Sven desembarcó en el animado puerto de Almería tras recorrer la costa en una nave almohade que recogía espadas y hierros de deshecho con destino a las herrerías de Túnez. El rubio se hacía pasar por un mercenario turco del califa almohade. Vestido de chilaba corta, con las musculosas piernas al aire, el pico del turbante cruzado delante de la boca, dejó su impedimenta al cuidado del guarda de los baños del Toro, detrás de la mezquita mayor, y se dirigió al cercano mercado, donde adquirió un buen caballo y un asno para las provisiones. Abastecido de todo lo necesario, aquel mismo día tomó el camino del norte, el que discurre por la hoya de Baza, entre cerros pelados y valles verdes, y enlaza con el curso fluvial del Guadiana Menor. Unos días después llegó a Tísear, entre las montañas meridionales, y durmió en el santuario, junto al torrente de aguas santas, confundido entre los peregrinos. Cuando amaneció atravesó el puerto de montaña y se unió a una recua de trajinantes que se dirigía a la feria y mercado anual de Quesada. Al día siguiente avistaron Cazorla y el guerrero se despidió de los caravaneros.
Cazorla. Un peñasco gris en medio de un bosque verde y un castillo medio derruido. Allí habitaba la dragona Tragantía, la dueña de la piedra Granito, en un subterráneo tan escondido que nadie conocía su entrada. Desde un otero, bajo la potente enramada de una encina que lo protegía de los rigores del sol, Sven contempló los muros erosionados del castillo. Se extendía a todo lo largo de una peña extensa que se asomaba a una cortada, En el hondón, casi oculto por la arboleda, se escuchaba el murmullo de un río estrecho y caudaloso.
El guerrero estudió el territorio desde su altura, antes de aventurarse. No veía ni la más ligera traza de cueva alguna que pudiera ocultar a la dragona. Sólo una arboleda intrincada que tendría que explorar pacientemente hasta dar con la guarida del monstruo.
Sven suspiró, resignado, palmeó el pescuezo de su caballo y reemprendió el camino. Miró hacia atrás. El asno atado de reata los seguía cabizbajo con su fardo de impedimenta sobre la albarda. El guerrero rubio volvió la cabeza para mirarlo. Quizá atado frente a la boca de la cueva le pudiera servir de reclamo para cazar a la dragona.
Bajó la cuesta y se detuvo. Aguzó el oído. Le había parecido percibir música en la enramada. En efecto, los acordes de un laúd morisco se oían a través de la muralla vegetal. El guerrero se abrió paso hacia ellos. En un claro del bosque, junto a una alfaguara que manaba agua fría sobre un antiguo pilar de piedra, había una gran tienda de campaña, blanca, circular, con el mástil central adornado con tres esferas doradas, a la morisca, y, a su lado, un lujoso palanquín de viaje, rojo, con las cortinas de cuero fogueado. En torno a la tienda se veía hasta una docena de personas, entre subsaharianos armados, pajes, esclavas y damas, cada cual ocupado en sus menesteres.
El guerrero abandonó el bosque y se acercó abiertamente a través del prado. Dos subsaharianos le salieron al paso.
—¿Quién eres y adónde vas? —preguntó uno de ellos.
—Dejadlo que se acerque —dijo una dama desde la espesura.
Sven le Berg descabalgó y se aproximó a la mujer. Era morena y hermosa. No aparentaba tener más de veinticinco años, aunque su mirada profunda y sabia sugería más experiencia. Vestía calzones de seda, a usanza islámica, que se ajustaban en la cintura resaltando su talle fino y sus caderas espléndidas. Encima llevaba una camisa sencilla y un chaleco de tafilete que no lograba disimular la hermosura de dos pechos grávidos y firmes, más bien la realzaba. Era tan hermosa y las facciones de su rostro eran tan delicadas que Sven no pudo ocultar la impresión que le causaba.
—¿Quién eres? —preguntó la dama con su voz de seda.
—Sólo un viajero que se dirige al norte, a una guarnición del califa, señora —respondió Sven.
—Yo soy Sara la Goda —dijo ella—. Llevo las cenizas de mi difunto marido a la Peña de Sirio, en Sierra Morena, donde las sepultaremos según su deseo. Me he detenido en esta arboleda para refrescarme de los rigores del mediodía y sestear. Si te place descansa junto a nosotros, come y restaura tus fuerzas antes de proseguir tu camino. Veo, por tu acento, que procedes de lejanas tierras ¿quizá del otro lado del mar? Me gustaría escuchar tu historia.
—No deseo otra cosa que servirte, señora —dijo Sven.
