CAPÍTULO LXXIX

Aquella tarde, Lucas de Tarento tomó un puñado de la tierra que había sido Pedro el Raposo y llevándoselo a los labios lo besó. Gorgo se apresuró a imitarlo. El semiorco la olisqueó sin percibir nada particular, la besó y la devolvió al montón.

—¿Tú lo sabías? —preguntó Cantacuzanos. El antiguo templario asintió.

—La magia judía ha viajado entre nosotros emponzoñándolo todo —observó, severo, el clérigo. Se sentía humillado porque, después de tantos meses conviviendo con el hombre de barro, no había sido capaz de descubrirlo, lo que demostraba que la magia judía era superior a la suya.

—Pedro ha sido un buen escudero y un compañero abnegado —opinó Lucas de Tarento—. Mientras estuvo entre nosotros se portó como bueno y sirvió a la causa del Papa.

—Ya veremos a la causa que sirvió —replicó Cantacuzanos amenazador—. Cuando regrese a Roma tendré que informar al Santo Oficio de todo esto.

Estaban fuera de la ciudad, en la floresta que llaman del Poyo y de la Ribera, donde se abren los caminos de las huertas, entre norias fragorosas, sobre una antigua ciudad sin nombre que yacía dos brazas bajo sus pies, con sus muros, sus sembradíos y fosos concéntricos, un lugar misterioso y antiguo.

Al fondo del pradillo había una acacia tan vieja que parte de sus ramas se habían descolgado hasta el suelo en busca de reposo. De sus agudas espinas, ablandadas por el humus de la tierra, habían brotado nuevas raíces, la vida.

Debajo de la acacia, a su sombra, descansaba un caballero de elevada estatura, vestido de cota tupida, el escudo breve y lobulado a la usanza alemana, pintado de un negro desvaído, sin más adornos.

—Lucas de Tarento —gritó—. Ha llegado nuestra hora.

El antiguo templario reconoció la voz grave y juvenil de Sven le Berg. Caminaron hasta el centro del terreno. Sven desenvainó la espada a diez pasos de su adversario. Lucas de Tarento lo imitó.

—Nos vemos de nuevo, maestro —dijo el rubio con una media sonrisa. Lucas de Tarento le había enseñado a luchar con la espada cuando Sven era un novicio que aspiraba a ingresar en el Temple. Lo recordaba como un alumno aventajado que pasó la fase de la lanza y el estafermo mucho antes que sus compañeros de hornada. Por eso el maestro de armas de Chalons encomendó personalmente a Lucas de Tarento que lo enseñara a combatir con la espada. El muchacho era ágil y despierto. Lucas se empleó con él a fondo y en sólo tres meses consiguió que fuera tan bueno como él. Ahora, después de los años y los combates, podía ser incluso mejor. Lo comprobaría enseguida.

Lucas embrazó el escudo con una sensación de amargo fatalismo. No podía apartar de su imaginación la imagen de Pedro el Raposo, el fiel escudero que se había marchado sin despedirse para encontrar su destino. Estaba embargado en estos pensamientos cuando Sven lo arrancó de ellos golpeando el pomo sobre su escudo, al estilo bárbaro.

—¿Listo, maestro?

—Listo.

Se aproximaron hasta el centro del claro, levemente inclinados, bien cubiertos, las piernas ligeramente abiertas, las espadas apuntando hacia fuera, los brazos flexionados. De repente, a media distancia, Sven se arrancó, como un relámpago, y descargó un tajo terrible que Lucas, alerta, detuvo con su escudo, aunque sintió crujir la tabla central y el golpe le conmocionó el brazo.

Sven se retiró unos pasos para romper la línea de ataque de su adversario. Su expresión a medio camino entre la sonrisa y la mueca expresaba una ferocidad animal que helaba la sangre. Isbela, que contemplaba el duelo desde el amparo del bosque, desvió la mirada y ocultó el rostro en el pecho de Guido. El muchacho la acogió con un cálido abrazo.

—Tranquila —murmuró—, el caballero Lucas sabe lo que se hace. Los luchadores se trabaron de nuevo. Cruzaron las espadas un par de veces con terribles golpes que resonaban sobre los escudos como hachazos. Lucas aprovechó que Sven se afirmaba para descargar el tajo vertical buscando hendirle el escudo y le asestó un puntazo. La espada le entró lateral, alcanzando de sesgo la cota, un golpe sin la fuerza necesaria para quebrantar el tupido tejido de acero, pero capaz de dañarle el costado. Sven reculó tomando aire y se palpó la zona afectada con el brazo que sostenía la espada. Fue un momento. Enseguida reinició la pelea más agresivo que antes. Cruzaron las espadas media docena de veces, en rápida sucesión de golpes y contragolpes, para quebrar la guardia del adversario. Lucas era consciente de que si la pelea se prolongaba, él se agotaría primero. Intentó romper la guardia de su antiguo discípulo con las fintas que conocía, pero aquellos mismos trucos los había aprendido Sven de él. Era inútil.

