CAPÍTULO LXXIV

En los días siguientes no ocurrió nada digno de mención. El enano Grontal divertía a Guido con el recuento de las aventuras vividas por el grupo en su ausencia, entre ellas la de la abadesa de Conouvert. Las primeras jornadas a este lado de los Pirineos las habían hecho por el camino habitual de los peregrinos que acudían a la tumba del apóstol Santiago.

En la posada La Santa Almeja, cerca del Puente de la Reina, habían coincidido con una abadesa francesa, cuarentona y risueña, que peregrinaba con dos de sus novicias y un nutrido séquito de criados y acemileros. El paje que servía a la abadesa cayó enfermo de bubas y el posadero rogó a Grontal que subiera un gran caldero de agua caliente donde la monja hacía sus abluciones. En el baño, el vapor era tan denso y hacía tanto calor que la camisa del enano se le pegó al cuerpo revelando sus intimidades.

—¡Alabado sea el señor que cuida de sus criaturas! —dijo la abadesa conmocionada, y, con un guiño pícaro, le ordenó que le frotara la espalda. Grontal atendió al mandado y ayudó a la eclesiástica en todo lo que fue menester. Al día siguiente la abadesa envió a su administrador a Lucas de Tarento.

—Señor caballero: vengo a comprarle el enano.

—No está en venta —dijo Lucas—. Aunque pertenezca a la raza de los enanos, Grontal es hombre libre.

—Y pienso proseguir mi camino con mis compañeros, señor tesorero —intervino el enano con firmeza—, aunque agradezco el interés de vuestra señora por mi bienestar. Quizá, si Dios me da vida, la visite alguna vez en su monasterio, puesto que para regresar a mis montañas tendré que atravesar forzosamente la dulce Francia.

Pedro el Raposo había ensillado los caballos. Los viajeros proseguían su camino. La abadesa abandonó sus oraciones y compareció en el patio para despedirse de Grontal.

—Rezaré a santa María para que permita vuestro pronto regreso —le dijo poniéndole disimuladamente una mano sobre el muslo—, y le pondré un cirio bien gordo a santa Nefija porque todo el tiempo de vuestra ausencia lo viviré con la esperanza de repasar nuevamente con vos los misterios Gozosos.

Cuando se apartaron, Gorgo preguntó a Grontal.

—¿Qué ha querido decir la monja con eso de los Misterios Gozosos?

—Se refería a estar todo el día liados como conejos.

Siempre hacia el sur, entraron en un páramo montuoso y atravesaron aldeas miserables. En algunos caminos les salían guardias al paso y Lucas de Tarento mostraba el salvoconducto firmado por el canciller del rey de Castilla. A la vista del sello real, los guardias torcían el gesto, pues ello significaba que se les iba la ganancia, pero los dejaban pasar.

—¿No entraremos en ninguna ciudad? —preguntaba Isbela.

—Me temo que no, muchacha —respondía el caballero—. Al menos no antes de Calatrava, que es la última ciudad cristiana, asomada a las lindes sarracenas.

—El campo da centeno, albergue y batalla —citó Cantacuzanos—, pero la ciudad da la letra, la cosa numeral que no se rige por las estrellas. Pedro el Raposo solicitó y obtuvo permiso del caballero Lucas para desviarse y visitar Toledo, donde quería honrar la memoria de su antiguo amo, el cabalista de Praga, en el cementerio de los judíos. A los pocos días regresó y se unió al grupo. Grontal intentó averiguar lo que había hecho, pero Pedro el Raposo desvió la conversación. Eludía hablar de ciertas cosas.

La primavera se extinguía. Avanzaban por medio de sembrados raquíticos, de arboledas diezmadas por los incendios, las talas de la guerra y las cabras. A medida que profundizaban hacia el sur volvía a hacer calor, especialmente en los mediodías y la tierra comenzaba a parecerse a los pedregales de Tierra Santa.

—¡Tierra de escorpiones y de sarracenos! —dijo Grontal.

—Sí, amigo, pero también de fuentes y jardines. Aquí los sarracenos están bien instalados.

Caminando por una interminable llanura de pastizal y esparto, con ralas arboledas, Lucas de Tarento explicaba la historia de aquellas tierras que había recorrido en su juventud.

—Hace quinientos años, o más, estas tierras eran de los romanos y de los godos, pero llegaron los sarracenos mataron al rey y conquistaron todo el país en un año, todo menos unas cuevas en las montañas donde se refugiaron algunos cristianos fugitivos. Con el tiempo esos cristianos crecieron y se fortalecieron hasta formar pequeños reinos, León, Castilla, Navarra, Aragón… Luego se extendieron hacia el sur aprovechando que los sarracenos habían dejado muchas tierras despobladas. No hará dos siglos que el reino sarraceno de Córdoba se fragmentó en un mosaico de pequeños principados y esto desequilibró la balanza, porque entonces los cristianos invadían las tierras de los moros y les exigían tributos. Así las cosas uno de los reyezuelos sarracenos llamó en su auxilio a unas tribus mahometanas feroces y numerosas que dominaban el norte de África, que estaban deseando morir en combate.

—Ten en cuenta —intervino el Raposo— que el paraíso de Mahoma es más apetecible que el cristiano. Mientras nosotros sólo tenemos la contemplación de Dios en una especie de arrobo místico, a ellos se les ofrece un jardín con arroyos de leche y miel y sesenta huríes por barba que hoy desvirgas una y mañana te la encuentras virgen de nuevo, como si nada.

