Los viajeros remontaron las primeras estribaciones de Sierra Morena y descendieron por las riberas del río Magaña, entre empinados riscos que se erguían sobre sus cabezas como los pilares y los muros de una catedral. Los acebuches, las encinas y las retamas se asomaban a los precipicios en equilibrios vertiginosos.
El Magaña bajaba impetuoso y mineral, arrastrando algunos peces muertos.
—¿Peces muertos? —dijo Grontal—. ¿No es eso un mal agüero?
—Pudiera ser, si no encontramos la explicación natural aguas arriba —dijo Cantacuzanos.
Mediando la mañana la encontraron. Una mujer gorda, mochilona despatarrada en medio del arroyo se lavoteaba sus partes íntimas.
—¡Una ondina! —señaló Guido.
—¿Una ondina? —replicó Pedro el Raposo—. ¿Dónde has visto tú una ondina gorda, con las mantecas al aire y el pelo blanco como la pus aunque lo tiña de rojo para disimular?
—Eso es cierto —dijo Cantacuzanos—. Las ondinas son estilizadas y sutiles, casi transparentes y sólo se dejan ver en camiseta mojada, nunca en sus cueros tan groseramente como esta virago.
Grontal se adelantó con el hacha en la mano:
—¡Eh, tú, mujer o lo que demonios seas! ¿Quién eres?
La gorda, sorprendida por la súbita concurrencia de tantos mirantes, se tapó las vergüenzas y, aunque al principio puso cara de pasmada, enseguida se recompuso dado que lo que le sobra es jeta.
—Soy Pilara Palizón, la reina de los iberos —informó con suficiencia.
¡Ya estáis marchándoos de mis dominios!
—¡Vaya, hombre! —exclamó Cantacuzanos con fastidio—. ¡Hemos ido a dar con ella!
—¿La conocéis? —preguntó Lucas—. ¿Quién es?
—Una vacaburra vanidosa que se cree la reina de estas tierras porque ahí arriba en esas peñas, en el lugar del Collado de los Jardines, hubo un santuario de la Abominación. Ahora ya no lo venera nadie y la magia se ha marchitado, pero esta pirada, que sólo busca notoriedad, se empeña en resucitarlo.
—¿Qué hacemos con ella? —preguntó el semiorco.
—Darle de lado y seguir a lo nuestro. Ya digo que lo que busca es publicidad y que se hable de ella. Le diremos que su nombre es famoso en toda la tierra y dejará de molestar.
—¡Eh, tú! —le gritó Grontal—. ¡Nos postramos ante una mujer cuyo nombre anda en boca de todos!
Pilara Palizón sonrió complacida, con la media sonrisa escorada de su boca sin labios y ellos pasaron de largo, sin mayor daño. Estaban impacientes por llegar al lugar de las cuevas.
El semiorco la miró detenidamente al pasar junto a ella. Grontal lo advirtió y le dio con el codo a Pedro el Raposo.
—Parece que la Pilara Palizón le gusta a Gorgo —observó.
—A Gorgo le gusta cualquier ser moviente que tenga buenas mantecas —comentó el escudero—. La vulva alopécica de la gorda lo excita no por lujuria sino porque se la imagina asada a la parrilla.
Faldearon la montaña dejando a la derecha el castillo y el poblado de Vilches y tomaron una calzada que se abría hacia el este, a través de un bosque. Al remontar un otero, el valle hermoso se ofreció a las miradas de los viajeros.
—Hemos llegado a Eritrea, la de los hermosos campos —avisó Lucas de Tarento—. Un día estos parajes fueron las aguas del lago Ligustino hasta que un terremoto lo abrió y lo vació en el mar. Todavía queda un lugar al que llaman el Piélago, en recuerdo de aquello. Y eso que veis ahí delante es nuestro primer destino: Giribaile o las Cuevas.
Los viajeros contemplaron una montaña no muy elevada, de bordes escarpados. Reanudaron el camino charlando animadamente. La cercanía de la meta les ponía alas en los pies y regocijo en los corazones. Incluso Cantacuzanos, habitualmente tan parco en palabras, se mostraba optimista y hablador.
