vida llegaba a su fin.

—Rabí, ¿es necesario que muera tan pronto? —preguntó—. Soy joven y vigoroso.

El viejo asintió en silencio.

—¡Ay, hijo mío! La vida es sólo un préstamo, somos menos perennes que el verdor de las eras y cuando nuestra misión se cumple tenemos que marchar. Consuélate. No conocerás las angustias de la decrepitud y la vejez. Te irás como viniste, en el momento de tu esplendor y de tu fuerza. Has recorrido los caminos del mundo, has amado, has peleado, has gozado, has vivido, pero tu misión, ayudar a que las Piedras del Destino se congreguen de nuevo, ha concluido. Ahora debes marchar.

—¿Cómo voy a morir? —preguntó el Raposo—. Mi padre nunca me lo dijo. Esperaba perecer en la batalla, bajo el sol luciente, entre relinchos y trompetas; que, al menos, quedara memoria de mi esfuerzo.

—Tu esfuerzo es de otra clase más callada —le dijo el anciano—. Tú eres el golem. Llevas en la frente, grabada por el dedo del cabalista de Praga, la palabra hebrea «vida». Yo, en este acto, le borro un trazo a la primera letra y la transformo en la palabra «muerte».

El anciano había borrado el trazo.

Pedro el Raposo se desplomó a sus pies y se deshizo al instante. Sólo quedó un montón de arcilla seca sin apariencia humana.

El cuervo miró el cadáver y enfoscó las plumas. Después levantó el vuelo y regresó a sus moradas.