En un par de ocasiones chocaron con los escudos, cuerpo a cuerpo, las espadas trabadas a la altura de los ojos, empujando. Lucas encontró la mirada fría y despiadada de los bellos ojos glaucos de su adversario.

—Vas a morir, maestro —le susurró entre dientes en una de aquellas aproximaciones.

—Dios dispone nuestro destino.

Sven empujó para destrabarse con tal fuerza que Lucas trastabilló, perdió el equilibrio y se desplomó de espaldas. El guerrero rubio no desaprovechó la ocasión. Le lanzó un furioso hachazo vertical, que Lucas detuvo con su escudo hendido y maltrecho. Sven repitió con un nuevo tajo que el viejo guerrero paró con la espada. Enfurecido levantó el brazo y descargó un tercer tajo, más violento que los anteriores. Esta vez Lucas giró sobre su cuerpo y hurtó el blanco.

La espada del guerrero rubio dio contra una piedra y se rompió en dos. Hirviendo de ira, Sven arrojó lejos de sí el arma rota.

—¡Vas a morir, Lucas de Tarento!

El caballero se había puesto de pie y contemplaba el estropicio con el semblante sereno: Jadeaba.

—Ve a por otra espada —le dijo a su antiguo alumno como si todavía estuvieran en uno de los entrenamientos de Chalons—. Te espero. Sven llevaba en su equipaje una espada francesa, algo más corta que la rota e igualmente buena, pero prefirió armarse con un mangual, el látigo de guerra, una bola de hierro del tamaño de un puño, erizada con una docena de punzones de acero y pendiente del mango por medio de una cadena, un arma de difícil manejo, pero temible.

Aunque el escudo del adversario detenga el golpe, la cadena rodea el obstáculo y la bola erizada descarga dentro del escudo, hiriendo el brazo que lo sostiene o en la espalda del oponente. En los dos casos el golpe es mortífero y no existe cota de malla capaz de contenerlo. La única defensa efectiva contra un látigo de guerra es la rapidez. El mangual es un arma lenta y no siempre golpea donde se quiere. El adversario avezado se puede adelantar con la espada.

Lucas de Tarento adelantó el escudo y la espada para mantener alejado a su enemigo: A cierta distancia, el látigo de hierro perdía efectividad. Lucas descargó un par de tajos, que el guerrero rubio detuvo sin dificultad. Sus fuerzas menguaban. Se estaba cansando. El sudor le encharcaba la espalda, le bajaba de la cofia de lino bajo el almófar y le escocía en los ojos. Parpadeó un momento. A pesar de todo, apreciaba a Sven. Lo había educado como a un hijo, había hecho de él un formidable guerrero. Quizá si conseguía desarmarlo, se rendiría y abandonaría la Abominación.

En aquel momento Sven, como un rayo, aprovechó que el caballero había distendido la guardia, distraído con estos pensamientos, para caer sobre él y descargarle un golpe furioso que resonó en la espalda como un sordo tambor. El tremendo impacto desgarró la cota de malla y hendió la carne. Las costillas y las vértebras tronchadas resonaron con un chasquido de madera vencida. Lucas de Tarento cayó de rodillas, la mirada perdida, el velo negro sobre los ojos, a punto de desvanecerse. Las fuerzas lo abandonaron y dejó caer el escudo, vencido. Sven no se contentó con la victoria. Se revolvió furioso y descargó un segundo trallazo sobre su enemigo, esta vez en el pecho, en el que abrió una segunda herida detrás de la malla. El tercer golpe hendió el casco metálico que resguardaba la cabeza y fracturó el cráneo, echándole los sesos fuera en medio de un manantial de sangre. Lucas de Tarento cerró los ojos, pálido como la cera, cayó hacia delante y quedó tendido boca abajo. Muerto.

Morgana, la Dama Azul, contempló la escena desde la arboleda, la espina de la rosa azul en su pecho y su aroma perfumando el aire. El goce y el deseo, un fuego alimentado por un sentimiento sin lugar en el mundo, la sangre limpia sellando su alianza. Una lágrima se deslizó por la mejilla de la dama hasta humedecer sus labios.

—Como una mañana de pájaros, así es la vida del hombre —murmuró antes de continuar su camino hacia el higueral de Sara la Goda.

Sven levantó la espada del adversario vencido, que le pertenecía como botín de guerra, y profirió un grito de victoria que sonó tan inhumano como el rugido de una fiera. Con la espada en alto se volvió hacia los enviados del Papa con una sonrisa cruel y la mirada heladora de la fiera aún no saciada.

Era el turno de Guido. El joven caballero, que todavía no se había estrenado en la lucha desde que veló sus armas, se desasió bruscamente del abrazo de Isbela y desenvainó su espada. Parecía tranquilo, pero en su corazón lo consumía la cólera y lo abrasaba la sed que sólo se calma con la sangre del enemigo.