—Giribaile parece una montaña —dijo Lucas de Tarento—, pero también es casi una isla, porque la rodean tres ríos, el Guadalimar, el Guadalén y el Guarrizas, que se juntan para rendir sus aguas al Guadalquivir. En esa meseta de Giribaile, entre los tres ríos, floreció en los tiempos de la Abominación la ciudad de Tartessos, cuyo rey Argantonio vivió cientos de años. Ahora sólo queda un montón de piedras y la ciudad yace sepultada en el olvido. Por aquí discurre la vía Heraclea, que une Roma con Cádiz, y el camino real de Toledo a Almería, que pasa por Úbeda y Granada. Bajo estos campos, en la entraña de estos riscos, crecen los minerales de Cazlona, la mina famosa de la que Aníbal sacaba la plata para su ejército.
—¿No luchaban por el Paraíso, entonces? —quiso saber el enano Grontal.
—No, amigo mío, todavía no habían llegado las religiones monoteístas con sus camelos.
A Cantacuzanos no le agradó el comentario. Se apresuró a desviar la conversación.
—Giribaile significa «el lugar de Gerión», el rey que había nacido junto a las fuentes del río Tartessos, «de raíces argénteas». La matriz que lo contuvo era la peña forada o hueca, un santuario de la Abominación, al otro lado de la montaña.
—Los tres cuerpos gigantescos que tenía —señaló Lucas—, son los tres ríos.
—En tiempos de la Abominación —prosiguió Cantacuzanos—, hubo un gran terremoto seguido de un diluvio. Cuando se retiraron las aguas, los ríos estaban colmatados de barro y habían dejado de ser navegables. Entonces Tartessos se arruinó y cedió su importancia a una nueva ciudad surgida unas leguas más al sur, Cástulo.
Remontaron una cuesta entre árboles centenarios y llegaron al monasterio de Giribaile, unos humildes edificios apoyados en el escarpe del cerro. Una cerca de piedras sueltas evitaba que las ovejas invadieran el espacio empedrado que precedía a los edificios. Una enorme higuera cobijaba una fuente junto a una alberca antigua, de piedra, con su abrevadero y sus lavaderos.
Se abrió una puertecilla y salió un monje enteco y descalzo, vestido con un tosco sayal de estameña, al que no le hubiera venido mal un lavado, incluso dos.
—Selam malikum. ¿Qué se ofrece a los viajeros? —preguntó humildemente, creyéndolos musulmanes.
—Que Dios te dé su paz —respondió en cristiano Cantacuzanos, al tiempo que se echaba hacia atrás el sombrero de paja para mostrar su tez y sus facciones occidentales.
El ermitaño abrió los ojos desmesuradamente y recogiéndose las faldas corrió a llamar al abad. Unos instantes después, un hombre de barba canosa, no menos enteco que el primero, se asomó por uno de los agujeros del acantilado, a la altura de un tercer piso, y, al reconocer a los visitantes, bajó a recibirlos y apareció por una de las puertecillas inferiores, todo amabilidad y afecto.
—¿Sois los peregrinos que estaba esperando? —preguntó—. Llevo meses aguardándoos. ¿Qué os ha demorado tanto?
—Las dificultades de la vida —dijo Lucas al tiempo que descabalgaba.
—Soy el abad Singerico —se presentó el ermitaño al tiempo que daba la paz besando en la boca a cada uno de los viajeros, excepto a Grontal, Gorgo e Isbela, ante los cuales meramente se inclinó.
Los invitó a pasar a lo que parecía una humilde casilla apoyada en el escarpe de la montaña. Dentro encontraron una escalera tallada en la piedra que conducía hasta el nivel superior, a través de varias habitaciones. La escalera ascendía de nivel en nivel y llevaba a galerías y celdas excavadas en la roca viva, a cincel, a lo largo de siglos, quizá de milenios. En el tercer nivel, el abad Singerico los condujo por una galería jalonada de diversos aposentos, almacenes, oratorios, dormitorios y hornacinas vaciadas con minuciosa paciencia. Al final llegaron a un cuarto de forma circular, con un banco corrido en torno a una mesa, también de piedra. Una hermosa ventana se asomaba al paisaje, al bosque, al lago y a los montes azules.