La dama lo tomó familiarmente de la mano y se adentró con él en la arboleda mientras los criados subsaharianos se ocupaban del caballo y del asno.
Un camino antiguo, empedrado y medio invadido de malezas, discurría hacia el castillo como un túnel verde. Algunos rayos de sol, abriéndose paso entre las ramas, fingían manchas de oro sobre el oscuro pavimento. La vereda, en suave cuesta, zigzagueaba siete veces antes de alcanzar la carcomida puerta de la fortaleza. La dama remontó la senda en silencio con el guerrero de la mano. Sven percibía de manera creciente el aroma a rosa densa que emanaba el cuerpo femenino, un aroma que lo envolvía también a él y lo teñía de una suave dulzura azul. Pensó que el marido de aquella señora, donde quiera que estuviese su alma, debía de echarla de menos y sintió una violenta atracción por ella.
Miró atrás. Se habían alejado del campamento lo suficiente para que no escucharan sus gritos. Podía tomar lo que deseaba allí mismo, sin estorbo de nadie.
Entonces lo sorprendió la mirada de la dama, una mirada intensa y sensual. Ella había percibido su deseo y parecía dispuesta a entregársele de buen grado. Se aproximó a él y lo besó largamente, tomándole la cabeza entre las manos delicadas y frías. Sven notó la lengua fina y cálida de la beldad explorando su boca y encontró su saliva dulce y templada.
En el patio abandonado los helechos crecían espesos y mullidos, como un camastro natural. Sven abrazó a Sara la Goda y la abatió lentamente sobre aquel blando verdor que, al echarse, se cerró sobre ellos encerrándolos en un capullo vegetal. La dama pesaba más de lo que aparentaba, lo que el guerrero atribuyó a las carnes densas y jóvenes. Se desnudaron sin dejar de besarse. Contempló con deseo aquel cuerpo perfecto de piel delicada y brillante como el nácar, con un pequeño tatuaje, una rosa azul, entre la cintura y el redondo trasero.
Sven recorrió con sus besos el cuerpo de Sara desde el meñique del pie derecho hasta la nuca (ella se había despojado de todo menos del escarpín dorado que protegía su pie izquierdo y de una cinta de tafilete morado que le rodeaba el cuello). Después desandó nuevamente con la lengua el deleitoso camino. Con el intercambio de caricias y besos, su erección era tan grande que le dolía. Todavía se demoró en otras caricias más íntimas, con la lengua y con los dedos, mareado por el olor a almizcle y rosas que la dama emanaba.
—Éntrame —suplicó ella con la voz descompuesta y ronca de un cisne suave.
La penetró delicadamente. Sara la Goda elevó las piernas, como dos columnas vivas, al cielo vegetal de la pérgola arbolada y se abrazó con ellas al amante al tiempo que lo hacía con los brazos, entre profundos suspiros y quedas palabras de amor al oído.
Era la mujer más hermosa que había conocido jamás, y había conocido a muchas mujeres, desde las rubias y pecosas de su tierra natal, dignas en público, apasionadas en la intimidad, hasta una princesa siria de ojos insondables como la noche y la piel tostada como la Sulamita que encantó a Salomón. También prostitutas de alto rango y mozas de miserable mesón. Ninguna le había deparado una pasión tan desaforada y repentina como aquella viuda de edad indefinible que se le entregaba sin términos en las ruinas deshabitadas de un castillo.
Estaban desnudos y rodaban de un lado a otro de la cama de helechos según los lances venéreos. Sven mientras penetraba a ritmo creciente en el cuerpo de la dama, sentía el tacto frío y envolvente de las piernas femeninas aferradas a su trasero, a sus muslos, a sus piernas, a sus pies, un tacto progresivamente helado que le inmovilizaba los miembros con una fuerza que sin duda anunciaba la inminencia del orgasmo. También él percibió el asalto de un espasmo largo y copioso como no recordaba haber sentido hacía mucho tiempo. La dama se mantenía boca contra boca entre jadeos y besos sobre el cuello, debajo de la oreja. El guerrero esperaba la laxitud que sigue al placer, pero la presión de las piernas femeninas en torno a las suyas no remitía. Además, percibía algo anómalo en aquel contacto. Un pensamiento que antes había rechazado, en los ardores del coito, volvió a asaltarlo ahora. La piel de la dama se había vuelto fría y el abrazo de sus piernas seguía abarcando absurdamente su cintura, sus muslos, sus propias piernas y hasta sus pies. Alarmado, Sven le Berg se desasió de la boca insaciable de la mujer, volvió la cabeza y miró: no eran los muslos de la dama, sino los anillos de una enorme serpiente lo que lo abrazaba y oprimía. En aquel momento la boca de Sara se abrió hasta desencajarse, una boca monstruosa que buscó la garganta del guerrero. Sven lo comprendió todo: aquella mujer era la Tragantía. La dragona lo había hechizado para seducirlo con la forma de una mujer deseable.