—¿Estas dispuesto? —le gritó Sven, que ahora empuñaba su espada francesa.

El joven caballero embrazó el escudo y se adelantó, en guardia. Ya había vencido a Sven una vez, en el torneo provenzal, aunque nunca supo si el mérito era de Pedro el Raposo, que le había aconsejado aquellas mañas impropias de un caballero. Ahora Pedro no estaba para auxiliarlo, pero quizá la suerte volviera a sonreírle.

Los contendientes se alejaron del cadáver de Lucas de Tarento para que no les estorbara el combate. El primer movimiento lo hizo Guido, que lanzó un furioso tajo sobre el guerrero rubio. Sven, más tranquilo y más hábil, se desvió de su trayectoria e interpuso su espada en la diagonal para terminar de desviarlo. No contraatacó. Simplemente sonrió mostrando sus dientes crueles y balanceó la espada en espera del segundo ataque. Jugaba con Guido como con un niño.

El segundo tajo de Guido fue más directo y entró por la izquierda al tiempo que empujaba con la punta de su escudo. Sven reculó, detuvo el ataque con el escudo y aprovechando el impulso de su enemigo, que no le permitiría modificar la trayectoria, le lanzó un planazo por la derecha que acertó plenamente en el costado de Guido. El joven caballero trastabilló y tuvo que apoyar una rodilla en tierra. Sven giró hacia el lado opuesto y propinó una patada lateral en la pierna de su adversario que se mantenía erguida. La articulación de la rodilla chascó como una rama seca pisada por un buey. Esta vez Guido se desplomó de espaldas con una mueca de dolor. Sven le pisó la espada inmovilizándola y apoyó la punta de su arma bajo la barbilla del caído.

—Vas a morir, muchacho —dijo con voz tranquila. Guido le lanzó una mirada furibunda.

—¡Vas a morir! —repitió al tiempo que lo presionaba ligeramente sobre la tráquea.

Morgana se había alejado por el camino de la floresta, pero volvió la cabeza y comprendió que Guido estaba a punto de morir como había muerto Lucas, su señor. La Dama Azul se apiadó de Isbela, o quizá se apiadó del amor mismo, del recuerdo del amor que abrasaba sus venas en otro tiempo.

Sven levantó la mirada hacia el cadáver de su antiguo maestro, con el que había combatido en Hattin, al que había protegido y por el que se había sentido protegido tantas veces en Tierra Santa. Ahora era un mercenario a punto de cumplir su encargo: acabar con los enviados del Papa y arrebatarles las piedras dragontías. Ese era el galardón del desafío por el que recibiría una cantidad de oro que le permitiera vivir en la abundancia el resto de sus días. Había pensado en regresar a Alemania y adquirir una finca junto a un lago, ver encañar el centeno, ver dorarse las manzanas, ver a los gansos sacar a sus crías, a los esclavos reproducirse mientras él se dedicaba a la caza, a extender su semilla en las muchachas de la comarca y a entrenar halcones.

Todo eso dependía de que en aquel momento hiciera lo que se le había encomendado. Ese era el pacto con Asmodeo de Sinán.

Lo que hizo fue levantar el acero y envainarlo. Se inclinó y ofreció su mano al caído. Guido, incrédulo, se dejó ayudar.

—Apoya tu mano en mi hombro —le dijo—. Esa pierna tendrá que arreglarla un concertador de huesos. No es grave.

Grontal y Gorgo se acercaron para ayudar a su amigo. Acudió Isbela y abrazó al muchacho con los ojos arrasados de lágrimas. La muchacha se volvió hacia Sven.

—Gracias —le dijo—: Que santa María te lo premie.

El guerrero rubio se encogió de hombros. Clavó la espada de Lucas de Tarento en tierra, les volvió la espalda y marchó. Sólo había caminado unos pasos cuando recordó algo y se volvió hacia Cantacuzanos. Introdujo dos dedos en la limosnera que pendía de su cintura y extrajo algo.

—Monseñor —dijo—, necesitarás esto para tu magia, ¿no?

Lanzó un pequeño objeto al aire. Cantacuzanos lo atrapó al vuelo. Era la piedra Honda.

El clérigo tenía las doce piedras en su poder. Ahora podía componer el Pectoral Sagrado. Estaba en condiciones de cumplir las funciones del Resh Galutha, comparecer ante la Mesa de Salomón y evocar el Shem Shemaforash. Imprimiría un quiebro en la historia, gracias a él la Cristiandad prevalecería sobre el Islam. Ahora tenía en su poder la magia de Dios. La emoción le ahogó la voz en la garganta. Iba a preguntarle al guerrero del mal por qué había renunciado a la victoria, pero ya se había alejado a caballo en dirección al norte.