—Esta es la sala capitular —explicó Singerico—. Tomad asiento, hermanos.
Apareció un lego joven con un cuenco de cremosa leche recién ordeñada. Singerico le añadió un poco de sal, lo removió con un palo y lo hizo circular entre los visitantes, que fueron sorbiendo por turnos. Guido, celoso, posó los labios donde los había posado Isbela, para evitar que nadie catara la saliva de la amada.
Llegó la hora de la cena, a la que convocó una campanita lejana. De las cuevas de la montaña fueron saliendo ermitaños para concurrir al ágape. Hacía buen tiempo y lo tomaban fuera, en la lonja empedrada de la higuera. La comida consistía en ajo blanco de habas secas, con su miga de pan, su ajo, su aceite de oliva y su vinagre, acompañado de huevos duros, uno para cada dos monjes, aunque a los visitantes les dieron uno por cabeza. Después circuló de mano en mano una cestilla de higos secos y pan para que cada uno tomara un puñado de higos y una rebanada.
Aquella noche durmieron sobre los humildes jergones de paja de las celdas de los transeúntes. Cuando amaneció, mientras los monjes cantaban su gorigori, los viajeros visitaron las cuevas talladas, con ventanas altas y bajas abiertas en la pared de la montaña a distintas alturas.
Mientras desayunaban leche, pan e higos secos, Singerico explicó a sus huéspedes las dos variantes del monacato cristiano, la anacorética y la monástica.
—Los anacoretas se retiran a un despoblado o desierto para ayunar y mortificarse; los monjes somos antiguos anacoretas que hemos decidido agruparnos y aceptar una regla común. En Giribaile observamos la regla de san Antonio, el primer anacoreta en el desierto de la Tebaida, el que se apartó de todo contacto humano y perseveró en la virtud, a pesar de las tentaciones que le enviaba el maligno en forma de mujeres hermosísimas que se le presentaban a todas horas y le solicitaban cópula carnal.
—¿Qué es cópula carnal? —inquirió Gorgo.
—Follar —le aclaró Pedro el Raposo—. Y cállate que esto se está poniendo interesante.
—¿Y san Antonio qué hacía en esa tesitura? —preguntó Grontal, el enano.
—¿Qué iba a hacer? —dijo el abad Singerico—: perseverar en la virtud, castigar sus carnes con azotes y hasta, eso sostienen los libros piadosos, con hierros al rojo vivo.
—¡Caramba! —exclamó el Raposo—. ¡Eso tiene que doler!
—¡Más duele el pecado! —repuso Singerico—. El monacato llegó a España en tiempos de los visigodos, pero, como veis, perdura incluso bajo el dominio sarraceno. Nuestro objetivo es alcanzar la apatheia o imperturbatio, una paz profunda consecuencia de la aniquilación del deseo y al dominio de las pasiones humanas. Por eso vivimos en la soledad del cenobio, para superar las tentaciones. Habéis de saber que cada pecado proviene de una tentación y cada tentación proviene de un demonio. El más peligroso de todos es el demonio del mediodía, el que infunde dudas acerca de la sensatez de la vida ermitaña. A veces consigue la inrationabilia confusio mentis o confusión irracional de la mente.
—¿Y qué ocurre cuando un monje sucumbe? —inquirió Isbela.
—Que ahorca los hábitos y se reintegra a la vida seglar, a las mujeres, al vino, a los placeres, a la copulación en sus diversas posturas, a la parranda, a la disolución de la virtud —el piadoso abad se santiguó tres veces al evocar tantos peligros—. Entonces oramos y ayunamos durante tres meses por el desertor Christi miles o el soldado desertor de Cristo.
