CAPÍTULO LXXVII

Al día siguiente, antes del amanecer, Lucas de Tarento despertó al joven Guido.

—Hoy serás mi escudero —le dijo.

—¿Y Pedro el Raposo? —preguntó el joven.

—Ha ido a encontrar su destino, como nosotros debemos prepararnos para el nuestro. Ármate porque vamos a rescatar la piedra Dolorida.

Los dos guerreros se armaron con sus respectivas cotas de malla, cada uno calzó y vistió al otro, como hacían los caballeros de antaño antes de la batalla, y se ciñeron las brillantes espadas.

La guarida del Lagarto estaba en la misma gruta de la que brotaba el manantial, frente a la mezquita vieja. Hacía mucho que la bestia dormía, pero, de todos modos, los habitantes de los contornos realizaban cada año diversos ritos y conjuros para evitar que despertara. Algunos creían que había muerto; otros, que sólo estaba dormida, con ese extraño sopor que a veces mantiene la vida latente de los grandes y misteriosos reptiles.

Lucas y Guido se adentraron en las entrañas de la montaña, después de beber del fresco manantial. Al principio tuvieron que arrastrarse por un estrecho pasadizo, después el espacio se ensanchó y, ya de pie, prosiguieron el camino, alumbrándose con hachones de resina por una serie de cavernas que se comunicaban. Encontraron osamentas de ovejas y de personas devorados por el monstruo, ninguno reciente.

El monstruo dormitaba su profundo letargo en una honda grieta del cerro interior. Parecía un lagarto, aunque de enorme tamaño, con una boca capaz de engullir a un hombre a caballo. El cuerpo era verde claro, escamoso; los ojos, saltones bajo los espesos párpados; el hocico, remachado y negro. Cuando descubrió a los intrusos abrió la boca un par de veces, grande como la puerta de una iglesia, mostrando las tres filas sucesivas de dientes que guarnecían sus mandíbulas.

De las oscuras fauces exhalaba un pestífero aliento a carne podrida. Cuando observó a los dos caballeros vestidos de hierro y armados de espadas, lo asaltó el confuso recuerdo de viejos lances y supo que venían a matarlo. No era la primera vez que se enfrentaba a hombres de armas. Los restos de cotas mordisqueadas y de armas oxidadas y rotas alfombraban la cueva.

El Lagarto reptó ágilmente hasta situarse en una plataforma rocosa desde la que dominaba a los dos hombres. Allí se agazapó y esperó. Por encima de la roca sólo asomaba la dura ceja y la inmóvil pupila redonda y brillante. El saurio calculó el salto. Cuando los guerreros cruzaran el arroyuelo que discurría por el centro de la gruta, caería sobre ellos y los devoraría.

El Lagarto nunca había visto una ballesta. Contempló con su ojo brillante las actuaciones del caballero, primero tensarla con el armatoste, un conjunto de cuerdas, carruchas y manubrios que Lucas de Tarento accionó hasta que el arco de acero estuvo listo y los nervios encordados sujetos por el trinquete o nuez. El Lagarto asomó algo más la cabeza y vio que el caballero Lucas introducía en la ranura del arma un virote con la punta de acero y las aletas de cuero. Luego lo vio apuntar cuidadosamente en su dirección, la mejilla sobre el astil de palo, el ojo izquierdo cerrado. Por encima de la roca el caballero sólo veía la ceja de pedernal y el ojo del Lagarto. Contuvo la respiración y oprimió el disparador. Zumbó la cuerda de nervio al liberarse de la nuez y el proyectil silbó por el aire y se clavó en el ojo de la bestia con tal fuerza que le atravesó el cerebro y asomó más de un palmo por la cresta pétrea que le recorría la parte superior del cráneo.

El Lagarto rugió herido, se alzó sobre sus patas y saltó contra sus enemigos. Los guerreros lo aguardaban empuñando las espadas.

El primer envite del Lagarto, chapoteando sobre el arroyo, quedó corto y sólo consiguió quebrar una estalactita de un potente coletazo.

Rugiendo de dolor, pues se había lastimado la cola, el Lagarto fijó el ojo sano sobre los intrusos y se lanzó contra el primero de ellos, el caballero Lucas. Este esquivó la dentellada, que se cerró con un chasquido a pocos centímetros de su cabeza, y atacó a su vez con la espada montante, larga y pesada, que sólo había usado en contados duelos a pie. El primer mandoble rebotó sobre las escamas del reptil y apenas le causó un corte superficial en el pescuezo. La cola enorme se abatió sobre el caballero y de no ser por la interposición de una roca, que detuvo el golpe, quizá lo hubiese aplastado. Lucas de Tarento comprendió que las duras escamas guardaban al monstruo de las heridas filosas. Si quería acabar con él, debía herirlo de punta. Se incorporó, miró a Guido que, parapetado tras otra roca, esperaba órdenes, y emitió el grito de guerra.

—¡Sus!

Los dos caballeros atacaron simultáneamente. Guido consiguió clavar su espada hasta la empuñadura en el ojo sano del lagarto al tiempo que su maestro alcanzaba el corazón de la bestia entrándole en la piel blanda de la coyuntura de una de las patas delanteras.

Herido de muerte, el animal se desplomó y coleó lánguidamente mientras el zócalo de roca se cubría de pequeños regatos de sangre. Lucas de Tarento desenvainó el cuchillo de montero y lo hundió en la garganta de la bestia. Hurgó un rato entre los tegumentos blanquecinos, bajo la lengua, hasta que topó con algo duro. Metió la mano y la sacó ensangrentada con la piedra Dolorida.

—Creo que podemos regresar —le dijo a su compañero.

—Sire —dijo Guido al llegar a la boca de la cueva—, ¿no os ha parecido que el Lagarto se ha defendido poco?

—Quizá —respondió Lucas—. Es posible que estuviera cansado de vivir. El mundo es muy antiguo y algunas criaturas pudieran estar hartas.