Guido pensó que aquello tenía que ser fatigoso, pero se abstuvo de opinar.

—Pues bien —prosiguió Lucas de Tarento—, los almorávides atravesaron el estrecho y derrotaron a los cristianos, pero cuando vieron la riqueza de estas tierras se lo pensaron mejor y se quedaron con ellas. Al-Andalus, como lo llamaban, se incorporó a su dominio norteafricano, un imperio que se tardaba en cruzar tres meses, con el mar y un desierto por medio.

—Parece mucho —dijo Guido.

—Más tierra que todos los estados cristianos juntos… Hazte cargo. Estaban en esta conversación, con la tarde ya vencida, cuando divisaron un cerro amesetado que se levantaba apenas unos metros sobre el llano.

—Aquello es Calatrava —dijo Lucas de Tarento—. ¿No querías una ciudad, Isbela?

Isbela no lo escuchaba, se había quedado retrasada, como de costumbre, para conversar con Guido, que iba a la zaga.

Se acercaron a la ciudad rodeada de un foso y un muro torreado, con un castillo fuerte en el extremo más eminente. Un flanco estaba protegido por un río manso y ancho, escaso de aguas, que formaba un extenso barrizal al derramarse por el llano. Un par de norias de lento giro, sujetas a potentes corachas que avanzaban hasta el centro del río, suministraban agua a la ciudad.

—Esta es la última ciudad importante antes de las montañas del Santo Reino —dijo Lucas de Tarento—. Aquí se juntan las caravanas, los arrieros y los mercaderes porque está a medio camino de Córdoba y Toledo, y de Mérida a Calatayud y a Cartagena.

Llegaron a las puertas de la ciudad. Lucas de Tarento le mostró al sargento de la guardia las cartas pontificias y le pidió que lo condujera ante el alcaide. El sargento llamó a dos pilluelos y les ordenó que llevaran a los viajeros al castillo. Recorrieron una calle estrecha llena de tiendas de pañeros, en la que clientes y mercaderes discutían ruidosamente, y desembocaron en una plazuela dominada por el enorme arco monumental que separaba la ciudad de su fortaleza. Un novicio calatravo se informó de la embajada y les franqueó el paso. Mientras los demás esperaban, otro novicio condujo a Lucas de Tarento a través de un patio interior ante el alcaide. Después de las presentaciones, el alcaide convocó a su escribano, un judío moreno con los rizos de las sienes enmarcándole las mejillas huesudas, que examinó el documento así como los sellos pontificios de plomo que pendían de él.

—Es auténtico —dijo devolviéndolo al alcaide—. Del puño y letra del protonotario apostólico.

—En los tiempos que corren toda precaución es poca —dijo el alcaide, al tiempo que ofrecía asiento al visitante. Era un guerrero del que nadie hubiera dicho que también era fraile de no verle las cuatro flores de lis de la cruz de Calatrava.

Los dos veteranos de la frontera conversaron durante un buen rato, hablando de conocidos comunes y de los avatares de la guerra en Tierra Santa y en la frontera de Castilla. Un novicio compareció en medio de la conversación con una jarra de vino manchego, áspero y corpudo. El alcaide agasajó a su huésped.

—¿Cómo piensas pasar a tierra de moros?

—Nos disfrazaremos de trajinantes.

El calatravo se encogió de hombros.

—Debes saber que es peligroso. Los almohades están preocupados por la fuerza de Castilla y vigilan mucho los pasos. Recelan de espías. Ven exploradores por todas partes. Detienen e interrogan a los caminantes.

—Lo tendré en cuenta.

Permanecieron dos días en la ciudad alojados en una de las casas de la Orden. Calatrava estaba llena de comerciantes y caravaneros. Lo musulmán y lo cristiano se mezclaban y confundían como en Tierra Santa. Guido paseó con Isbela, por el zoco y al pie del foso fluvial en el que nadaban los patos. Sentados en un jardincillo de la muralla, frente a la enorme noria que alimentaba las fuentes, planeaban su futuro.

Pedro el Raposo ocupó su tiempo de manera distinta. En la judería preguntó por un antiguo rabino y fue a verlo. El rabino lo reconoció al instante.

—¿Eres hijo de Baruj Meir?

—Sí, rabí —dijo el escudero.

—¿Cómo te sienta la vida?

El escudero se encogió de hombros. El judío le ofreció una silla. Le hizo algunas preguntas sobre los países y las ciudades que había visto, sobre gentes que había conocido, sobre sus sentimientos en tal o cual ocasión, pero evitó referirse al asunto que lo traía tan lejos a la tierra de los moros occidentales: el rescate de la Mesa de Salomón.

En un momento dado se levantó de su asiento y desató el pañuelo ocre que cubría la frente del escudero. Sus dedos suaves recorrieron los relieves que el pañuelo ocultaba. Cuando terminó su examen acarició paternalmente las ásperas mejillas.

—Hay vida en ti —dijo, y le volvió a colocar el pañuelo—. Dentro de unos días llegaréis a un lugar, Arjona. Busca allí a Baruj Chaprut y muéstrale tu frente. Él sabe lo que tiene que hacer.

Pedro el Raposo asintió. Después se ajustó el pañuelo y salió.