—Los eremitas de la Tebaida observaban las costumbres de los reclusos o katochoi de los templos de Serapis, en el antiguo Egipto —añadió Cantacuzanos—: unos hombres obsesionados por la idea de combatir a los demonios.
A Singerico no le agradó que le recordaran el origen pagano de sus prácticas, pero no replicó. Se despidió pretextando obligaciones ineludibles y los viajeros continuaron su paseo explorando unas anchas estancias talladas en piedra que penetraban profundamente en el interior de la montaña y se comunicaban por pasillos laterales.
—Este es el santuario —dijo Cantacuzanos.
Junto a la cueva había una escalera excavada en la roca, con su pasamanos. Ascendieron con precaución, pues algunos peldaños estaban muy gastados.
—La escalera termina aquí —observó Lucas de Tarento al llegar a una meseta intermedia—. Falta un segundo tramo para alcanzar la parte superior.
—Es una escalera que no conduce a parte alguna porque en realidad conduce al cielo —dijo Cantacuzanos—. Un oratorio para una sola persona. Esta mesetilla es el habitáculo de la iniciación, como en San Baudelio.
Prosiguieron el paseo por un camino que ascendía suavemente a lo largo del escarpe hasta la planicie de arriba. Allí había un enorme pastizal que había crecido sobre los restos soterrados de la ciudad antigua. Un enorme amontonamiento de piedras señalaba el lugar de la muralla.
Un monje joven y lampiño guardaba un rebaño de cabras. Se acercó a los visitantes, lanzando furtivas miradas a Isbela, y les explicó:
—Aquel castillo que veis al fondo, donde ahora hay una guarnición de moros (no hay cuidado con ellos, son buena gente, aunque aburrida, y se pasan el día pelándosela), perteneció en su tiempo a un noble godo llamado Gil Baile. Cuando llegaron los moros pactó con ellos y los ayudó, y ellos, a cambio, le entregaron el castillo con la tierra que se divisara desde su almena más alta. Entonces Gil Baile alargó la torre cuanto pudo, de manera que se quedó con toda la comarca. A la entrada del castillo puso un letrero que decía:
De río a río todo es mío. Esta es la tierra de Gil Baile que no morirá ni de sed ni de hambre.
—Era algo soberbio, el fulano —comentó el Raposo.
—Bastante soberbio —dijo el monje—, pero ahora viene lo bueno. Un día, don Gil Baile andaba persiguiendo a un venado y su caballo se encontró de pronto con la boca de una mina antigua, frenó en seco y despidió al jinete por las orejas. Aquí tienes a don Gil Baile precipitándose en la bocamina y dando una gran costalada en el fondo del pozo. Cuando el caballo regresó a sus cuadras, sin el señor, los criados se preocuparon, es posible que tampoco mucho, según los tratara, y salieron a buscarlo, pero las tierras de don Gil Baile eran tan extensas que no dieron con él, hasta que, por casualidad, unos cazadores encontraron el cadáver, años después, en el fondo del agujero. Por lo visto se había fracturado las piernas al caer y no pudo salir.
—Al final murió de sed y de hambre.
—Exactamente. Lo contrario de lo que había pronosticado. Algunos dijeron que sobre estos acantilados pesaba una maldición, pues el gigante Gerión, antes de morir, maldijo a los que ocuparan sus tierras. Solamente los anacoretas, que no tememos a la muerte, sino al pecado, nos hemos atrevido a vivir aquí desde entonces.
Mientras el grupo escuchaba las explicaciones del monje pastor, Cantacuzanos y Lucas de Tarento se apartaron para conversar y llegaron hasta el otro lado de la meseta, donde una humilde vereda conducía a un antiguo oratorio de la Abominación, apenas una concavidad en la roca con la esfera de piedra que adoraban los paganos.
—¿Cómo podrás descifrar el Espejo de Salomón para que libere su poder? —preguntó Lucas.