Sven apartó su yugular de la boca de la espantosa criatura justo a tiempo de evitar la afilada dentellada de unos colmillos agudos y sanguinolentos. Aullando de asco y de miedo se zafó del abrazo de la serpiente sintiendo el frío del monstruo en su miembro viril y mientras luchaba por escapar de la Tragantía reparó en que seguía siendo una hermosa mujer de cintura para arriba, aunque de las caderas para abajo se hubiera convertido en una serpiente gruesa, larga y repugnante.
Sven había dejado su jubón, con la daga al cinto, en la cabecera. La hoja escapó de la vaina con un lúgubre tintineo.
La cabeza de Sara, hermosa y sensual, pero con un brillo diabólico en los ojos, volvía al ataque con sus colmillos de serpiente y su lengua de reptil larga y bífida. Sven le lanzó una cuchillada al cuello y logro herirla superficialmente, lo que provocó un silbido furioso del monstruo. Estaba a merced de ella, con las piernas atrapadas entre los anillos que se las oprimían fuertemente, sin posibilidad de zafarse.
La segunda cuchillada, más efectiva, alcanzó el rostro de la Tragantía, desde el lóbulo de la oreja al final de la mandíbula.
Los silbidos aumentaron y la boca ensangrentada se distendió aún más hasta desencajarse.
El tercer tajo seccionó la delicada garganta de la mujer y cortó la cinta de tafilete que la adornaba. Al caer, dejó al descubierto una leve cicatriz circular, como si aquella cabeza hubiese estado separada del tronco alguna vez.
Antes de sumirse en la noche eterna de la muerte, la Tragantía, serpiente y mujer, lanzó la mirada oscura y terrible de sus monstruosas pupilas donde un momento antes albergaba la belleza y el deseo. Quiso decir algo, pero solo emitió un quejido inarticulado, con las cuerdas vocales seccionadas. Aflojó los bellísimos brazos y la poderosa presa serpentina, y murió. Entre los labios brillaba la piedra Granito. Sven le abrió la boca con precaución, usando el cuchillo, rescató la piedra, se vistió y se marchó. Antes de abandonar el castillo contempló el cadáver del monstruo. La serpiente provocaba escalofríos, pero la otra mitad era la mujer más hermosa que había conocido.
Sven descendió el camino de las siete cuestas. Donde antes había dejado una espesa arboleda, con la tienda blanca, el palanquín y los criados de Sara la Goda, había ahora un pueblo pequeño con las casas encaladas y las puertas y ventanas azules. Recuperó su caballo y su asno del pradillo donde pastaban y atravesó el pueblo con ellos de reata. En la plazuela, junto a la mezquita y los baños había un ciego, las sarmentosas manos apoyadas en el arco de una gancha. Sven le arrojó en el regazo una moneda de plata, un dirham almohade cuadrado y fino como una oblea.
—Dime hermano, el castillo de ahí arriba ¿quién lo habita? —le preguntó.
—Lo habita el alcalde de Cazorla, Mohamed ibn Firzi, un hombre esclarecido que lleva toda la vida luchando contra los cristianos idólatras.
—Me habían hablado de Sara la Goda —dijo Sven. El ciego asintió.
—¡Ay, buen amigo! También ella lo habita. Una mujer bellísima que de cintura para arriba es mujer y de cintura para abajo espantosa serpiente. Cuando los musulmanes llegamos a estas tierras, hace veinte generaciones, el castillo pertenecía a un conde cristiano que ocultó a su hija, Sara la Goda, en el subterráneo secreto donde guardaba sus tesoros. Llegaron los musulmanes, asaltaron el castillo, el conde murió en la pelea y nadie supo dar con la entrada que conducía a la princesa y a los tesoros del cristiano. Pasó el tiempo y la princesa condenada al horror del laberinto encantado, se transformó en una serpiente espantosa que sólo come en la noche del día más corto del año. Ese día abandonamos el pueblo y dormimos lejos, le dejamos ovejas y caballos al monstruo para que los devore y calme su apetito hasta el año siguiente. Una vez, un alcaide del castillo pensó que eran paparruchas de viejas y se quedó por la noche en su fortaleza. Al día siguiente encontraron lo que quedaba de su cadáver, menos de la mitad de un hombre.
Sven puso la mano en el hombro del ciego para despedirse y prosiguió su camino. La última piedra dragontía estaba en Jaén, siete jornadas al sur.