—Las piedras dragontías, cuando están juntas y debidamente ordenadas sobre el pectoral del Sumo Sacerdote, lo defienden de los rayos divinos que la Mesa irradia y le infunden la claridad de pensamiento necesaria para que pronuncie sin temor la palabra absoluta. Hemos traspasado seis de las Siete Puertas. Ahí adelante nos espera la séptima. Junto a cada una de ellas había un árbol de una especie distinta.
Los nombres verdaderos primigenios de estos árboles los sabe el enano Grontal, por eso lo reclamé para la expedición. Con la inicial de cada árbol se compone la palabra terrible que debo pronunciar, como Sumo Sacerdote, para que la Mesa realice su poder.
Paseando por la montaña, Cantacuzanos explicó a su amigo el sentido de una sabiduría secreta, la Cábala, el legado espiritual transmitido a la sombra de las sinagogas, aunque fuera de ellas porque no todos los rabinos la aprobaban.
No se trata de una enseñanza común, accesible a todos —advirtió—. La Cábala conduce al conocimiento del mundo a través del lenguaje de Dios o su escritura. La palabra de Dios está en las Escrituras reveladas. La inteligencia infinita de Dios condesciende a plasmarse en un libro sagrado en el que, por venir de Dios, no puede existir nada que sea casual. Es un mecanismo de infinitos propósitos en el que caben los esquemas de la creación, sus razones, su justificación y todos los elementos, por complejos que sean, de que se compone el universo. Una emanación directa y voluntaria de Dios tiene que participar de su propia perfección de su omnipotencia y de su infinitud. Por lo tanto si el hombre lo estudia puede remontarse a la comprensión de la obra divina, pueda trascender sus límites y levantarse hasta la inteligencia de Dios. Es una escalera para ascender al Todopoderoso. La única duda que me queda, y que a veces me atormenta, es la imperfección del mundo, el mal que contiene, la enfermedad y la injusticia. Aunque, por otra parte, disculpo a Dios. Lo creó sólo en siete días. Me parece que no se puede exigir más de lo que evidentemente fue un trabajo temporal.
Así pasaron el nuevo día y al amanecer del siguiente se encaminaron hacia su última etapa, más al sur, por caminos recónditos, cruzando dos ríos y algunas florestas en las que anidaban muchas especies de pájaros y excavaban sus madrigueras el inquieto conejo y el sangriento hurón.
—La ciudad de la seda —dijo Lucas de Tarento señalando en el horizonte.
Caía la tarde. Desde muy lejos contemplaron una fortaleza larga que coronaba una peña gris recortada entre varias montañas de afilados perfiles que el sol poniente doraba. La ciudad se extendía en la falda de la montaña ceñida por las murallas blancas como un collar de perlas. El caserío era igualmente blanco, con las manchas verdes de los huertos, de los cipreses y las higueras despuntando por encima de los corrales.
—Nuestro último destino —dijo Lucas de Tarento con un asomo de melancolía—: Jaén, la ciudad apacible, famosa por su seda, por sus moreras y por sus manzanas de cera pequeñas, blancas y dulces, con un punto agrio. En la parte más antigua de la ciudad hay una peña dura de la que brota un manantial grueso como el cuerpo de un buey y en ese manantial habita el Lagarto que guarda la piedra Dolorida.
Arrearon las monturas y se incorporaron al flujo de hortelanos y trajinantes que acudían a la ciudad pues era víspera de mercado. Entraron por la puerta de Martos, a la sombra del torreón imponente, y siguieron la calle maestra que conducía al manantial y a la mezquita vieja y, atravesando la ciudad, llegaba hasta la mezquita nueva.
Cerca de la puerta de Martos había una fonda grande, La alcaicería de Poyagorda, el hornero de los Caños, rezaba el cartel. Penetraron en el amplio zaguán y contemplaron el enorme patio empedrado rodeado de soportales, los almacenes de los mercaderes, las cuadras en la planta baja y los aposentos de alquiler arriba. Los viajeros pasaron allí la noche en paz y sosiego, cansados pero satisfechos.